31
No me gustan los chalés. Los encuentro siniestros. Me gustan las casas de campo o los pisos; no me gustan las medias tintas. No sé por qué a veces siento tanta agresividad cuando pienso en ciertos detalles de la vida de mis padres. Podría escribir líneas y líneas de odio contra el chalé, convertirme en un panfletario del chalé, inventar teorías sobre las categorías socioprofesionales que invaden esos edificios tan bien alineaditos, qué sé yo, exaltarme, humillar y despreciar. Cuando en realidad me traen al pairo los chalés. Me traen al pairo por completo. Son arrebatos que me dan, no consigo controlarlos, pero luego me tranquilizo. Las cosas pasan, nada es grave, simplemente voy a ver a mis padres.
Estaba a punto de llamar a la puerta y de descubrir a mi padre como no lo había visto nunca antes. Su rostro era la encarnación de una caída; cada día, su expresión caía un poco más. Su actitud no llevaba a engaño: dejaba espacios en blanco entre sus gestos y sus palabras. Interrumpía mil veces cada acción, sus movimientos ya no fluían, lo que daba una impresión como de sucesivos sobresaltos. Era como un programa de televisión que la antena no captara bien; pero tampoco iba a darle palmaditas en la espalda, como hacemos a veces irracionalmente con el televisor, pensando que así podremos quizá arreglarlo (qué cosa más extraña). Tras abrirme la puerta, necesitó casi diez segundos para decirme hola, y otros tantos para invitarme a pasar.
—He preparado café. Porque tomas café, ¿verdad? —me dijo, dirigiéndose a la cocina. Lo seguí por el pasillo oscuro. Si, un café, eso es. Te voy a preparar un café, ¿eh? He comprado un café muy bueno, ahora verás.
De modo que nos tomamos un café de pie, sin decir nada. Luego añadió:
—¿Tienes hambre? ¿No te apetece picar algo?
—No… No tengo hambre.
—¿Ah, no, seguro? De verdad, tengo de todo para ofrecerte. Deberías comer algo. Te sentará bien. ¿Estás seguro de que no tienes hambre?
—Bueno… vale…
Aliviado, cogió un paquete de galletas de un armario. El hecho de que yo aceptara tomar una galleta lo tranquilizaba sobre su propia existencia.
—¿Qué tal todo? —pregunté yo.
—Pues nada, aquí, tirando.
—Deberías haberme contado antes lo de mamá.
—¿Quieres otra galleta? Éstas te gustan, ¿no?
—Sí, gracias. Están muy buenas.
—…
—¿Por qué no me habías dicho nada sobre mamá?
—Pues no sé, es que no sabía. Ha sido a la vez rápido y progresivo… Enseguida me di cuenta de que algo no iba bien… Pero luego otros días estaba normal del todo. Así que no sabía muy bien qué pensar.
—¿Ahora está dormida?
—Está en su habitación. Descansando, creo. Está tomando antidepresivos.
—¿Sabe que estoy aquí?
—Sí, se lo he dicho.
En ese momento los dos nos habíamos olvidado de lo de mi abuela. Desamparado por el ambiente que reinaba en la casa, no se me ocurrió decirle lo que había averiguado con mi visita a la peluquería. Los últimos días me tenían desconcertado. Era muy extraño haber vivido tantos años al abrigo de las dificultades, haber navegado por una vida familiar poco estimulante pero apacible y, de pronto, verme enfrentado así a varios dramas simultáneos. Tenía la impresión de que estábamos pagando esos años sosos, esos años en los que no habíamos tenido que preocuparnos por nada. Era demasiado difícil. Buscaba a mi abuela, estaba perdiendo de alguna manera a mi madre, y en lugar de avanzar por el pasillo que llevaba a su habitación, quería salir corriendo. Quería huir. Tenía mi propia vida que vivir. Tenía un libro que escribir (mi débil coartada). No quería tener ninguna responsabilidad, nunca. Quería que se olvidaran de mí. Y, de pronto, al pensar en todo eso, me dije que esa voluntad de desaparecer era lo que unía a nuestra familia.
Entré sin llamar y sin hacer ruido. Me alivió mucho ver que mi madre sonreía de oreja a oreja. Las palabras de mi padre me habían angustiado. Una vez que por fin me enfrentaba a la situación, se me antojaba menos grave de lo que me había temido. Mi madre parecía alegrarse de verme. Y eso que nos habíamos distanciado mucho, sin que yo supiera muy bien por qué. Probablemente de niño no me abrazara lo suficiente como para que yo ahora pueda ser receptivo a la ternura que a veces me ofrece. Pero en esa ocasión la besé y la abracé largo rato antes de sentarme en el borde de su cama. No tardé en cambiar de opinión sobre su expresión relajada. No era ella de verdad, sino una mujer bajo la influencia de las medicinas. Una vez más, no sabía qué decir. Entonces me puse a mirar todos los detalles de la habitación, uno a uno, como busca un náufrago un salvavidas, para encontrar algún tema de conversación. En su mesilla de noche había un icono dorado, debía de ser de una santa, lo cual me sorprendió. A mi madre siempre le habían gustado las iglesias, había estudiado su arquitectura y, como ya he dicho, también le gustaban los rituales. Pero nada de todo eso había estado nunca vinculado a ninguna fe. Al contrario, era bastante virulenta en sus juicios, y siempre la había oído decir: «La religión es para los débiles». Creo que se trata de una cita de Nietzsche. La presencia de ese icono tan cerca de ella me sorprendía mucho pues era como un vuelco total de sus creencias, por no decir un reconocimiento inconsciente de su repentina debilidad. Se aferraba como podía a imágenes, a pequeños objetos, con la esperanza de que la salvaran de su angustia, del vacío que la oprimía. En los pocos momentos lúcidos que tenía, se preguntaba qué le ocurría y decía con voz queda: «Tengo miedo».
Durante su larga carrera en la enseñanza, había sido testigo varias veces de la depresión de algunos de sus colegas. Agotados, quemados, cogían la baja para hacer una cura de reposo. Su profesión era difícil, una dura prueba para los nervios, pero mi madre no entendía que pudieran estar tan mal. Que, de la noche a la mañana, perdieran sus facultades mentales. Pensaba en ello ahora que se pasaba los días tumbada, sin más compañía que el miedo al minuto siguiente. Se preguntaba por qué se sentía tan mal. Ninguna señal había anunciado la situación tan dura que vivía ahora. Al contrario: había pensado en la jubilación como en un El Dorado de los placeres. En estos últimos años no había dejado de soñar con ese tiempo que por fin podría dedicar a sus pasiones. Podría pasear, leer, viajar y dormir. Qué felicidad. Adiós a los adolescentes turbulentos (lo eran cada vez más según iban pasando los años; compadecía a los profesores del próximo milenio), adiós a los exámenes que corregir los domingos por la noche, adiós a los padres agresivos. Al final de su último curso le habían hecho un pequeño homenaje, y su convite de despedida había sido, convenían todos, muy conmovedor: Todo el mundo había puesto dinero para comprarle bonos regalo en una agencia de viajes, para que pudiera marcharse donde quisiera y cuando quisiera. Había recogido todas sus cosas, cerrado por última vez su taquilla, y prometido, como todos los asalariados al terminar su carrera profesional, ir a verlos de vez en cuando para saber de ellos. Pero su enfermedad no se lo permitiría. De todas maneras, sin duda habría ocurrido exactamente como con mi padre: habría ido varias veces a visitarlos antes de reconocer que ya no tenía nada que decirse con los compañeros actuales. Y lo mismo habría ocurrido con los antiguos alumnos; los profesores se alegran mucho de volver a verlos, de saber qué es de su vida, pero después de esas preguntas, ya no hay nada que decirse. El pasado no puede alimentar más de diez minutos de conversación. Seguramente se habría dado cuenta enseguida, y quizá hubiera anticipado el paso de la tristeza mediante la depresión, evitando vivir todo el repertorio de esa forma de decadencia.
Hacia el final del verano sintió que algo la iba embargando. Muy al principio pensó que tenía que ver con el cansancio de sus viajes, pero no, no podía ser eso, había dormido mucho desde que había vuelto a casa. Era como una mancha que se fuera extendiendo en su interior, en su cuerpo y en su mente. Sí, era eso lo que había sentido: una mancha. Era vaga, imprecisa, pero era la única palabra que se le ocurría para definir lo que cada vez la iba atenazando con más fuerza. Empezó a hablar en voz queda consigo misma, no era capaz de responder a mi padre. No quería hablarle. Al final, mi padre me lo reconoció. En cuanto a mi madre, mucho más tarde me dijo que el detonante de todo había sido ver a mi padre pasarse el día entero delante del televisor, que había sido eso lo que la había hecho enfermar. Al llegar septiembre, se encontró con que para ella ya no empezaba un nuevo curso escolar, por primera vez en más de cuarenta años. Nunca había pensado que el cuerpo pudiera estar sometido a algo así como un hábito a los ritmos. Se pasó una mañana entera ordenando armarios, clasificando viejos libros y preparando la comida. Durante esa misma mañana, mi padre no hizo nada, ni el más mínimo gesto. Se quedó como postrado ante el televisor, viendo el canal de la teletienda. Hasta pareció maravillarse por esa máquina que permite hacer deporte mientras uno duerme; observó su torso un instante para tratar de imaginarse dónde irían las ventosas aspirantes. Mis padres acababan de estrenar su jubilación, y eso podría haber sido maravilloso. Mi padre podría haber dicho: «Ven, vamos a dar un paseo… Ven, vamos a comer a Honfleur… Ven, vamos al cine…», pero no, no decía ni mu, seguía apoltronado en su nueva condición. La aparición del tedio fue extremadamente brutal. Por lo general, el vacío roe solapadamente los días, no se impone desde el principio. Entonces, ¿qué? ¿Qué iba a ocurrir? Mi padre sólo salía de casa para ir a visitar a su madre a la residencia. Volvía de allí como perdido y asustado. Durante años, mis padres habían engañado el tedio enfrascándose en su vida profesional. Y ahora tenían que enfrentarse a sus vidas a secas, y ninguno de los dos tenía las fuerzas necesarias para crear la ilusión de que merece la pena vivir. Sin embargo, estoy convencido de que aún había amor entre ellos. Desde luego, nunca había sido un amor explosivo. Me daba perfecta cuenta de que yo no había sido fruto de una pasión. Pero ese amor existía. Un amor que estaba aún presente en la mirada asustada de mi padre ante esa situación nueva.
*
Tal vez sea el momento de contar cómo volvieron a verse mis padres después de su extraña primera vez[7]. Después del curioso arrebato que había provocado en él la visión de esa joven, mi padre volvió a su casa. Una vez que se hubo tranquilizado, en su habitación, recuperó cierta lucidez. ¿Por qué él, que siempre había sido un consumado ejemplo de discreción, se había precipitado hacia esa chica? ¿Qué había visto en ese rostro que fuera tan especial como para sufrir tal impacto en pleno corazón? ¿Era acaso la súbita manifestación de una vida anterior? ¿O quizá fuera eso lo que la gente llamaba un flechazo? Y, de ser así, ¿por qué no había buscado conocerla en lugar de huir de ella? ¿Y por qué había pronunciado esa frase? Perdía pie en la incomprensión de sus propios sentimientos, en la arritmia barroca de los latidos de su corazón. Pasaron los días, pero su obsesión por esa chica no disminuía. Como no sabía nada de ella, no tenía forma de encontrarla. Se dijo que su única oportunidad era apostarse en la puerta de la iglesia, con la esperanza de que volviera allí algún día (al escribir estas líneas, me doy cuenta de repente de que yo hice lo mismo años más tarde, al ir a recogerme regularmente ante una tumba con la esperanza de volver a ver a una desconocida. No doy crédito; quizá mi subconsciente me empujara a reproducir una historia que conocía, ¿podría tratarse de eso? Así, mi padre, que nunca me ha transmitido nada, quizá sea una influencia subterránea que guía mis gestos, aunque lo que nos une sean sombras). Iba todos los días a la puerta de la iglesia. En vano. Mi madre sólo había ido a visitarla una sola vez y no tenía la más mínima intención de volver. No sé cuánto tiempo aún se empeñó mi padre en perseguir esa pista incierta, pero sé que disfrutó viviendo esa parte un poco irracional de su existencia, esa parte que nadie conocía. Todo el mundo lo consideraba un joven serio que iniciaba una gran carrera en la banca. Nadie podía sospechar que su corazón latiera de forma extraña, por no decir demoníaca. A veces llegaba a decirse que todo eso era ridículo: «Es absurdo que venga aquí todos los días. Nunca más volveré a verla. O peor aún: si la volviera a ver, no estoy seguro de poder hablarle. Todo esto es inútil». Al final decidió dejarlo. Iría sólo una vez más, sería la última posibilidad del azar.
Por supuesto, ella no se presentó. Pero ese día ocurrió algo. Había una boda. Mi padre decidió mezclarse entre los invitados. A los amigos de la novia les dijo que era amigo del novio, y a los del novio, que era amigo de la novia. Era una bonita ceremonia, conmovedora, la clase de ceremonia que te da ganas de casarte tú también. La novia era guapa, una joven rusa, un pleonasmo. El novio parecía plegarse a las costumbres ortodoxas por su mujer, y se percibía el olor de su felicidad pese a la abundante difusión de incienso. En el momento de salir de la iglesia, una mujer abordó a mi padre:
—Usted no está entre los invitados.
—¿Qué? Claro que sí…
—Yo tampoco lo estoy. Me gustan las bodas ortodoxas, me parecen muy bonitas, por eso me cuelo.
—Pero yo sí que estoy invitado…
—A ver, acabo de decirle que yo tampoco estoy invitada, así que déjelo ya. Además, es mucho más discreto si fingimos estar juntos. Si no nos separamos, pareceremos mucho más creíbles.
Así fue como conoció a Agathe. Y mejor decirlo ya mismo: de Agathe partió la cadena humana que llevó a mi padre hasta mi madre. Era una joven actriz a la que le encantaban los juegos de improvisación. Todos los lunes por la noche ofrecía una función con su compañía de teatro. Sacaban de una chistera, al azar, temas estrafalarios como «Risotto y Gestapo» o «Venecia y alzhéimer». Y tenían que inventarse situaciones. Agathe invitó a mi padre a asistir a una de esas veladas. Fascinado y maravillado por todos esos jóvenes capaces de inventarse historias a partir de nada, por esos verdaderos genios de la elocuencia, se convirtió en espectador asiduo. Los lunes por la noche, su vida de banquero daba un salto hacia lo artístico; su vida descansaba de las hipotecas. Ignoro cuántas veces fue al teatro, e incluso la naturaleza exacta de su relación con Agathe, pero me parece que el hecho determinante no tardó en ocurrir. Cuando estaban en pleno tema «Romanticismo y Sodomía», un actor se arrodilló ante una chica y le espetó: «Es usted tan guapa que prefiero no volver a verla nunca más». Mi padre no se lo podía creer. Era su frase. ¿Cómo era posible que ese joven hubiera podido decir las mismas palabras exactamente? Al concluir la función, se acercó a él para preguntarle de dónde había sacado esa réplica:
—A veces, cuando improvisas, no sabes bien de dónde salen las frases. No siempre conoces el origen de lo que te inspira…
—Ah…
—Pero en lo que respecta a esta frase sí que me acuerdo. Proviene de una anécdota que me contó una amiga. Un tío la abordó en la calle para decirle eso.
—¿En serio? —balbuceó mi padre.
—Sí, un tío un poco raro, por lo que me dijo. Como un psicópata. Pero yo no estaba de acuerdo con ella. A mí esa frase me pareció genial. Y le dije que ese tío debía de ser fantástico.
—Gracias…
—Gracias ¿por qué?
—Pues… no, por nada…
Mi padre le preguntó cómo era esa amiga físicamente. La descripción encajaba. Qué extraña manera de recuperarle la pista. Era como una novela. Un momento después, se atrevió a añadir (hacía un esfuerzo sobrehumano por tutear a todo el mundo, porque Agathe le había explicado que, en el espectáculo vivo, había que llamarse de tú):
—Sé que te parecerá extraño… pero me encantaría que me presentaras a esa chica.
—¿Ah, sí? ¿Y eso?
—Estoy escribiendo un libro… bueno… no es un libro… más bien una recopilación… de datos… sobre las chicas a las que abordan en la calle. Es algo que siempre me ha intrigado… Les pido que me cuenten sus mejores anécdotas… Lo que les dicen los tíos que se acercan a ellas en la calle… Y si alguna vez se han tomado un café con un desconocido…
—Ah, pues sí… es un buen tema —dijo el actor, interesado, a diferencia de Agathe, que se mostró muy asombrada:
—¿Que tú escribes? ¿En serio?
—Sí… alguna vez, de vez en cuando…
—¿Que tú escribes? ¿En serio? —repitió ella.
Mi padre tenía que reconocerlo: formaba parte de esa categoría de seres humanos en quienes la posibilidad de una empresa literaria parecía tan poco probable como la conquista de Marte en camello. Sin embargo, siguió en sus trece:
—Pues sí… escribo… ¿qué pasa? Se puede querer ser banquero y escribir. No es incompatible, que yo sepa.
—Vale, vale… No te ofendas… Es solo que me extraña un poco, nada más.
A mi padre le sorprendió su propio aplomo. Era como si llevara una vida cobarde y sin sustancia pero, en cuanto se trataba de mi madre, encontrara las palabras y los recursos necesarios para afrontar cualquier situación. Era como un superhéroe cuya única misión fuera conquistar el corazón de esa desconocida. Había contestado a Agathe con seguridad, y sobre todo se le había ocurrido esa historia del libro, del todo creíble. El actor le dio el teléfono de mi madre, y mi padre la llamó y la invitó a salir.
Así fue como mis padres se vieron en un café. Mi madre reconoció enseguida al loco que la había abordado. Y ahora que lo tenía delante, después de inventarse ese cuento de una entrevista para un libro, le parecía aún más loco. Pero, un poco como dos signos menos hacen un signo más, las dos locuras superpuestas tuvieron la capacidad de positivarse. La historia se iba volviendo tan extraña que mi madre, más que inquieta, estaba intrigada. Además, se encontraban en un café: ¿qué podía ocurrirle allí? Por último, y se trataba de un elemento bastante importante, progresaba en ella el sentimiento irreversible del narcisismo, sentimiento que toda mujer normalmente constituida experimenta ante un hombre que da muestras de grandes dosis de malicia para conseguir volver a verla. Entonces, de pronto, esa historia empezó a parecerle bonita, y más todavía conforme mi padre iba tratando de contarla, con una torpeza a todas luces conmovedora. Habló del momento en que la había visto por primera vez, a la salida de la iglesia, y las horas en que había soñado con volver a verla. Mi madre quiso saber algunos detalles, y luego otros más, para que esa pasión que había suscitado se fuera pareciendo a una novela rusa. Aceptó una segunda cita para conocer mejor a ese extraño joven, pero eso no tenía mucha importancia. Pasara lo que pasara, no se apearía de su primera impresión: nadie la había deseado nunca así. Se puede asentar una vida sobre ese sentimiento. Sobre el sentimiento de existir de manera muy viva en la mirada del otro. En el fondo, mi padre podría haber sido cualquier persona y hacer cualquier cosa, pero había despertado en mi madre (de una manera explosiva) lo que todos llevamos dentro: la esperanza de ser amados locamente.
Pasaron los años. No sé cómo fue su vida antes de nacer yo. Sé que esperaron mucho tiempo antes de decidirse a tener un hijo. Vivieron y viajaron. Y entonces llegué yo. Tengo el recuerdo de haber crecido en un hogar apacible, por no decir extremadamente tranquilo, y la vida avanzó con una suavidad algo triste. Seguramente mi melancolía proviene de esa tonalidad. Ahora ya no vivo con ellos. Ahora ha llegado la jubilación. Y, ahora, seguimos viviendo.
*
Continuo observando el icono que está junto a mi madre con la sensación de que es recíproco. Ya lo sé, sé que es absurdo, pero de verdad parece que la santa me mirara. Me pregunta por mi vida, por mis decisiones, eso es lo que me digo. Quizá sea ella la causante de la depresión de mi madre. Y yo también voy a perder la cabeza como no deje de mirarla. Mi madre sigue sonriéndome, con esa sonrisa tan apacible, y, mientras tanto, yo busco las palabras adecuadas. Son las más difíciles de encontrar, se ocultan en el fondo de nosotros mismos, pero no dan ninguna pista del camino que hay que tomar para llegar hasta ellas. Le digo que todavía es muy joven (un argumento este bastante ramplón y un poco patético). Y luego intento, como un mediocre relaciones públicas de la vida, ensalzarle todo lo que podría vivir todavía.
—Mamá, podrías escribir un libro sobre las iglesias ortodoxas. Conoces tan bien el tema…
—Eres muy amable, pero no me apetece escribir.
—Pues qué pena, siempre es tan apasionante cuando hablas de ello…
—Gracias, cariño.
—¿Quieres descansar un poco? ¿Quieres que me marche ya?
—No, me encuentro bien contigo. Me gusta que hayas venido a verme.
—Sabes que estoy aquí. Llámame cuando quieras, y vengo.
—Qué encanto eres. Y sé que te preocupa tu abuela. ¿Qué tal está?
—Pues… está bien… Te manda recuerdos.
No sé si consigo transmitir la ternura de este diálogo. Era la primera vez que hablaba así con ella. Conversábamos despacio, y, en sí, esa lentitud era hermosa. Como si cada sílaba tuviera valor. Yo percibía su fragilidad y su malestar, pero tenía la esperanza de que fueran pasajeros.
Hasta que volviera a estar bien, había que rodearla de cariño. Y ahorrarle disgustos. Lo que había hecho mi padre ocultándole la desaparición de mi abuela. Debía de ser duro para él no poder compartir la gravedad de ese momento; y quizá incluso le habría reconfortado algo hablar con su madre de la crisis que estaba pasando su mujer. Su barco hacía agua por todas partes.
Le acaricié furtivamente el cabello a mi madre. Ya no estaba tan preocupado. Pero, entonces, me dijo:
—Dale recuerdos a tu mujer de mi parte.
—¿A qué mujer?
—Pues a la tuya.
—Pero si no estoy casado, mamá.
—Oh, deja de burlarte de mí. No es el mejor momento. Y dile que venga a verme ella también. No me encuentro muy bien, pero siempre me alegrará verla. Es tan amable… Has encontrado una verdadera joya.
Vi en su mirada que hablaba totalmente en serio. Me creía casado, y hasta me parecía que habría sido capaz de describirme la boda. Dudé un momento si hacerla ir más allá en su delirio, sólo para saber qué aspecto tenía mi mujer en su imaginación. A lo mejor era muy guapa; una mujer dulce y cariñosa, una suiza con el cabello largo y liso. Quizá mi madre retorciera su realidad para que en ella apareciera la fantasía de mi felicidad. Mi momentánea ensoñación ocultaba mi incertidumbre. ¿Qué decir en un caso así? ¿Aplacar la locura del otro aceptando la nueva realidad, o luchar sin tregua para que la verdad se imponga sobre la incoherencia? Dudé un momento entre ambas posibilidades antes de decir:
—Está muy bien. Ella también te manda recuerdos y espera que te pongas buena pronto.
—Has hecho muy pero que muy bien en casarte con ella.
—Sí, ya lo sé, mamá. Tuve suerte de conocerla…
Me despedí de mi madre. Al salir de su habitación, me quedé un momento en la puerta. Desde allí la observé sin que se diera cuenta. Mascullaba algo que yo no acerté a entender. Una sucesión de palabras, como una letanía. Luego cogió el icono y cerró los ojos, estrechándolo con fuerza contra su corazón.
Mi padre seguía en la cocina. Exactamente en el mismo sitio y la misma postura que antes. Me preguntó enseguida:
—Bueno, ¿qué? ¿Cómo la has encontrado?
—Pues no sé… Al principio estaba tranquila… y bastante normal. Pero luego se ha puesto a hablar de mi mujer.
—Ah… sí… El médico ha dicho que suele pasar… Episodios de delirio…
—¿Y qué más te ha dicho el médico?
—Pues que las depresiones fuertes son frecuentes al principio de la jubilación. Sobre todo en los profesores, o en las profesiones que tienen ritmos de vida muy regulares.
—¿Ah, sí?
—Sí, eso me ha dicho. Es bastante tranquilizador.
—¿Y te ha dicho cuánto podía durar?
—Oh, depende… No mucho, por lo general. Después de uno o dos meses de tratamiento, la situación mejora. Pero, a veces… puede durar más… Bueno, me parece que estas cosas no se pueden saber de antemano. Varían. Como todos los problemas mentales.
Era más sencillo reconocerlo. Nadie sabe verdaderamente en qué consiste la depresión ni cómo combatirla. Me decía que podía ocurrir cualquier cosa y me imaginaba lo peor, claro. El devenir de los acontecimientos me sorprendería más adelante, pero en ese momento me sentía perdido. No sólo yo, también mi padre. Volvió a ofrecerme un café, y le dije que sí. Volvió a ofrecerme una galleta, y le dije que sí. Dejamos pasar un silencio, y luego anuncié:
—Creo que la abuela planeó su fuga.
—¿Qué?
—Estoy seguro, incluso.
—¿Por qué lo dices?
—Nunca fue a la peluquería. Hace meses que junta el dinero que le vas dando.
Le conté a mi padre mi visita a la peluquería. Esa información confirmaba nuestro presentimiento. Nuestra angustia se atenuó; mi abuela seguía viva, podíamos temer que se cayera o que le ocurriera algo grave, pero las ideas sórdidas en las que habíamos pensado al principio ya no tenían razón de ser. Pero la verdad seguía siendo difícil de aceptar: se había marchado sin avisarnos. Para ella nos habíamos convertido en extraños. Se había marchado por propia voluntad. Ello me asustaba y me fascinaba a partes iguales. Sí, creo que en ese momento sentí admiración por ella.