57
Tras esa etapa en que Louise necesitó silencio para asimilar nuestro encuentro, retomamos nuestra relación. De nuevo, no parábamos de hablar. Nos pasábamos el día escribiéndonos. En cuanto vivía algo, sólo estaba feliz de vivirlo porque automáticamente se transformaba en materia que compartir con ella. La angustia agotadora de las primeras semanas se iba atenuando progresivamente, y yo recuperaba un estado normal. Louise solía venir a verme los fines de semana, y yo me lanzaba sobre ella. La nostalgia acumulada durante los días que habíamos pasado lejos el uno del otro aumentaba el deseo. Avanzábamos hacia una sexualidad cada vez más libre. Yo le preguntaba sus fantasías, y ella me susurraba peripecias eróticas que yo escuchaba encantado. Jugaba a ser mi juguete. Me decía: «Soy tuya, hago todo lo que quieras, soy tu cuerpo que te recibe y soy tu boca que te bebe». Se alisaba el pelo, se ponía una diadema, se dejaba los tacones, susurraba unas palabras en alemán y me decía: «Oh, sí, cuánto te deseo». Era fantástico ese tiempo del erotismo ácido, en el que las horas pasaban con tanta rapidez como se demora el goce. Los meses transcurrieron así, con la agenda disociada de nuestro amor: entre semana, el espíritu, y el fin de semana, el cuerpo.
En primavera tuvimos una conversación concreta. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Cómo queríamos llevar nuestra vida? Le dije que podía mudarme a Étretat, encontrar un trabajo cualquiera allí, poco importaba. Y el resto del tiempo… aprovecharía para escribir. Sí, todavía hablaba de escribir, cuando ya no escribía una línea. Y cuando ya no sentía el más mínimo deseo de hacerlo. Decía que escribía porque tenía la impresión de que a Louise le gustaba que escribiera. Empezaba a pensar que todo eso no había sido sino una fantasía: el capricho de un hombre que no duerme bien por las noches. Ella me susurraba. «Léeme fragmentos de tu novela». Me decía esas palabras con tanta dulzura… Habría podido enseñarle una hoja en blanco y sentirme el mejor de los novelistas. Yo era un mundo en su deseo, y ello me imponía una responsabilidad inmensa: la obligación de no decepcionarla. Seguía diciéndome: «Podrás escribir, allí estarás bien para escribir». Me imaginaba entonces paseando por la playa, azotado por el viento, construyendo la estructura de una novela ambiciosa. Pero luego me imaginaba a mí mismo por las noches, sin nada que contarle, y lo triste que sería eso. Sentía que me exponía mucho más yendo a su terreno, así que le propuse la idea de venirse ella a París. Y, para que pudiéramos vivir dignamente, aceptaría el ofrecimiento de Gérard, el de convertirme en gerente del hotel. A decir verdad, no tenía más opciones. La vida laboral se había vuelto muy complicada. Tenía amigos que no sabían qué hacer una vez concluidos sus estudios, por muy brillantes que éstos fueran. Ya no podías correr el riesgo de oponerte a lo concreto (nuestra época). Estaba atascado en la certeza de que las oportunidades eran escasas y que había que cogerlas al vuelo. Podría organizar mi tiempo y el personal a mi cargo como quisiera. Louise dijo: «Es una buena idea». No, dijo: «Es una idea maravillosa». De verdad parecía gustarle la idea del hotel, así como la idea de venirse a vivir a París. Cuanto más hablaba de esa opción, más se animaba. Viviríamos juntos. Y ofreceríamos habitaciones a sus amigos, a su familia y a todo aquel que viniera a visitarnos. La vida sería sencilla.
—Pero ¿tú encontrarías fácilmente un trabajo en Paris? —pregunté simplemente, sin sospechar lo que esa pregunta iba a acarrear.
—Sí, puedo pedir un traslado… Los conceden cuando un cónyuge tiene que seguir al otro.
—Pero nosotros no estamos casados.
—Pues ¡casémonos!
Lo dijo así, como si nada. Yo, como postadolescente romántico que era, siempre había imaginado que le pediría la mano a mi mujer de rodillas, anillo en mano. Ella acababa de arruinar mi fantasía. Sin embargo, seguíamos diciendo, casi como un juego. «¡Sí, casémonos, sí, sí, sí!…» Estábamos en nuestra habitación. Me precipité al minibar y descorché el benjamín que había en su interior. Me subí de pie a la cama y grité: «¡Por mi mujer!» Ella subió también y me besó, exclamando: «¡Mi marido! ¡Mi marido!» Y entonces salimos, en mitad de la tarde, en mitad de ese sábado por la tarde, a recorrer París. Anunciamos la noticia a unos cuantos amigos, y también a algunos viandantes, pues todos y cada uno de ellos eran amigos nuestros aquel día. Entrábamos en los bares y lo celebrábamos con quien quería celebrarlo. La idea de casarnos había surgido así, como algo pragmático, pero nos había llenado a ambos de una extraña alegría. ¡Estábamos felices por casarnos! Nos gustaba la idea de hacer una fiesta. No nos parecía algo aburrido, creo incluso que no lo considerábamos un compromiso eterno. Caminábamos por la calle, hollábamos nuestra juventud y nuestra belleza, bueno, nuestra juventud y su belleza, recuerdo cómo caminábamos por nuestra ciudad, caminábamos sin parar y parecíamos una fotografía. Y yo pensé tontamente que nada podría detenernos.
Fuimos a una tienda de vestidos de novia. Estábamos bastante borrachos, pero teníamos que elegir el vestido enseguida. Cuando Louise quería probarse uno, me señalaba otro distinto; su dedo no tenía puntería. La vendedora trataba de tranquilizarnos diciendo: «Miren, una boda es algo importante. Es el día más feliz de sus vidas, por lo que hay que prepararlo con seriedad». En su forma de devolvernos al buen camino tenía un aire como de niña buena y aplicada. Cuanto más seria se ponía, más nos entraba la risa a nosotros. Al final reservamos el más bonito y el más caro de toda la tienda (me daría cuenta al día siguiente). Louise sería una novia preciosa, Louise sería mi mujer. Por mi parte, me compré una corbata bonita. Una bonita corbata amarilla. Cuando ya nos íbamos, dije:
—Tengo que avisar a mis padres.
—Espera… proponles que vayamos a comer a su casa mañana. Será mejor anunciárselo así que por teléfono.
—Sí, tienes razón.
Llamé a mis padres. Mi madre me dijo que nos recibiría encantada al día siguiente. Estaba más bien sorprendida pues no iba a verlos a menudo, pero bueno, no parecía demasiado mosqueada. Después de todo, esos últimos días había ido a verla alguna que otra vez. Solíamos almorzar juntos, íbamos a ver exposiciones. Se había recuperado del todo de su depresión. Sin embargo, mi padre me llamaba de vez en cuando para decirme: «Tu madre me tiene frito». Ella, por su parte, me decía: «A tu padre es como si le faltara un hervor. Apenas sale de casa, se queda todo el día ahí apoltronado sin decir nada, como atontado». Sí, de verdad me decían eso. Sus peleas eran culinarias. Creo que ambos tenían altibajos, pero que poco a poco iban adecuándose a esa nueva era de sus vidas. Mi padre había entendido ciertas cosas y se había puesto las pilas para buscarse actividades. Cerca de su casa había un cineclub al que se había apuntado. Al principio me sorprendió porque nunca le había interesado mucho el cine. Su película favorita debía de ser Titànic o El Padrino, pero ahora de repente me hablaba de Antonioni y de Ozu. Un día me dijo, con aire concentrado:
—¿Te has fijado en el arte de la elipsis en La aventura?
—Es bastante difícil fijarse en un arte de la elipsis —contesté yo, en un intento por hacerme el gracioso; pero él no pilló el chiste. Estaba cambiando mucho, pero tampoco había que esperar a que de repente tuviera sentido del humor. Empezaba a tomarse muy en serio el cine italiano. Compartía esa nueva pasión con mi madre, y, lo último que había sabido de ellos era que querían ir juntos al festival de Venecia. Lo cual demostraba que no había nada imposible.
El domingo por la mañana nos despertamos con una resaca espantosa. Miré a Louise un momento antes de preguntarle:
—¿Quieres un café?
—Sí… vale.
—¿Quieres un cruasán?
—Sí… vale, también.
—… ¿Y…?
—¿Qué?
—¿…Sigues queriendo casarte?
—Sí… sí…
Me besó para decirme el tercer sí. Veía perfectamente en su mirada al despertar que había olvidado por completo nuestra locura del día anterior, pero parecía seguir haciéndole feliz nuestra decisión. Nos preparamos para ir a casa de mis padres. Era un momento muy especial. Iba a llevarla a la casa donde había vivido de niño. Una casa en la que conservaba muchos recuerdos de mi adolescencia, y a la que ahora volvía a almorzar, como adulto que era ya. Volvía para anunciar mi boda. Mi vida parecía tener hoy una importancia desmesurada, no por el anuncio de la boda en sí, sino simplemente por la idea de que evolucionamos bajo la mirada del niño que hemos sido.
Louise estaba nerviosa, pero no había motivo. Mis padres se alegrarían mucho, seguro. Iban a tener algo concreto en lo que pensar durante meses (era con lo que soñaban ambos). Iban a sentirse útiles organizando la ceremonia. Además, les gustaba Louise. Cada vez que la habían visto les había encantado su presencia y su amabilidad. Cuando la llevé a conocer a mi padre, descubrí en la mirada de éste una pizca de sorpresa: «¿Cómo puede una chica así estar con mi hijo?» Sí, eso fue lo que leí en sus ojos. No sabía qué conclusión sacar: ¿la encontraba maravillosa, o me tenía en muy poca estima? Me inclinaba por la primera opción, sin dejar de subrayar que la segunda era bastante probable también, dada su actitud conmigo desde siempre. En cuanto a mi madre, creo que le sorprendió no encontrarle a Louise un defecto importante, una tara insalvable, algo que le pusiera fecha de caducidad a nuestra unión. Parecía fascinarla que todo fuera bien entre nosotros, que nos entendiéramos de maravilla y que compartiéramos un amor sincero con una sencillez desconcertante. Vamos, que mis padres parecían alegrarse por mi. Nunca los había visto muy implicados o entusiastas por nada, pero la sola mención de Louise, como un milagro inesperado, suscitaba en ellos una suerte de benevolencia.
Al salir de la estación de cercanías había que subir una pequeña cuesta. Hay que reconocer que para nosotros era un esfuerzo sobrehumano después de nuestro sábado de borrachera. Muy cerca ya de casa de mis padres nos detuvimos para mirarnos. Le dije: «Qué guapa eres. Contigo resulta imposible considerar el domingo como un día de descanso». Ella hizo una mueca que quería decir: «Estás de la olla». Decididamente, las metáforas culinarias se contagian. Pero prefirió contestar: «Tú en cambio tienes muy mala cara». Ahora me tocó a mí hacer una mueca. Entonces ella me besó. Ya lo sé: tengo tendencia a anotar cada vez que me besa, pero no hay que preocuparse, no durará: pronto olvidaré mencionar sus besos, o, simplemente, éstos ya no serán tan frecuentes.
—No podemos presentarnos allí con las manos vacías —dijo Louise.
—Vamos con una gran noticia, que no es poco.
—No, hacen falta flores. Flores de color naranja, eso estaría bien.
Seguramente tenía razón. Fuimos a la floristería de la esquina. Señalándome, Louise le dijo al florista: «Vamos a anunciarles a sus padres que nos casamos. Así que necesitamos un bonito ramo, no un ramo demasiado grandilocuente, no un ramo que haga sombra a la noticia que les vamos a dar». El florista nos felicitó e hizo un trabajo perfecto. Unos minutos después, nos encontrábamos en el umbral de casa de mis padres. Louise estaba guapa, yo tenía mala cara, y llevábamos nuestro bonito ramo naranja, un ramo que tenía la elegancia de no hacerle sombra a nuestra noticia.
Llamé a la puerta. Como nadie acudió a abrir, volví a llamar. Seguía sin venir nadie. Empecé a extrañarme, a esperar que no hubiera ocurrido nada grave.
—Habrán salido a comprar algo —dijo Louise.
—¿Tú crees?
—Sí, se les habrá olvidado comprar el vino… o el postre. No te preocupes.
Quizá fuera eso, pero no entendía por qué habían salido los dos a hacer una compra de última hora. Cuando ya me disponía a llamarles por teléfono, oí pasos. Mi madre abrió la puerta, y no me atreví a decir nada. ¿Por qué habían tardado tanto en abrirnos? Creo que Louise y yo pensamos en lo mismo. No me apetecía decirme… que quizá… justo los habíamos interrumpido en pleno… No sé por qué… pero esa idea me asqueaba un poco… Bueno, dejémoslo, dejémoslo. Mejor avancemos por el pasillo. Mi madre cogió las flores, diciendo que eran muy bonitas. Y, mirando a Louise, añadió: «Como usted». Justo después me miró a mí, yo adiviné lo que estaba pensando y dije: «Sí, ya lo sé, hoy tengo mala cara».
La seguimos hasta el salón. Mi padre estaba allí sentado. Bebiendo. Y de verdad no tenía en absoluto el aspecto de alguien que acaba de mantener relaciones sexuales. Algo no cuadraba en la sucesión de los últimos minutos, pero bueno, estaba acostumbrado, en mi familia las cosas solían ser así, un poco extrañas. Después de todo, mi madre acababa de volver de un viaje hacia la locura. No había traído champán porque sabía que mi padre abría siempre una botella a la hora del aperitivo. Pero hoy no había ni rastro de champán. Le pregunté si iba todo bien, pero no me contestó. Se contentó con una sonrisa algo crispada. Yo añadí:
—¿No vas a abrir una botella de champán?
—¿Champán? ¿Ahora?
—Pues sí… Es lo que bebemos siempre, ¿no?
—Sí, sí, claro…
Mi madre volvió entonces al salón, con las flores en un jarrón. Nos dijo otra vez: «Son muy bonitas», pero añadió también: «Qué lástima pensar que se van a marchitar». Hubo entonces un silencio. Las frases no respondían a ninguna lógica, no acertábamos a entendernos los unos a los otros. Mi padre le anunció a mi madre, como si fuera algo increíblemente pasmoso:
—Quiere que abramos una botella de champán.
—¿Champán? ¿Ahora? —contestó mi madre, con la misma entonación que mi padre.
—Estáis muy raros los dos —les dije.
—Sí, estaría bien que tomáramos una copa de champán hoy. ¡Tenemos algo que deciros! —exclamó Louise alegremente, para insuflarle algo de vida a ese domingo que, de pronto, se iba pareciendo cada vez mas a una eutanasia.
—Nosotros también… tenemos algo que deciros dijo mi madre en voz baja.
—…
—Sentaos.
Nos sentamos los dos. Las palabras de mi madre me habían dejado helado. Percibía que ocurría algo grave. Pensé que mi padre tenía cáncer. No sé por qué, pero de verdad pensé que sólo podía tratarse de eso. Con toda la mala sangre que se había hecho en los últimos meses no me extrañaba demasiado que tuviera metástasis. Lo miré, incapaz de decir una palabra. Mi madre zanjó entonces mi digresión mental, anunciando:
—Bien… no es fácil de decir… pero tu padre y yo hemos decidido divorciarnos.