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Un recuerdo de esa mujer rusa cuyo nombre ignoro

Pasó gran parte de su infancia en San Petersburgo, a menudo sola con su madre. Su padre era industrial y viajaba mucho, sobre todo a Parts. Al volver siempre le traía regalos, desde un frasco de perfume Guerlain hasta una reproducción de la Torre Eiffel, desde un libro de Balzac hasta unos pasteles de Ladurée. En su imaginación, ese país era el de su padre, y ello iba adquiriendo una dimensión casi mágica. Ocurre a veces que el amor que siente un niño por un familiar es inversamente proporcional a su presencia. Sin embargo, un día pensó que la ausencia de su padre era más larga que de costumbre. No podía imaginar que nadie se atrevía a decirle que su padre había muerto en un accidente de tráfico meses antes. Nadie podía imaginar tampoco que al tratar así de ahorrarle una tristeza la estaban sumiendo en un mundo incierto. Un mundo que se vendría abajo en cuanto le revelaran la tragedia ocurrida. Toda la adolescencia tendría un sentimiento de rabia en el cuerpo y no abandonaría la obsesión de ir a París. Lo cual haría una vez llegada a la edad adulta. Esa ciudad era para ella el recuerdo de su padre. Iba con regularidad, como para recogerse. Los Campos Elíseos, la calle Oberkampfo la avenida Kléber, todo era como los senderos de un inmenso cementerio urbano. El alma de su padre estaba ahí, seguro. A veces sentía que la realidad se le escapaba, y de pronto tenía que agarrarse a algo; entonces era capaz de llamar por teléfono a quien fuera para comprobar que, al otro lado de la línea, había una voz humana.