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Un recuerdo del pintor del cuadro de la vaca

Por aquel entonces se hacía llamar Van Koon. Edgard Van Koon. Le parecía muy elegante tener un apellido holandés siendo pintor. Vivía en un estudio muy pequeño, lo que no le impedía tener una ambición desmesurada; o más bien: una inmensa esperanza de llegar a ser un gran pintor. Tenía veinte años y le gustaba pintar animales. Acumulaba cuadros en su casa, tanto es así que, entre tanto lienzo, ya no le quedaba espacio más que para el sofá en el que dormía. Había recorrido todas las galenas de la ciudad, en vano. Nadie quería su obra. Ya no tenía dinero para pagar el alquiler. La casera había llamado a su puerta en varias ocasiones ya, y cada vez fingía no estar en casa. Se había acostumbrado a andar con patucos de fieltro para no hacer ruido y no llamar la atención. Un día, la casera lo amenazó con desahuciarlo, por lo que no tuvo más remedio que abrirle la puerta. Al descubrir una habitación llena de cuadros, la mujer se conmovió. Pero tenía que pagar el alquiler. El joven reconoció estar pasando una mala racha, le resultaba difícil pagarle en ese momento, de modo que le ofreció un lienzo. Sí, le dijo, llévese el cuadro que quiera, se lo regalo hasta que pueda pagarle. La casera entró en el estudio y enseguida supo que nada de lo que allí había podría gustarle, de modo que, para acortar el suplicio de ambos, cogió el cuadro que tenía más a mano. Uno espantoso de una vaca. Él podía haberse sentido aliviado de que la casera aceptara el intercambio, pero no, al contrario: fue terriblemente doloroso para él. Vio compasión en su mirada. Poco después dejó de pintar, por esa mirada.

Treinta años más tarde, esa mujer tuvo que ingresar en una residencia. Sus hijos y sus sobrinos la ayudaron con la mudanza. No dejaban de decirle: «Sobre todo no te cargues mucho, llévate sólo lo más necesario». Entonces, para molestarlos, casi como una broma, fue a buscar el cuadro de la vaca que estaba guardado en el sótano desde hacía años, y dijo que se lo quería llevar a toda costa. Así fue como el cuadro acabó en la residencia. Nada más llegar, su dueña lo escondió detrás del armario de su habitación. Siete años después, a su muerte, en el momento de sacar los muebles, su sobrino descubrió el cuadro y lo dejó donde estaba. En lugar de tirarlo, a un empleado de la limpieza de la residencia se le ocurrió colgarlo en un pasillo.