Capítulo 1
Anunciar la buena nueva
Cuando tenía quince años, recibí la «llamada al ministerio». Sucedió una tarde durante una serie de encuentros «revivalistas» de una semana de duración a mitad de los 60 en el Centro Cristiano de Anaheim, en California. Esta iglesia se convirtió más tarde en el Centro Cristiano Melodyland cuando compraron el recinto de entretenimiento de Melodyland que queda en frente de Disneylandia. Esto fue durante el comienzo del Movimiento Carismático, un pentecostalismo de algún modo «respetable» dentro de las iglesias de la corriente principal, que ahora ostenta cientos de congregaciones independientes y asociaciones someras de iglesias independientes por todo el mundo, pero que por entonces existía principalmente como un fenómeno nuevo, salvaje, excitante e indefinido que despertó a un montón de congregaciones adocenadas. Los encuentros en nuestra iglesia carismática «llena del espíritu» eran intensos, estallaban con música provocativa y sermones emocionantes. La gente hablaba en lenguas[1] y practicaba curaciones por la fe, profecías (un mensaje divino contemporáneo), discernimiento («diagnosis» de lo que iba mal con alguien, como por ejemplo «espíritus malignos»), y otros «dones del espíritu» (charismata) detallados en el duodécimo capítulo de la Primera Carta a los Corintios que acompañan al «bautismo en el Espíritu Santo».
Mientras estaba sentado en esos encuentros, observando y participando, sentí un intenso deseo de cantar, rezar y adorar, y experimenté fortísimas sensaciones internas que por entonces sólo podía describir como «espirituales». Me sentía en comunión con Dios y sentía que me hablaba a través de Su Espíritu. Nunca había tenido esos sentimientos en ningún otro contexto, y como los había despertado el entorno «lleno de espíritu», supuse que estaba experimentando la confirmación de la realidad de Dios. Era una sensación muy real, y muy buena. Me habían enseñado, y yo lo creía, que las sensaciones espirituales no son necesarias, porque basta la fe para salvarte, pero estaba bien sentir algo tan maravilloso, suplementando mi fe.
Escuché sermones acerca de que el fin del mundo estaba cerca, y sobre que Jesús iba a volver «en cualquier momento» para llamar a sus seguidores y juzgar la tierra. Oí prédicas de la biblia sobre el mandato de Jesús diciendo «Id por todo el mundo; predicad el evangelio a toda criatura». Pensé que Dios me hablaba directamente.
No podía expresarlo por entonces, pero como quinceañero probablemente estaba empezando a preguntarme acerca de las decisiones que se avecinaban acerca de mi carrera. (Se suponía que las chicas no se planteaban esas cosas). Tanto si se le llama «espiritual» como «psicológico», tiene que haberme dado un sentido el ser capaz de responder a la pregunta de qué quería hacer con mi vida, evitando la lucha que tanta gente joven afronta. Decidí aceptar la «llamada» y hacerme ministro. Quería que el resto del mundo compartiera el evangelio, que se salvara, que conociera personalmente a Jesús, que su vida tuviera un significado y crear un mundo mejor. Me hacía sentir bien. Era satisfactorio. Tenía un propósito para mi vida.
Pensé que no tenía que esperar a la ordenación para empezar a predicar. Había «renacido»[2] y estaba «lleno del espíritu». Se me había «llamado para predicar», y como Dios es poderoso, no había razón para que no pudiera empezar a usarme inmediatamente. No había tiempo que perder, porque el mundo podría terminar en cualquier momento. Empecé a llevar mi biblia al colegio, a hablar a mis amigos sobre Jesús. Me uní a algunos grupos evangelistas que hacían excursiones misioneras de fin de semana a pueblos pobres de México, justo al otro lado de la frontera con California, un paseo en coche desde el área de Los Ángeles, donde pronuncié mi primer sermón a lo largo de la ribera polvorienta de una acequia en una aldea diminuta llamada Morelia. (No fue un sermón de verdad. Fue un párrafo memorizado en español, pero como estaba de pie en frente de un grupo de gente, imaginé que estaba predicando). Durante el verano hice viajes de una semana y de un mes hacia el interior de México y hacia el sudoeste, con grupos como YUGO (Youth Unlimited Gospel Outreach, Jóvenes por el Alcance Ilimitado del Evangelio), la Asociación Evangelista de Frank Gonzales y otros. Anticipando que me podría convertir en un misionero en México, me dediqué a dominar el español.
Mi profesor de español en el instituto de Anaheim era James Edwards. Todavía sigue allí, es el director de distrito del departamento de lenguas extranjeras. Había oído que Mr. Edwards era algún tipo de agnóstico o incrédulo. Esto fue poco después de la sentencia Schempp de la Corte Suprema en 1963 que eliminó los rezos y la lectura de la biblia de las escuelas públicas, así que los cristianos nos sentíamos con una herida reciente y muy sensibles sobre el asunto de la religión en nuestro campus. El instituto de Anaheim se vio forzado a terminar con la tradición de comenzar cada día con una oración transmitida a todas las aulas. Pero me imaginé que poseía una llamada que procedía de un nivel superior que la Corte Suprema, y llevé mi biblia al colegio con orgullo, asegurándome de colocarla sobre el resto de mis libros de modo que todos se dieran cuenta.
Muchas veces me llevaba dos biblias a clase: la Biblia del Rey Jacobo y otra en español. Cuando Mr. Edwards nos daba algo de «tiempo libre» para leer literatura en español, yo abría mi biblia Reina-Valera en español y mataba tres pájaros de un tiro: aprendía español, adoraba a Dios y me preparaba para mi carrera de misionero. Me fijé en que Mr. Edwards se fijaba.
Un día, cuando salía del aula, Mr. Edwards me llamó a su mesa y me dijo que quería hablar conmigo después de clase. Le dije que volvería al aula después del entrenamiento gimnástico. Estaba bastante seguro de que quería hablar sobre mi biblia en el aula, así que recé durante todo el día, mientras hacía gimnasia. Tras ducharme, templé mis nervios y entré en su aula. Cerró la puerta y volvió a su mesa, donde yo estaba de pie.
—Dan —me dijo—, me he dado cuenta de que has estado trayendo tu Biblia a clase.
—Sí —dije tragando con dificultad.
—Y me he dado cuenta de que la has estado leyendo en horas de clase.
—Es cierto —respondí, listo para entablar la batalla con Satanás. Era su mejor estudiante, así que no temía un discurso académico.
—Bueno, entonces —continuó, dudando—, quizás tú seas quien puede ayudarme.
No sabía qué quería decirme.
—¿Ayudarle, Mr. Edwards? —pregunté temiendo algún truco.
—Sí. Quizás puedas ayudarme a dar sentido a las cosas espirituales.
Todo su comportamiento cambió, y empezó a hablarme como un hombre humillado, de amigo a amigo, herido. Nunca lo había visto así. Me dijo que era agnóstico, pero que estaba empezando a darse cuenta de que tenía que haber algo «ahí afuera». Había visto y leído algo sobre PES (percepción extrasensorial) y otros fenómenos psíquicos, y estaba descubriendo que un punto de vista estrictamente materialista de la vida era poco realista e insatisfactorio.
—Dan, tú pareces tan confiado y feliz. Dime lo que crees.
De modo que le dije que creía en Dios, que Dios se revelaba en la Biblia, que todos éramos pecadores, que Dios envió a su hijo Jesús para que muriera por nuestros pecados, que podíamos confesar nuestros pecados y aceptar a Jesús como nuestro salvador y Renacer, convertirnos en «criaturas nuevas» sin culpa, con gozo y un propósito en la vida. Saqué partido de la oportunidad, diciéndole todo lo que creía. Me escuchó en silencio, y al terminar nuestro encuentro me dio las gracias y me dijo que quería oír más.
Después de esto nos reuníamos casi cada día, yo hablaba, él escuchaba. Seguí haciendo hincapié en la «realidad» de Dios, y en la diferencia entre los creyentes y los no creyentes. Nos hicimos amigos. A veces en los descansos entre clases me paraba en el pasillo y me preguntaba acerca de algún versículo de la biblia. Era consciente de mí mismo, sabedor de que algunos de mis amigos y también otros estudiantes nos miraban y se hacían preguntas.
Un día temprano, Mr. Edwards me encontró en el pasillo y me detuvo con excitación. Sonreía de oreja a oreja.
—Dan, tengo que decírtelo. ¡Lo he logrado!
—¿Qué ha pasado? —pregunté, sorprendido de que el muy importante jefe del departamento de lengua del distrito me tratase como a un amiguete.
—He aceptado a Jesús como mi salvador. Esta mañana cuando me apeaba del coche en el parking, me sucedió. Lo que decías sobre tomar una decisión consciente y deliberada para aceptar a Jesús cobró todo el sentido. Recé allí mismo, en el parking, y sucedió. Mis pecados están perdonados y ahora soy un hijo de Dios.
Después de esto nos hicimos «hermanos» en Jesús, y pasamos mucho tiempo comentando la Biblia. A pesar de la reciente decisión de la corte sobre los rezos y la lectura de la biblia en las escuelas, comenzamos un grupo de oración y estudios bíblicos en el campus. Sabíamos que no estaba permitido, así que dijimos que era un grupo «de comentarios y literatura española avanzada», y la primera, y única, obra de «literatura española» que comentamos fue la biblia, la traducción Reina-Valera, que es aproximadamente equivalente a la biblia del Rey Jacobo en estilo y popularidad. (Era una tapadera, amigos). Unos pocos estudiantes cristianos más se dieron cuenta de lo que sucedía, y este grupo se convirtió en el foco de los estudiantes devotos del campus, incluyendo a otro par de evangelistas de instituto como yo.
James Edwards vino a mi iglesia un par de veces, y se presentó como «el hijo de Dan Barker», dando a entender que yo era su padre espiritual, lo que me avergonzaba. Tras graduarme en el instituto, visitaba de vez en cuando el campus para hablar con el creciente grupo cristiano que habíamos comenzado, que ahora se reunía a la hora del almuerzo en el salón del coro en lugar de en un aula, de tanto que había crecido. Todos querían oír mis aventuras misioneras y evangelistas, y conocer al chico que lo había empezado todo. He oído que James Edwards todavía celebra la reunión religiosa ilegal en el campus, veinticinco años después, aunque ahora lo llama por su nombre, encuentro cristiano de estudios bíblicos y oración.
Experiencias como esta me ayudaron a cimentar mi compromiso con mi «llamada de Dios». Era efectivo. Me animaban y me apreciaban. Me sentía como si me hubieran designado para un ministerio especial, y le dedicaba cada uno de mis días. Me involucré con varios ministerios locales, entre ellos los Peralta Brothers, una familia de mexicanos de segunda generación que cantaban música gospel en español en las iglesias hispanas del sur de California y el norte de México, para quienes toqué el piano y a veces cantaba como bajo, barítono o tenor. Durante un viaje a México en 1965 conocí a Manuel Bonilla, un cantante cristiano, y me pidió que hiciese ciertos arreglos musicales para él, y que tocase el piano en una de sus primeras grabaciones. Cuanto tenía dieciséis años grabé «Me Ha Tocado» para Manuel, y esa grabación se convirtió en un superventas en el mundo de habla hispana. Era excitante oírme a mí mismo, un estudiante de instituto, tocando el piano en las emisoras mexicanas un domingo por la mañana. Manuel siguió hasta convertirse en el artista discográfico cristiano puntero en español, vendiendo en quince países durante muchos años, empleándome a mí para los arreglos y la producción de la mayor parte de sus grabaciones.
Justo después del instituto, antes de ir a la escuela bíblica, pasé un año con un equipo de evangelización itinerante, cantando, tocando el piano, predicando, dando testimonio casa por casa y recibiendo portazos en las narices, pero logrando conversos. Tocando el acordeón de pie en mesas de picnic en el parque. Uniendo las manos en un restaurante e invitando a los clientes a unirse a nosotros mientras cantábamos sobre Jesús. Celebrando misas «revivalistas» de una semana en iglesias grandes y pequeñas por todo el continente. Conduciendo contra ventiscas heladoras y cegadoras tormentas de arena en el desierto.
Aproximándonos a los miembros de la banda de motoristas de los Demonios del Infierno en Phoenix para invitarlos a oír un sermón sobre el amor de Jesús. Celebrando festivales musicales de «concienciación sobre drogas» en institutos públicos que constituían para nosotros una tapadera para un mitin evangelista vespertino (no sabíamos nada sobre prevención contra las drogas, sólo unas pocas canciones e historias sobre drogadictos). Jugando al fútbol y al baloncesto en innumerables prisiones por todo México y los Estados Unidos de modo que pudiéramos dar testimonio de Jesús en el descanso. Arremolinando a cientos de niños descalzos en pueblos mexicanos para poder cantarles coros protestantes y hablarles de Jesús. Trepando por laderas y barrancos hasta remotas aldeas que exigían un intérprete adicional porque los indios del lugar no sabían español. (Intenté aprender algo de maya, pero todo los que puedo recordar ahora es Dios ta enchiania —«Dios te bendiga»). Invitándonos a nosotros mismos a emisoras locales de radio y televisión, con cierto éxito, de modo que pudiéramos llevar el evangelio a tanta gente como fuera posible.
Durante muchos años viajé todos los veranos con un equipo evangelizador y misionero, y eran veranos ajetreados. (Tengo la sospecha de que mis problemas actuales con los cálculos renales se originaron con esa experiencia —pasaba horas y días conduciendo con un calor abrasador, bebiendo poco, empujando al equipo, parando a visitar el cuarto de baño sólo cuando era absolutamente necesario). Durante el verano de 1967 me deshidraté y pasé tres días en Guaymas, México, tumbado boca arriba recibiendo glucosa por vía intravenosa como toda alimentación, sin comer nada, chupando cubitos de hielo. Ese fue el mismo verano en el que un perro pastor alemán sucísimo me destrozó en la aldea de Zacapu, en las montañas entre la Ciudad de México y Guadalajara, al saltar la tapia de adobes tras una iglesia para caer al patio de al lado para recuperar una pelota de voley. No pillé la rabia, pero caí en algún tipo de shock nervioso y dormí durante más de dos días tras recibir la medicación en una clínica local. Sé que esa vida es temeraria, pero entonces me parecía justificada. El mundo iba a acabar uno de esos días, y dar mi vida y mi cuerpo a Jesús como «sacrificio viviente» no era gran cosa.
Entre 1968 y 1972 fui a la Universidad Azusa Pacific, una escuela cristiana interconfesional acreditada por el estado, y me titulé en religión. Echando la vista atrás puedo ver que la mayor parte de los cursos de religión que seguí no eran más que catequesis dominicales venidas a más. Sólo hice un curso de apologética, creo que se llamaba «Evidencia cristiana», y no recuerdo que profundizásemos mucho en las evidencias ni los argumentos a favor o en contra del cristianismo. No hubiera importado mucho en ningún caso, porque lo que yo quería era estar en la calle, predicando el evangelio, y no encerrado en un aula filosofando inútilmente. Mi actitud en aquella época era que no es necesario saber cómo funciona un automóvil para conducirlo; ni es imprescindible convertirse en un erudito bíblico ni un teólogo para salvar almas de la condenación. Todo eso se podía dejar para los expertos que, creía, ya lo habían averiguado todo y podían proporcionar las evidencias históricas, racionales, documentales y arqueológicas si alguien preguntaba alguna vez. (Nadie lo hizo nunca). Creía que mi educación estaba en un segundo plano respecto a mi llamada. Tenía bastante éxito ganando almas, probablemente mucho más que mis profesores, y aunque saqué unas notas bastante buenas, no veía la utilidad. Superé la universidad sin esfuerzo, pasando casi todas las tardes y fines de semana predicando o cantando por ahí, haciendo el verdadero trabajo del ministerio. Disfruté los dos años de Griego del Nuevo Testamento, que todavía encuentro útiles. Ser capaz de salpicar mis sermones con alguna palabra en griego les añadía cierta credibilidad, aunque no creo que a mis oyentes les importase mucho.
Desdeñaba la ordenación. Imaginaba que no necesitaba un trozo de papel otorgado por humanos para decirme lo que ya sabía: que estaba llamado personalmente por Dios para el ministerio del Evangelio. Ni siquiera me impresionaban los títulos universitarios. Tras cuatro años de dedicación completa, me faltaban unos pocos créditos para graduarme y nunca volví para terminar. (En 1988 la Universidad Azusa Pacific me permitió transferir mis créditos desde la Universidad de Wisconsin y me enviaron mi título de «Religión»).
En la Azusa Pacific conocí a una cantante llamada Carol. Nos casamos en 1970, y tuvimos a Becky (1973), Kristi (1975), Andrea (1977) y Danny (1979).
Era pastor asociado de tres iglesias en California: la Iglesia de los Amigos de Arcadia, la Asamblea de Dios de Glengrove (La Puente), y el Centro Cristiano de Standard (en la ciudad de Standard, en las estribaciones del «Filón Madre» de la fiebre del oro, al norte de Yosemite). La paga no era gran cosa, pero me daba un mínimo de seguridad financiera para mi familia. Aunque prediqué mucho a las congregaciones, sustituyendo al pastor principal, dirigiendo el coro y organizando actividades para el grupo juvenil, nunca llegué a pastor titular, y nunca quise serlo. Siempre me consideré más bien como un evangelizador. Después de unos pocos años de trabajar en iglesias locales, dirigir coros cuya dedicación y energía eran admirables, pero cuya musicalidad era algo menos que mediana, aconsejar a personas con problemas que no tenía la más mínima idea de cómo afrontar (excepto con versículos de la biblia y oración), y trabajar en sermones que pensaba que eran intuitivos pero rebotaban en los oyentes como la lluvia en un paraguas, me sentí impaciente por «patear el camino» de nuevo. Sólo podía permanecer en una iglesia como año y medio antes de mudarme.
Me sentí mal al abandonar el Centro Cristiano de Standard. Teníamos un buen programa en marcha, pero pensaba que era un callejón sin salida para mi llamada evangelizadora. Más que irme simplemente, sin un destino claro, decidí que quería volver a la evangelización por todo el país, y pregunté a la iglesia si tendrían en cuenta la posibilidad de enviarme al mundo como su «misionero». Accedieron a regañadientes, pero no antes de que el pastor principal, Bob Wright, me convenciera de que para hacer más creíble mi ministerio, debería ordenarme como ministro. Cedí a la presión para hacerme «oficial», y un domingo por la mañana la iglesia celebró una misa de ordenación para mí, dirigida por el Pastor Bob, en la que me hicieron unas pocas preguntas sobre mi llamada y otras pocas sobre teología, y luego me ordenaron unánimemente. Me entregaron un certificado de ordenación, que nadie ha pedido ver jamás. (Según la ley del estado, una ordenación la concede una iglesia individual reconocida por el estado, sea esa iglesia parte de una confesión o no. Lo que muchas confesiones conceden a un ministro individual es una licencia, con o sin ordenación). Echando la vista atrás, creo que «gané más almas» antes de ordenarme.
Durante los siguientes ocho años mi esposa y yo vivimos «de la fe» como músicos evangelistas ambulantes. Ninguno de los dos teníamos trabajo. Todas nuestras pertenencias estuvieron en un guardamuebles durante el primer año, y vivimos «en la carretera», aceptando el alojamiento con miembros de la iglesia, amigos y familiares. Cuando Carol estaba embarazada de nuestro segundo hijo, reservamos un itinerario evangélico nacional, saltamos a nuestro Chevy Nova amarillo con unos $100 en efectivo y fuimos dando tumbos por todo el país de iglesia en iglesia, sin cobrar por el ministerio, pero aceptando la voluntad como «ofrendas de amor», confiando en que conseguiríamos suficiente dinero de cada servicio para permitirnos llegar al siguiente. Recuerdo muchos momentos esperanzados, desesperados, llenos de rezos, sentados en el coche después del servicio, abriendo los sobres de las ofrendas para contar el dinero. Normalmente sacábamos entre $50 y $100 por sesión, a veces nada, rara vez más de $150. Era fácil contratar reuniones en domingo; era más difícil seguir ocupados el resto de la semana. Cuando mi esposa estaba embarazada de nuestro tercer hijo alquilamos una casa pequeña, y decidió quedarse en casa en lugar de hacer los largos viajes, cuidando de la familia, uniéndose a mí sólo cuando predicaba en la zona del sur de California.
En el verano de 1975, durante nuestro primer tour a través del país, nos enteramos por nuestro contacto en Ohio de que se había cancelado la semana de encuentros. (Más bien alguien no cumplió con su parte). Les dije que no tenía otra opción, que habíamos venido a Ohio porque el recorrido de nuestro tour nos llevaba más al este las semanas siguientes. Como mínimo teníamos que dejar pasar los días. Cuando llegué a Ohio me las arreglé para contratar un par de pequeños encuentros en el último momento, pero aparte de eso simplemente estábamos en casa de estas personas escuchando el tictac del reloj. Incapaz de soportar la inactividad, bajé al piano de su sótano y escribí un musical para niños basado en una idea que tuvo mi esposa cuando dirigía el programa de navidad de la catequesis dominical. Imaginé que quizás podríamos usar el musical si alguna vez llegábamos a volver al trabajo en una iglesia local.
Al volver al sur de California ese otoño hice algunas transcripciones para una amiga que escribía canciones infantiles, y toqué parte de mi nuevo musical para ella. Le gustó y dijo que había oído que Manna Music, un editor cristiano, estaba buscando un nuevo musical para niños para la navidad, y les hizo una llamada. Me invitaron a ir, les gustó el musical y en 1976 «María tenía un corderito» (Mary Had a Little Lamb) se publicó y se grabó. Fue el superventas de Manna durante un par de años, y siguió cerca de la cima de su lista durante muchos años. Eso dio un nuevo enfoque a mi ministerio. Seguí con otro musical, «Su lana era blanca como la nieve» (His Fleece Was White as Snow), y algunas canciones adicionales, y de repente me encontré con que estaba recibiendo invitaciones para actuar como compositor cristiano de ámbito nacional. Los musicales los interpretaban las iglesias y los niños de escuelas cristianas, y todavía los representan. (Sigo cobrando mis derechos de autor). «María tenía un corderito» se tradujo al español y al alemán, y se ha interpretado por todo el mundo en navidad. (María era la madre de Jesús, que era el «cordero de Dios». ¿Lo pilla?).
«Su lana era blanca como la nieve» es un musical de Semana Santa. Está basado en el hecho de que la ley judía exigía una ofrenda de un animal sin mancha, y que Jesús se suponía que era la ofrenda pascual definitiva, «sin pecado». Aunque siempre he estado contento con la calidad musical y artística de esta obra, ahora me avergüenza el contenido de las letras. ¡En realidad liquido a la estrella del espectáculo, un cordero monísimo sin manchas llamado Nevado! Trabajaba en una secuela, «Donde quiera que María iba», basada en las pocas referencias bíblicas hacia María, señalando que sus apariciones siempre señalan hacia el ministerio de su hijo —un reproche no muy sutil al catolicismo. Me alegro de que nunca se terminase.
Me invitaron una vez a una iglesia en el este de Los Angeles para ser el director invitado de uno de mis musicales. En lugar de poner niños, esta congregación usaba el coro de adultos. Se vistieron todos como camellos, ovejas, cerdos y burros, y fue bastante divertido. Pero lo que más recuerdo de aquella tarde es el enorme cartel de madera pintada que colgaba del techo sobre el púlpito que decía «¡Jesús llegará pronto!». El cartel necesitaba una limpieza y volver a pintarlo, y vi telarañas en los bordes.
El coro del programa de Robert Schuller «La hora del poder» cantó en televisión uno de mis octavos para adultos, «There is One». Lo sé porque recibí los royalties de la emisión por parte de ASCAP. Como «evangelizador callejero» que renunciaba a la riqueza, no tenía muy buen concepto del cristianismo de clase alta de Schuller. Seguí comprometido con Manuel Bonilla, y con mis nuevos contactos en la industria discográfica tuve la posibilidad de producir, arreglar y tocar los teclados en al menos una docena más de sus álbumes en español, que se hicieron enormemente populares. En viajes posteriores a México oíamos cantar a los niños los arreglos exactamente como los habíamos grabado, los habían aprendido de la radio. Una de las canciones que coescribimos Manuel y yo era una samba titulada «No vengo del mono», burlándonos de la evolución.
No Vengo del Mono
por Manuel Monilla y Dan Barker
¡No vengo del mono, no, no, no! ¡Ni de la naranja, ja, ja, ja! ¡La cigüeña no me trajo, jo, jo, jo! ¡Pues, ¿quién me hizo a mí? ¡Fue mi Dios! ¡Fue mi Dios! Fue mi Dios quien me hizo a mí. No tengo gorila de mamá, Ni tengo chimpancé de mi papá. Fue mi Dios quien me hizo a mí. Te hizo a ti, me hizo a mí. |
I don’t come from a monkey, no, no, no! Nor from an orange, ha, ha, ha! The stork didn’t bring me, ho, ho, ho! Then, who made me? It was my God! It was my God! It was my God who made me. I don’t have a gorilla for a mama, Nor a chimpanzee for a papa. It was God who made me. He made you, he made me. |
© Copyright by Manuel Bonilla and Dan Barker
Al margen de trabajar en la evangelización, como predicador o como autor de canciones cristianas invitado, me ganaba la vida produciendo grabaciones en la zona de Los Ángeles para varios clientes, la mayoría cristianos, además de Manuel Bonilla. Nunca hice una gran producción, pero contraté para la música de fondo a algunos de los mejores músicos de Hollywood que estaban dispuestos a trabajar en lo que se podría llamar proyectos «B»: un pastor y su esposa cantando duetos, un coro de escuela secundaria de gira, cantautores haciendo demostraciones o discos para sus giras ministeriales, vocalistas cristianos varios que necesitaban discos y cassettes para vender en sus reuniones, y literalmente cientos de canciones para niños para compañías editoras cristianas y editoriales de libros escolares. Una vez hice una sesión de grabación maratoniana de 128 canciones en una semana para Gospel Light (La luz del Evangelio), una editora puntera de materiales para escuelas dominicales y libros de vacaciones de escuelas bíblicas (Vacation Bible School, VBS). Escribí mucha de la música y produje todas las primeras grabaciones de la compañía de Joy Berry, Living Skills Press, que por entonces estaba conectada con la división educativa de Word Books, la mayor editorial cristiana. Word publicó una colección de algunas de mis canciones religiosas para niños en un libro llamado «¡Preparados, listos, creced!»[3]. Trabajé en más de una docena de estudios en la zona de Hollywood/Los Ángeles. No pretendía ser el mejor productor de la ciudad, pero era fiable, siempre cumplía los plazos, me comunicaba bien con los clientes religiosos y era barato. Imaginaba que esto era parte de mi «llamamiento» evangelizador, ya que estaba anunciando la buena nueva al publicar música cristiana.
También toqué mucho el piano para otros artistas cristianos durante mi ministerio. Lo toqué para Pat Boone en una ocasión, ante una multitud de más de 10 000 personas en Phoenix. Jimmy Roberts (del Show de Lawrence Welk) me contrató como su acompañante en una gira de dos semanas por todo el país. Toqué el piano para una banda de rock cristiano llamada «Mobetta» (con Jim Bolden como voz principal) durante muchos años, interpretando principalmente en asambleas de escuelas públicas de secundaria. Durante unos diez años dirigí un grupo de canto llamado «The King’s Children» en el sur de California, asistiendo a iglesias locales, y también trabajando una brevísima temporada como anfitriones musicales en el programa de televisión presentado por el Dr. Gene Scott en el Canal 30 de Glendale. Mi primera canción, «I’m Tellin’ The Whole Wide World About Jesus» (A todos les hablo de Jesús), la escribí para «The King’s Children».
Durante varios años escribí y produje los «minimusicales» veraniegos VBS de Gospel Light. En 1984, cuando anuncié mi ateísmo a todos, estaba justo a mitad de escribir otro minimusical VBS de Gospel Light, y les dije que entendería que tomasen la decisión de buscar otro compositor. Estaban al final del plazo, y estaban acostumbrados a trabajar conmigo, dijeron que en ese punto iba a ser difícil encontrar a alguien que cumpliera con los plazos y el presupuesto, ¡así que terminé de componerlo y producirlo! Sabían que era un ateo, pero comprendí su apuro, de modo que les dije que me pusieran con el pseudónimo de «Edwin Daniels» (Edwin es mi segundo nombre) en los créditos. Creo que imaginaban que mi ateísmo era sólo una fase pasajera, una confusión momentánea, y que quizás para el final del proyecto volvería a mi compromiso anterior, quizás como resultado de trabajar con ellos.
En algún momento de 1979, al cumplir los treinta, fue cuando comencé a tener mis primeras dudas sobre el cristianismo. Trabajaba en un musical para Manna Music (título provisional, «Penny», sobre la oveja perdida que faltaba entre las otras noventa y nueve), que nunca terminé porque mi punto de vista estaba cambiando mientras intentaba escribirlo. No tenía ningún problema con el cristianismo, me encantaba mi vida cristiana, creía en lo que hacía y me hacía sentir bien. Simplemente llegué al punto donde mi mente estaba inquieta por ir más allá de las simplicidades del fundamentalismo. Me había implicado tanto con el fundamentalismo y las cuestiones evangélicas que no había hecho caso a una parte de mí mismo que comenzaba a exigir atención. Era como si oyera unos nudillos llamando suavemente sobre mi cabeza, y algo decía «¡Hola! ¿Hay alguien en casa?». Estaba famélico y no lo sabía, como cuando estás trabajando en un proyecto y te olvidas de comer, y no notas que tienes hambre hasta que estás de verdad hambriento. Había leído a los escritores cristianos (Francis Schaeffer, Josh McDowell, C. S. Lewis, etc.), y realmente no había leído mucho salvo la biblia durante años. Así, sin ningún verdadero objetivo en mente, empecé a satisfacer esa molesta hambre intelectual. Empecé a leer algunas revistas científicas, un poco de filosofía, psicología, diarios (!), y empecé a ponerme al día con mi educación en humanidades que debería haber adquirido hacía años.
Durante un servicio de un domingo por la mañana en el Centro Cristiano de Standard, California, fui ordenado ministro. La ceremonia consistió en una prueba de preguntas y respuestas sobre mis conocimientos y mi compromiso, así como una «imposición de manos» por parte de los más mayores y una votación por parte de la congregación.
Esto despertó un apetito feroz por aprender y produjo una lenta pero constante migración a través del espectro teológico que me llevó cuatro o cinco años.
No tuve ninguna experiencia repentina que me abriera los ojos. Cuando te crían como a mí no es cosa de chascar los dedos y decir «¡Qué tonto he sido! ¡Dios no existe!».
Los primeros y tímidos pasos que di separándome del fundamentalismo fueron más traumáticos que los enormes saltos que vinieron después. Cuando te educan para creer que todas y cada una de las palabras de la biblia están inspiradas por Dios y libres de error, no puedes cambiar tu punto de vista sobre las escrituras a la ligera. Por ejemplo (me avergüenza admitirlo ahora, pero entonces era algo muy importante), creía que Adán y Eva eran personas reales e históricas. La biblia decía que existieron, así que existieron. No podría haber tenido ningún tipo de camaradería espiritual con nadie que pensase de otro modo porque dudar de la palabra de Dios era dudar del propio Dios. Pero llegué a pensar que había partes de la biblia que obviamente eran metafóricas. La historia de Jesús sobre el hijo pródigo, por ejemplo, era sólo un cuento. No importa si el hijo pródigo existió algún día como persona real; Jesús contó la historia para explicar algo. El mensaje contenido en la historia es lo que importa, no la verdad literal de la historia en sí. Pero si Jesús podía hacer esto con el hijo pródigo, ¿por qué no podían haberlo hecho los hebreos antiguos con Adán y Eva? El Jardín del Edén podría haber sido una «parábola» hebrea para explicar el papel de Dios con los humanos con respecto a los orígenes, el bien y el mal. Luché con esto durante meses. Mi primer pasito alejándome del fundamentalismo no fue descartar la historicidad de Adán y Eva (porque, al contrario que el hijo pródigo, la biblia no especifica que Adán y Eva sean una parábola), sino darme cuenta de que no debería importarme si otros cristianos lo consideraban histórico. Todavía podía ser compañero de esos cristianos «liberales». Suena tonto, pero fue un gran paso hacia la tolerancia.
Como me había convertido en un evangelista independiente, sin una iglesia local ante la que responder, me sentí quizás más libre para experimentar intelectualmente y para investigar lo que creían otros cristianos. Desde ahí seguí un balanceo gradual a través del continuo teológico, haciéndome menos y menos fundamentalista, más evangélico moderado. Aceptaba invitaciones para predicar y cantar en iglesias variadas, incluyendo muchas congregaciones liberales.
Después de un par de años migré más hacia una posición moderada donde aún mantenía las creencias teológicas básicas pero desechaba muchas doctrinas menores por no esenciales o falsas. Recuerdo cómo pensaba entonces: cada cristiano tiene una jerarquía particular de doctrinas y prácticas, y la mayoría de los cristianos organizan su jerarquía de la misma forma a grandes rasgos, con la existencia de Dios en la cima, la divinidad de Jesús justo debajo de eso, y así hasta el fondo de la lista donde encontrabas cosas como llevar joyas o maquillaje en la iglesia. Lo que distingue a muchos tipos de cristianismo es dónde trazan su línea entre lo que es esencial y lo que no. Los fundamentalistas extremos la trazan abajo del todo de la lista, haciendo todas las doctrinas igualmente necesarias. Los moderados la trazan en algún lugar a medio camino. Los liberales la trazan muy arriba, cerca de la cima, y no les importa si la biblia es infalible o si Jesús existió históricamente, pero se mantienen fieles a la existencia de Dios, sin importar cómo se lo o la defina, agarrándose a la utilidad general de la religión y a los rituales, que muchos aseguran necesitar a pesar de su irrelevancia respecto a la realidad, para estructurar o dar sentido a la vida.
Tal como recorría el espectro, fui trazando mi línea más y más arriba. Estudié a varios teólogos liberales, como Tillich y Bultmann. Estos autores, aunque quizás fallen en tal o cual cuestión, parecían seres humanos inteligentes y concienciados que usaban sus mentes, poniendo todo su esfuerzo para llegar a comprender la verdad. No eran malvados sirvientes de Satanás intentando apartar a los creyentes de la verdad literal de la biblia. Llegué a respetar a esos pensadores e incluso a admirar algunas de sus opiniones, sin quedarme necesariamente con el lote completo. Después de otros dos años de evolucionar la teología, me convertí en uno de esos temibles liberales y recordaba algunos de los sermones fundamentalistas que había predicado contra tales herejías. Hay un lugar en la biblia donde Dios dice «Yo conozco tus obras, que ni eres frío, ni caliente. ¡Ojalá fueses frío, ó caliente! Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca». (Apocalipsis 3:15-16) Para el fundamentalista, los cristianos liberales son peores que los ateos. Recuerdo haber menospreciado a los liberales que tienen «algo parecido a la reverencia, pero niegan su poder», y que suponen una tentación mayor para alejarse de la fe devota que los propios ateos. Al menos con los ateos sabes el terreno que pisan. Intentar enterarte de lo que cree un cristiano liberal es como intentar clavar un flan a un árbol. Para mi sorpresa, me había convertido en uno de esos despreciados liberales.
En ese momento de mi migración creía en un Dios, pero no tenía ni idea de cómo definirlo. Ni me sentía incómodo con la idea de Tillich de que Dios es la «base de todo ser», o alguna otra noción vaga. Mientras tanto, seguía recibiendo invitaciones para predicar y cantar en diversas iglesias, muchas de las cuales eran fundamentalistas y evangelistas conservadoras. Mucho antes de esa época había dejado mis directos sermones «gana-almas», y me las arreglaba para remendar mi mensaje para hacerlo digerible para casi cualquier iglesia. Resultaba fácil, porque la mayoría de las iglesias que me invitaban por entonces estaban interesadas en la música que tenía publicada, así que podía limitarme a tocar unas cuantas canciones con breves introducciones inspirativas, manteniendo la «prédica» al mínimo. Fui capaz de ajustar cada presentación a las expectativas de la audiencia, poniéndome más o menos evangelista según el sabor de cada iglesia. Incluso entonces, me sentía hipócrita, a menudo oyéndome pronunciar palabras de las que ya no estaba seguro, pero que la audiencia quería oír.
En mi «vida secreta» de lecturas privadas me impresionaban los escritores iluminados de las revistas científicas. En particular, un artículo de Ben Bova sobre «El tiempo equitativo de los creacionistas»[4] en OMNI Magazine le dio la vuelta a la tortilla de modo que quedé observando la perspectiva fundamentalista. El artículo dejaba al desnudo la deshonestidad del argumento del «tiempo equitativo para el creacionismo en la clase de ciencias» preguntando cuántos cristianos aceptarían con gusto un capítulo sobre la evolución insertado entre el Génesis y el Éxodo. Me sentía cada vez más avergonzado de lo que solía creer, y más atraído por los pensadores racionales.
Finalmente, en la etapa más lejana de mi migración teológica, tiré toda el agua de la bañera y descubrí que no había niño. No hay ninguna base para creer que exista ningún Dios, excepto la fe, y la fe no me satisface. Era como ir pelando las capas de una cebolla, eliminando las doctrinas no esenciales para ver qué había dentro, y seguí pelando y pelando hasta que no quedaba nada. La línea que trazaba bajo las doctrinas esenciales siguió subiendo hasta que saltó por encima de la cima de la lista. A mi lista de metáforas religiosas, que incluía al hijo pródigo y a Adán y Eva, acababa de añadir a Dios. Era perfectamente lógico.
Durante el verano de 1983 fue cuando me dije a mí mismo que era un ateo. Nadie más lo supo durante unos seis meses. Algunos de mis amigos, y mi esposa, sospechaban algo, pero como todavía realizaba un ministerio de bastante éxito, la apariencia exterior era como si no hubiera sucedido nada. Entre el verano y la navidad de 1983 pasé por un horrible periodo de hipocresía. Seguía predicando, y sentía asco de mí mismo. Vivía con la inercia de una vida dedicada al servicio cristiano, recibiendo todavía invitaciones para ejercer mi ministerio, alimentando todavía a mi familia con los honorarios de acuerdos para predicar y cantar en iglesias y escuelas cristianas. Sabía que debería haberlo cortado de raíz, pero no tenía suficiente valor. Como preparación para alguna vaga necesidad que pudiera encontrar más adelante, tomé clases de programación de computadoras, diciéndole a mi esposa que me gustaba la informática y que quizás podría suplementar nuestros ingresos con esta habilidad. Inmediatamente conseguí un trabajo como programador a tiempo parcial en una empresa que hace sistemas de monitorización para la industria petrolera. Un año después trabajaba como programador analista en el diseño y codificación de sistemas de ordenación de tráfico para los ferrocarriles, y tuve que hacer un montón de instalación y pruebas in situ muy divertidas para N&W y Burlington Northern en el medio oeste. Esto me proporcionó el trabajo de transición perfecto —una forma de liberarme del evangelismo. Todavía predicaba los fines de semana y hacía alguna producción de discos ocasionalmente por las noches, pero en mi interior había abandonado el ministerio.
En noviembre acepté una invitación para predicar en Mexicali, una ciudad mexicana en la frontera con California. Me gusta esa ciudad. Incluso sin creer ya en lo que predicaba, disfruté el viaje y los muchos amigos que tenía al sur de la frontera. Por la noche, después de un servicio en una misión de adobe en el Valle de Mexicali al sur de la ciudad, me acosté en un catre en el aula de la escuela dominical que también hacía las veces de cuarto de invitados para los predicadores de paso. No dormí mucho esa noche. Recuerdo estar mirando fijamente al techo como si estuviera escudriñando el espacio exterior, contemplando mi lugar en el universo. En ese momento fue cuando experimenté la alarmante realidad de estar solo. Completa y absolutamente solo. No había un mundo sobrenatural, ni Dios, ni Diablo, ni demonios, ni ángeles que me ayudasen desde el otro lado. Sólo está la naturaleza, y yo soy parte de la naturaleza, y eso es todo lo que hay. Fue una experiencia a la vez angustiosa y liberadora. Quizás los paracaidistas en su primer salto o los paseantes espaciales tengan una sensación similar. Sabía que todo se había calmado, que la lucha había terminado, que de verdad me había sacudido el cascarón, o la muda de la serpiente, y por primera vez en mi vida era esa «nueva criatura» de la que ignorantemente habla la biblia. Por fin me había graduado de la necesidad infantil de buscar fuera de mí para decidir quién era yo como persona. No fue una experiencia mística, pero resultó refrescante. Supongo que podría haber sido un regocijo parecido saber que se habían retirado los cargos contra mí de un crimen del que me hubieran acusado falsamente. Era libre para dejar a un lado el asunto y seguir con mi vida.
La última vez que estuve frente a una congregación como ministro fue durante la semana de navidad de 1983. Había volado a San José para unos encuentros en una iglesia, y después de eso conduje hasta Auburn, al noreste de Sacramento, para dar un concierto navideño para una congregación joven y en crecimiento en el edificio de una escuela pública. El trato era que la iglesia de Auburn me proporcionaría el billete de avión de vuelta al sur de California. Habían hecho un acontecimiento de la ocasión, y al entrar al edificio vi que la iglesia estaba abarrotada de gente del pueblo.
Antes del encuentro, me reuní en una sala lateral con los pastores y otros líderes de la iglesia, y todos unimos nuestras manos en círculo y rezamos pidiendo la bendición de Dios para el concierto. Estaban especialmente excitados porque había un hombre entre la audiencia que estaba en la iglesia por primera vez. El nombre de ese hombre era Harry y era el ateo del pueblo. Todo el pueblo apreciaba a Harry. Era un hombre de negocios respetado que se quitaría la camisa para dártela, pero no era cristiano. Harry se había vuelto a casar hacía poco, y su nueva esposa había renacido, y por fin lo convenció para asistir a la iglesia con ella para el concierto de navidad porque a Harry le encantaba la música y no iba a ser como sentarse a aburrirse oyendo un sermón. Todos rezaban para que Harry se viera influido por mi ministerio esa tarde, y que entregase su vida a Jesucristo. Impusieron sus manos sobre mí y rezaron en voz alta para que Dios infundiera una bendición muy especial en mi ministerio.
Me aterrorizaba el concierto. Sentía asco de mí mismo con cada gramo de mi desdén. Cuando caminaba hasta el piano de cola situado bajo la única luz del auditorio intenté localizar a Harry, aunque no tenía ni idea de su aspecto. Estaban todos sentados en la oscuridad, y hacía el efecto de que cantaba a una congregación sin cara, lo que significaba que cantaba para Harry, dentro de mí, y sólo para Harry. Fingí y canté mis canciones, pensando en lo absolutamente estúpidas que eran, y en lo ridículo que tenía que sonar para Harry. Entre canción y canción hacía cháchara con mis pequeños sermoncillos que hilaban una con otra. Fue una de las cosas más difíciles que he hecho jamás en mi vida. Me supuso un esfuerzo supremo simplemente emitir mis palabras, palabras en las que ya no creía. Pensar en ese rato todavía puede hacerme llorar. En un par de momentos dejé de hablar, en un silencio sepulcral, la mente en blanco como una hoja de papel. La audiencia debió pensar que el Espíritu Santo estaba impulsando mi alma. De algún modo me las arreglé para apoyarme en mi sentido del espectáculo y saqué fuerzas de flaqueza para continuar. En un momento dado casi al final del concierto casi lo echo a perder. Estaba cantando algunas de mis letras especialmente tontas y casi me paro en medio de la canción para decir «esto es una mierda». Quería darme la vuelta hacia la audiencia y decir «Harry, tienes razón. Dios no existe y esto es un galimatías sin sentido». Pero evité esa dramática posibilidad y de alguna manera acabé el concierto. No me iban a dar el billete de avión hasta después de la reunión.
Luego algunas personas estaban invitadas a la casa del pastor para un refrigerio navideño. Harry y su esposa aparecieron. Imaginé que esta era supuestamente mi oportunidad de «abordar» a Harry y convertirlo a la fe de Jesús, pero no hablé nada con Harry esa noche, excepto quizás para estrechar su mano. Me avergonzaba de mí mismo, tan azorado de cómo estábamos tratando a ese hombre, aislándolo como si tuviera alguna enfermedad social. Me senté cerca del árbol de navidad y Harry se sentó en el extremo opuesto de la habitación en un sillón, y evité mirarlo a los ojos. Cuánto deseaba que pudiéramos juntarnos y sólo hablar. No sé si me hubiera gustado Harry o no. No sé si hubiera tenido algo profundo que decirme, o si se hubiera preocupado siquiera un poco por mi dilema. Pero respetaba inmensamente a ese hombre. Había tenido el coraje de ser diferente en un entorno religioso hostil. En algún momento durante la fiestecilla el pastor habló y dijo algo sobre lo bonito que era para todos reunirnos para celebrar el nacimiento del Salvador, y Harry inmediatamente dijo: «no para todos». No tenía miedo. Parecía orgulloso de que se le identificara como ateo, y feliz de ser un pensador independiente.
Nunca más pronuncié un sermón. No volví a aceptar otra invitación para dar un concierto religioso. Para ser justo conmigo mismo y con todos los demás, sabía que tenía que cortar con eso rápida y limpiamente. En enero envié una carta a todos los que se me ocurrieron —ministros, amigos, familiares, compañías editoras, artistas cristianos, compañeros misioneros— y les dije que ya no era cristiano, que era un ateo o agnóstico (por entonces no tenía muy clara la distinción), que ya no aceptaría invitaciones para predicar o interpretar música cristiana, y que esperaba que pudiéramos mantener un diálogo abierto.
Las respuestas a esa carta fueron de todos los colores: desde curiosidad amistosa hasta odio declarado. Pero las reacciones no me preocupaban en absoluto; había hecho lo que había hecho. Algunas respuestas de hecho dieron la bienvenida a mi invitación al diálogo, y en ellas fue donde empecé a afilar mis habilidades como polemista librepensador, como nueva forma de «ejercer el ministerio», supongo, anunciando la verdadera buena nueva de que no hay pecado, ni infierno, ni culpa cósmica. (¿Si se nace predicador se muere predicador?).
Mi matrimonio cristiano se disolvió en 1985, debido principalmente a la tensión entre puntos de vista. Perdí muchos de mis amigos, pero en retrospectiva pienso que si las amistades no pueden tolerar una diferencia filosófica, es que para empezar no eran verdaderos amigos. Algunas amistades se basan en el respeto mutuo y la admiración sin tener en cuenta las opiniones, y otras dependen de cuestiones externas a la relación, como la pertenencia a la misma iglesia o club. Abandonar el club es seguro que pondrá a prueba la amistad.
Entonces descubrí un montón de nuevos amigos. Aunque son más difíciles de encontrar, el mundo está lleno de librepensadores que son personas listas y comprensivas. Me mudé a Madison, Wisconsin, donde tiene su sede la Freedom From Religion Foundation (Fundación para Liberarnos de la Religión), y en 1987 me casé con Annie Laurie Gaylor, editora de Freethought Today.
Mis padres eran cristianos fundamentalistas, y ahora admiten que cometieron algunos errores al criar a sus tres chicos. Mi madre dice que su motivación era «hacer lo correcto». A pesar de la exageración religiosa, tuve una infancia muy buena. Vale, nos inculcaron una visión del mundo falsa e intolerante; pero mis padres eran buenas personas a pesar de su fe. Me criaron con buenos principios. Una cosa que me enseñaron con el ejemplo es que nunca debes avergonzarte de decir lo que crees que es verdad. Mi ministerio inicial desde el púlpito y mi actual activismo a favor del librepensamiento son en realidad lo mismo. Ha cambiado el mensaje, pero yo no. Aún pienso que tengo una «llamada». No es una llamada desde algún sitio ahí afuera, sino una llamada desde dentro de mí mismo para buscar la verdad, y no tener miedo ni avergonzarme de lo que encuentre.
Blood Brothers (Hermanos de Sangre)
por Dan Barker
When I was four years old, I had a little friend named Joshua. Whenever I was alone, He would come over to play. Cookies, cartoons, and punch— He liked all the same things that I liked. Cheerios and milk for lunch, Butterflies, balloons, and kites. |
Cuando tenía cuatro años tenía un amiguito llamado Jesús. Siempre que estaba solo Venía a casa a jugar. Galletas, dibus y ponche— Le gustaban las mismas cosas que a mí. Cheerios y leche para almorzar, mariposas, pelotas y cometas. |
Chorus: We were blood brothers, pals forever. We were as close as we could be. Nobody else could see him, But he was real to me. |
Estribillo: Hermanos de sangre, amigos para siempre. Tan unidos como era posible. Nadie podía verlo, pero para mí era real. |
Whenever I was sad, I would send Joshua a letter. He never wrote me back, But he’d always come right over to play. I’d never been to his house, But I knew exactly where he lived. His Daddy was Oh, so nice To let us have fun every day. |
Siempre que estaba triste escribía a Jesús. Nunca me respondió, pero siempre venía a jugar. Nunca estuve en su casa, pero sabía dónde vivía exactamente. Su papá era tan majo por dejarnos divertirnos todos los días. |
When I was five years old, I just got so busy with schoolwork, Many new friends to get to know— Joshua moved away. Sometimes I missed him so— We had such good times together; But I know he had to go. It works out much better that way. |
Cuando tenía cinco años Estaba tan ocupado con los deberes, Muchos amigos que conocer— Jesús se mudó. A veces lo echo tanto de menos— Lo pasábamos tan bien juntos; Pero sé que tenía que irse. Está mucho mejor así. |
We were blood brothers, pals forever. We were as close as we could be. Nobody else could see him, I now know he was just pretend. |
Hermanos de sangre, amigos para siempre. Tan unidos como era posible. Nadie podía verlo, Ahora sé que sólo era un juego. |
Now that some years have passed, I can look back and smile at my childhood, At the times when it hurt to grow up, Like when Joshua moved away. |
Ahora que han pasado los años, puedo mirar atrás y sonreír por mi infancia, cuando crecer dolía, Como cuando Jesús se mudó. |
© Copyright 1984 by Dan Barker. Song lyrics.