25

Me reuní enseguida con mi padre en la residencia. En el metro no dejaba de pensar en sus palabras. Mi abuela había desaparecido, eso era lo que me había dicho. Como lo conocía bien, a él y a su perpetua vacilación verbal, siempre he pensado que era la clase de persona que anunciaría así el fallecimiento de su madre: Se ha marchado, o Nos ha dejado, o Ha desaparecido. Pienso incluso que podría haberse limitado a decir: Se acabó. No podía imaginar que me dijera: Tu abuela ha muerto. Enseguida había percibido su llamada mañanera como un derrape en nuestra rutina. A mi padre y a mí nos unía una serie de momentos precisos y grabados, nunca sorprendentes, una especie de autopista de las relaciones humanas. No me había equivocado al captar desde el principio el carácter dramático del momento. «Tu abuela ha desaparecido», sí, eso fue lo que me dijo. Y me repito aún esa frase. En ningún momento se me ocurrió interpretarla de forma literal, despojándola de su dimensión de precaución púdica. Después de un silencio, que seguramente dejó para darme tiempo a digerir la primera información, añadió: «Ha desaparecido de verdad. No ha dormido en su habitación, y en la residencia no saben dónde está». Mi padre tenía, pues, la capacidad de emplear a veces las palabras adecuadas.

El metro progresaba en su movimiento inmutable[5], y yo me sentía como flotando; seguramente porque aún no había dormido. Observaba el nombre de las estaciones; por primera vez, leía de verdad los letreros. Hay momentos en que lo que vemos todos los días se nos aparece de pronto bajo una luz diferente; la naturaleza dramática de aquella mañana ofrecía una especie de posteridad absurda a lo insignificante. Y también los pasajeros con los que me cruzaba se convertían en personalidades en mi memoria, liberándose de pronto de su anodino anonimato. Por grande que fuera la emoción que me embargaba, son los momentos más fáciles de escribir pues la memoria esta intacta. Está llena de detalles inútiles, y no tengo más que inclinarme para recoger el fruto de la escena. Esa escena que sigue desarrollándose ahora que ya he llegado a la residencia y descubro el rostro de mi padre: sus facciones sólo denotan pánico. Recuerdo mi asombro al encontrarlo así, sin saber que hacer, sin saber si tenía que ponerse furioso o abandonarse a la debilidad de la angustia. Al verme se me echó casi literalmente encima para relatarme los hechos. Sus frases se desbordaban unas sobre otras en una precipitación nerviosa, y yo me esforzaba por espaciarlas mentalmente para comprenderlas mejor, como alguien que tratara de separar a dos personas enzarzadas en una pelea.

Unos minutos más tarde estábamos en el despacho de la directora de la residencia. Se tomó el tiempo de repetirme lo que ya le había contado a mi padre. Hay que decir que no había nada que añadir, ningún elemento nuevo, por lo que mi llegada le permitía enmascarar su incapacidad para decidir qué hacer. Estaba incómoda; veía que le temblaban los labios, hasta el punto de que las palabras tropezaban en su boca. Esa mujer, a la que yo había visto siempre asentada en la seguridad de su autoridad, se resquebrajaba ahora ante mis ojos. Seguramente tenía mucho miedo de que la desaparición de mi abuela se convirtiera en un asunto sórdido que arruinara la reputación de su establecimiento. El suicidio del que yo había sido testigo indirecto la había afectado menos por la sencilla razón de que una mujer que se tira por la ventana de su habitación no era responsabilidad suya. Después de todo, ¿quién puede evitar que alguien se mate? Pero, en lo que concernía a mi abuela, quizá hubiera un fallo en el sistema, sobre todo teniendo en cuenta el tiempo que les había llevado constatar la desaparición:

—Sabemos que estaba aquí a la hora del almuerzo. Sí, eso lo sabemos seguro. Y luego, esta mañana… como el desayuno se sirve en las habitaciones… hemos visto…

—¿Y anoche? —quise saber yo.

—Anoche… aparentemente no estaba en su mesa habitual.

—¿Entonces? ¿Alguien tiene que haber ido a verla a su habitación, no? —se impacientó de repente mi padre.

—A veces ocurre que los residentes no tengan ganas de bajar a cenar. O que se acuesten temprano…

—¿Y no lo comprueban? ¿Nadie va a verlos si no bajan al comedor?

—Sí… sí… normalmente sí… pero una de nuestras empleadas no estaba… ayer… Estaba enferma, y es quien suele ocuparse de…

—¡De modo que nadie comprobó nada! Pero ¿se da usted cuenta de su responsabilidad? Si lo hubiéramos sabido anoche, ahora todo sería diferente. Quizá se haya caído en la calle… ¡ha pasado la noche entera fuera!

—Sí, si lo sé… pero bueno… si hubiera ocurrido un accidente… nos habríamos enterado… habrían encontrado el…

—¡Habrían encontrado ¿el qué?!

—Mire, señor, lo siento mucho. Haremos todo lo posible para resolver la situación… pero no pierda la calma.

—¡Si ni siquiera saben a qué hora salió!

¡Es que esto no es una cárcel! ¡No llevamos cuenta de las entradas y salidas de los residentes!

La directora terminó por decantarse por la agresividad. Ésa es siempre la defensa de los culpables. Yo cogí a mi padre del brazo para intentar calmarlo. Su arrebato me había sorprendido, y aliviado también. Quería que tomara las riendas de la situación. Yo me sentía débil, muy débil, me angustiaba terriblemente no saber dónde estaba mi abuela. En ese momento hasta el escenario más cruel me parecía plausible. Pero de nada servía enfadarse con la directora, impotente, más valía salir a buscarla. Alguien quizá hubiera visto algo.

Al cabo de unos minutos, dije: «Tenemos que ir a la policía». Inconscientemente, ambos debíamos de estar apartando de nuestras mentes esa idea, siempre asociada a un crimen o, en todo caso, a algo muy grave. Nos dirigimos a la comisaría más cercana. Una vez allí, nuestra decisión nos pareció absurda. Ahí estábamos los dos, padre e hijo, esperando que la policía nacional pudiera encontrar a una persona a la que queríamos; una mujer muy mayor que se había volatilizado. Justo antes de hablar con el primer policía, sentado frente a nosotros, le pregunté a mi padre:

—¿Y mamá? ¿Por qué no ha venido?

—… Tu madre… no está bien en este momento.

No contesté. Esa frase me dejó perplejo. Como ya he dicho, mi padre no anunciaba nunca nada de manera tan directa. Pronto descubriría que llevaba semanas tratando de ocultarme el estado de mi madre, de protegerme de alguna manera; estaba a punto de descubrir su capacidad de ser bueno conmigo, y ello me conmovería. Pero, dado el contexto, ya no se podía seguir edulcorando la realidad. Estábamos sumidos en esa brutalidad que hace imposible toda aproximación y todo rodeo a la hora de abordar la verdad. No tardaría en enterarme de lo que le ocurría a mi madre. Yo no había visto venir nada. En el fondo, criticaba la estrechez afectiva de los demás, pero podía empezar a preguntarme si yo mismo, bajo mi apariencia de preocupación por el prójimo, no tenía también tendencia a ir por la vida de manera más bien autónoma. Yo, y sólo yo, era responsable de esa soledad tan mía, que constataba con regularidad. Era hijo de mi época, ese tiempo en que ninguna idea es ya lo bastante fuerte para vincularnos unos a otros. La guerra, la política, la libertad e incluso el amor son luchas que se han vuelto pobres, por no decir inexistentes. Somos ricos, pero lo que poseemos en abundancia no es más que un gran vacío. Y hay algo de comodidad en todo eso, como hay algo de belleza en un adormecimiento progresivo. Mi malestar no resulta ácido. Viaja ligero de equipaje. Al descubrir el sufrimiento de mi madre, todo me parecía coherente; si no había visto nada hasta entonces era porque vivía en el rellano de la realidad.

Esa misma realidad a la que ahora me enfrentaba, en esa comisaría. Hay algo fascinante a veces en el rostro de los policías: esa capacidad que tienen de que parezca que nada los asombra nunca. Se enfrentan en su día a día a las cosas más raras posibles, a los actos más retorcidos, por lo que el amplio espectro en el que se mueve el comportamiento humano no suscita ya en ellos la más mínima sorpresa. Podríamos haberle anunciado al policía que mi abuela se había ido a la Luna a preparar una musaka de queso de cabra, y su reacción habría sido la misma.

En el fondo, creo que el papel del funcionario que está en primera línea en una comisaría es el de desalentar al ciudadano que viene a poner una denuncia. Es como un segurata apostado en la puerta de una discoteca, él decide a qué denuncias da el visto bueno y a cuáles no.

—¿Su madre es mayor de edad? —le preguntó a mi padre, y yo no acerté a distinguir si nos estaba tomando el pelo o si la burocracia le había corroído el cerebro.

—¿Qué?

—Le pregunto si su madre es mayor de edad.

—Pero… si es mi madre… ¿cómo quiere usted que no sea mayor de edad?

—Aquí las preguntas las hago yo.

—¿Me está tomando el pelo?

—Mire, caballero, no siga hablándome en ese tono o llamo a mis compañeros. Le estoy haciendo una pregunta muy simple, y si no quiere contestar, ahí está la puerta.

—Bueno… bueno… Sí, mi madre es mayor de edad.

—En ese caso no podemos hacer nada por usted.

—¡Pero tiene casi noventa años! Tiene que estar en peligro a la fuerza. Hay que ayudarla. Hay que hacer algo. No sé qué. Habrá que emitir una orden de búsqueda, ¿no?

—Eso no es posible, caballero. Me ha dicho que es mayor de edad. No se emite una orden de búsqueda para una persona mayor de edad.

—¡Pero, caray! A esa edad… ¡no se puede decir que sea mayor de edad!

—Haga el favor de calmarse, caballero.

Le susurré a mi padre al oído que era mejor no perder los nervios. Era obvio que estábamos tratando con un idiota que quería sacarnos de nuestras casillas. Nos quedamos ahí plantados, como tontos, incapaces de tomar una decisión. Al cabo de un rato, el agente nos preguntó si necesitábamos algo más, pero no contestamos. Creo que nos iba a pedir que nos marcháramos, pero entonces rodó una lágrima de los ojos de mi padre. Sin duda era una lágrima más de ira y de impotencia que de tristeza. Una lágrima de rabia, y sobre todo de rabia contra nosotros mismos. Pronto llegarían sus hermanos, y podría compartir con ellos el peso de las decisiones, de las gestiones que hacer y, sobre todo, aquel inmenso sentimiento de culpa. Pues se daba cuenta en ese momento que se hallaba frente a la encarnación humana de la anestesia, que todo estaba escrito de antemano; que la huida de mi abuela, pues sólo podía tratarse de eso, era una huida anunciada. El día que se había instalado en la residencia había empezado la sórdida cuenta atrás del drama que ahora vivíamos.

Ante esa imagen de un padre y un hijo inmóviles y asustados, el policía dijo por fin:

—Voy a llamar a un compañero. Él tomará nota de su denuncia. Intenten pensar en el mayor número posible de detalles que puedan ser de utilidad.

—…

Ánimo añadió, de manera sorprendente. Me dejó pasmado. Su compañero parecía un poco más simpático, pero en el fondo se veía que anotaba los detalles sólo para complacernos. Para fingir que hacía algo por nosotros.

—¿Qué piensan hacer? —preguntó mi padre.

—No se puede hacer gran cosa. Voy a avisar de la desaparición a las comisarías cercanas, por si acaso. Bueno… puede ser útil.

—¿No puede enviar un coche patrulla? ¿Preguntar a la gente?

—¿Se imagina que hiciéramos eso por cada persona que no dice dónde está?

—Pero esto es distinto… Mi madre es muy mayor…

—Ya lo sé, caballero, pero no se puede abrir una investigación así como así…

—Entonces ¿qué? ¿Tengo que traerles el cadáver de mi madre para que abran la investigación? ¿Es eso?

El segundo policía nos invitó a marcharnos. Una vez en la calle, ambos teníamos la sensación de haber desperdiciado una hora de un tiempo precioso. Entonces sonó el móvil de mi padre. Era la directora de la residencia:

—Sólo le llamo para decirle que el té de su madre sigue sobre su cómoda. No se lo ha bebido.

—Ya, ¿y qué me quiere decir con eso?

—Pues que seguramente abandonó la residencia antes de la merienda. O sea, antes de las cuatro de la tarde… de ayer. Nada, sólo quería decirle esto…

—Ah… gracias…

—Voy a convocar una reunión con todo el personal para ver si puedo reunir más información.

—De acuerdo. De acuerdo —farfulló mi padre antes de colgar.

Estuvimos dudando si marcharnos cada uno por un lado, como en una batida, para agrandar el territorio de búsqueda, pero al final preferimos caminar juntos, sin saber muy bien por qué calle empezar.