5

Visitaba a menudo a mi abuela. Al llegar, siempre la encontraba sentada. ¿Estaría absorta en sus pensamientos? Lo ignoro. Con la mirada en el vacío, parecía como perdida en la ausencia. No sé cómo hacen los ancianos para matar el rato. La veía por la ventana, pero ella no me veía a mí. Es el inconveniente de vivir en un bajo: uno no puede ocultar su inactividad. Mi abuela era como una muñeca de cera en un museo polvoriento. Mientras contemplaba su inmovilidad, el mundo entero parecía detenerse. Las épocas se confundían en mi cabeza. Quería ser el niño al que ella cuidaba los miércoles por la tarde; quería retroceder en el tiempo, devolverle el sabor de los días en que era alguien útil. Desde que mi abuelo había muerto, su mundo ya no existía. ¿Qué podía hacerle levantarse cada mañana? ¿Qué esperanza en el futuro se puede tener a los ochenta y dos años? ¿Cómo se vive sabiendo que el porvenir es algo que se va reduciendo de hora en hora? ¿Cómo puedo saberlo, yo que lo espero todo de la vida? Espero el amor, la inspiración, la belleza del azar e incluso ganar el próximo mundial de fútbol. Ese día, antes de llamar a la puerta, seguí observándola un rato más. Esa imagen de lago en calma me dejaba sin palabras. Me dije que la muerte anticipa su paso, amplía su ámbito de influencia atacando los últimos años de una vida. Veía la huida en su mirada. Sin embargo, en cuanto oyó el timbre, se levantó para abrir. Al verme me dedicó una gran sonrisa. Entré en el salón, y ella se precipitó a la cocina para prepararme un café. Yo había sido testigo de los momentos precedentes, ella no lo sabía y, de golpe, me ofrecía una extraña farsa. Era una actriz que interpretaba para mí la comedia de la vida.

En el salón nos sentábamos en los dos sofás, frente a frente. Nos sonreíamos con cariño y no teníamos nada que decirnos. Pasadas las primeras preguntas sobre qué tal había ido el día, sobre la familia, cómo estás, yo bien, y tú, nos sumíamos en el vacío de las palabras. Pero a mí no me incomodaba. Con mi abuelo pasaba igual los últimos años. Estamos ahí, cerca de ellos. Y con eso basta, ¿no? Yo interpretaba el papel del buen nieto, encontraba a veces un par de anécdotas con las que robar unos segundos, comerle algo de terreno al silencio. Pero nunca buscaba hacer esfuerzos artificiales. Estaba en familia, no en una situación social. Otros días, no sé bien cómo ocurría pero el caso es que éramos capaces de hablar sin parar. Mi abuela volvía a ser la de siempre, llena de energía y de vida. A menudo esas conversaciones tenían que ver con los recuerdos. Me hablaba de su juventud, de mi abuelo e incluso de mi padre, un tema que no me interesaba demasiado. Yo prefería los relatos de la guerra, de la cobardía vulgar, los relatos que hacían que la escuchara como quien lee un libro apasionante. Me contaba la vida en los tiempos de la ocupación alemana. Hay pasados extremadamente carismáticos que se niegan a admitir que su tiempo quedó atrás; el ruido de los centinelas alemanes en las calles forma parte de esa categoría que nunca tiene fin. Siento que mi abuela los sigue oyendo. Es para siempre esa joven enterrada en un sótano, acurrucada junto a su madre, obligada al silencio por el miedo y el estruendo de las bombas. Es esa niña asustada por no volver a tener noticias de su padre, esa niña que piensa que tal vez ya sea huérfana…

… la inmensa delicadeza de mi abuela la impulsaba a interrumpir sus recuerdos cuando se hacían demasiado duros. De pronto me preguntaba: «Bueno, y ¿qué tal tú? Cuéntame cosas de tu hotel». No había mucho que contar, pero su forma de preguntarme me llevaba a inventar. Quizá nació así mi gusto por la ficción. A los niños se les cuentan cuentos; yo los cuentos se los contaba a mi abuela. Me inventaba peripecias en el hotel, clientes estrafalarios, dos rumanos con tres maletas, y hasta yo mismo empezaba a creerme esa vida trepidante que no era la mía. Luego me despedía de mi abuela y volvía a mi hotel para afrontar la tranquilidad de la verdad.