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Un recuerdo de Gastón Martínez

Hace varios decenios, Gastón Martínez se vio atrapado en una tormenta sentimental. Era un boxeador que había dejado huella en los tiempos de antes de la Segunda Guerra Mundial (algunos recordarán su combate mítico contra el franco-argentino Raoul Pérez), y que decidió interrumpir su carrera por amor. Su entorno, su entrenador, su familia, todo el mundo criticó su decisión, pero fue en vano: se había enamorado perdidamente, un flechazo total. Bueno, la palabra «flechazo» quizá no sea la más adecuada puesto que la chica en cuestión no era sino su compañera de juegos de la infancia. Sentía como si ya hubiera nacido enamorado de ella. Su prometida sufría demasiado al verlo en el ring, así que decidió poner fin a su calvario y a su temor de acabar con un hombre con la nariz rota. Porque lo encontraba tan guapo…

Éléonore era maestra, y a los dos les gustaba leer por las noches las redacciones de los alumnos. Aunque Gaston se había ganado la vida con las manos, era un hombre inteligente. El ardiente amor que sentía por Éléonore nunca se había enfriado, y ahora tenían una niña, llamada Ana en honor a Ana Karenina. Entonces conoció a otra mujer. Gaston no pensaba que pudiera ocurrirle algo así. Era consciente de que las mujeres lo miraban, pero se sentía inaccesible. Se sentía protegido por su evidente monogamia. Debería haber comprendido enseguida que no tenía nada que ver con la razón, que esa mujer que acababa de mudarse a su edificio, esa mujer que se llamaba Lise y que se iba a convertir en su Lise, socavaba todas sus certezas. Recordaba con espanto esa parte de su vida, torturado entre dos mujeres, entre dos vidas. Mintiendo a una y convirtiendo a la otra en cómplice de su mentira. Le parecía que lo que le ocurría era el peor de los castigos: amar a dos mujeres a la vez. Durante semanas vivió atormentado por eso. Perdió peso, no sabía qué hacer para salir de esa trampa. Perder a Éléonore le parecía imposible. Perder a Lise, también. Por fin tomó una decisión, una decisión que no soportaba juicio alguno pues era la única posibilidad que su cuerpo admitía: resolvió marcharse, abandonar Francia. Incapaz como era de elegir a una de las dos mujeres, las dejó a las dos.

Unos meses más tarde, volvió a su casa. Así, por las buenas, una noche entró en su salón. Su mujer estaba ahí, exactamente como el día de su partida, el tiempo no pasaba por ella; estaba callada, y ese silencio la embellecía. Sin decir nada, se fueron a la cama. Unos minutos antes, al entrar en el portal, Gaston se había fijado en que el nombre de Lise había desaparecido de los buzones. Ya nunca volvería a saber de ella. Gaston se sentía bien, no entendía por qué había pasado por ese trance, ese trance que ahora tenía que olvidar. No lo conseguiría, claro. Pero el dolor se había desvanecido por fin. En mitad de la noche, Éléonore encendió la luz. Quería ver al hombre al que tanto había añorado. ¿Tal vez pronunció palabras de rencor o de dolor? Qué va, se limitó a decir: «Amor mío, eres tan guapo…»