Capítulo 7

Ministros que he conocido

Por fin leí Elmer Gantry, el clásico de Sinclair Lewis, un retrato de un evangelista despiadado, un patético producto de la ambición desnuda y la superstición deshonesta. Lewis pinta una hermosa y a la vez horrible imagen de la mentalidad sacerdotal. Y hay un bonito toque de ironía cuando Gantry necesita asegurarse un discurso que agrade a las masas y toma repetidamente material para su sermón principal de los escritos de Robert Ingersoll[11]. («El amor es el único arco en la oscura nube de la vida…»).

Si es usted un librepensador, disfrutará este libro. Me asombró lo bien que Lewis captó y expuso la subcultura de las ordenaciones, congregaciones y encuentros revivalistas. Reavivó muchos recuerdos de mis propios años en el evangelismo. Demasiados.

Pero debo apresurarme a añadir que yo no era un hipócrita como Elmer Gantry. No. Yo nunca le robé frases a Ingersoll. ¡Jamás había oído hablar de Ingersoll! Me tenía a mí mismo como totalmente sincero, y durante mucho tiempo, lo fui.

Lewis tiene razón, por supuesto. En el ministerio hay embaucadores. Pero mi opinión es que la mayoría de los predicadores no son deliberadamente deshonestos. Ser un fraude exige cierto nivel de inteligencia.

Los televangelistas como Jim Bakker[12] y Jimmy Swaggart[13] pueden ser más inteligentes de lo que pensamos. No finjamos que no saben lo que hacen. No son tan tontos: ¡mire todo el dinero, poder y prestigio que tienen! Por supuesto, esto hace aún peor su hipocresía, y sus crímenes contra la decencia aún más deshonestos.

Una vez hice una charla radiofónica sobre el incidente de Jimmy Swaggart con una prostituta. Me estaba cebando con bastante dureza contra la religión en general cuando el presentador me interrumpió para preguntarme si era justo decir que Jimmy Swaggart de alguna manera había corrompido el cristianismo. Dije que no, que Jimmy Swaggart no había corrompido al cristianismo: el cristianismo había corrompido a Jimmy Swaggart. Si te pasas la vida concentrándote en la maldad, esta te consumirá. Si pones toda la carne en el asador para negar algo tan natural como tu impulso sexual, este puede llegar a controlar toda tu vida. Queremos lo que no podemos tener. Jimmy Swaggart, motivado por puntos de vista corrompidos acerca de la naturaleza humana, ha inflado sus deseos sexuales normales hasta proporciones gigantescas y ha creado un monstruo. ¡Basta con que mire su cara!

Aunque creo que la mayoría de los ministros son sinceros, me encontré con mi ración de indeseables durante mis años de evangelismo. Recuerdo el incidente del saco de dormir. Tenía dieciocho años. Una noche me desperté en un aula de una enorme iglesia en algún lugar del México profundo durante una gira misionera, y necesitaba encontrar el cuarto de baño ya mismo. (La venganza de Moctezuma[14]). Trastabillando por el vestíbulo, abriendo puertas frenéticamente, encendí despreocupadamente una luz y descubrí a nuestro respetado líder evangelista metido en un saco de dormir con una quinceañera. Se sentó sorprendido y en seguida se tapó por completo. Más tarde me enteré de que este hombre era muy conocido por su evangelismo personal. Todavía sigue por ahí, anunciado la buena nueva.

Siendo un quinceañero, hice algunos trabajos de jardinería en casa de nuestro pastor en Anaheim. Él había salido a hacer unos preparativos para alojar a un evangelista de visita que había levantado una gigantesca carpa de circo para una «cruzada de curación» cerca de Disneylandia. Tomé un recado telefónico, era una mujer enfadada, la esposa del evangelista llamando a larga distancia, preguntando si sabía dónde demonios se había metido su marido. No la había llamado desde hacía semanas, y si estaba en California, ¿sería tan amable de decirle que la llamara inmediatamente? Recorrí en mi bici seis kilómetros (cuatro millas) y encontré al hombre en una reunión de oración en la carpa. Se metió la nota en el bolsillo y se fue sin decir una palabra.

Pero la mayoría de los ministros que conocí no eran tan despreciables. Es más justo llamarlos ineptos. Como los «conquistadores del mundo» que conocí en Upland. No estoy seguro de por qué me impresionó este grupo de pastores asociados de una iglesia de «vida familiar», pero me decidí a que me admitieran en su círculo interno y me las arreglé para que me invitasen a su exclusiva hermandad de los martes por la noche. El pastor jefe había jugado de zaguero con los Oakland Raiders. ¿Sabe lo que hacíamos durante toda la velada? ¡Jugábamos al Risk, un juego de mesa de dominación del mundo! Perdí estrepitosamente y nunca volvieron a invitarme. Al fin aprendí que buena parte del verdadero trabajo de la iglesia lo realizan sus esposas, que estaban excluidas por las escrituras para cualquier posición de liderazgo o toma de decisiones importantes. ¿Qué sabrán las mujeres de estrategia militar? ¡El cristianismo es la guerra!

Más adelante hubo allí un auténtico escándalo. Uno de los ministros confesó desde el púlpito que se había sentido atraído sexualmente por una mujer casada de la congregación a la que nombró que lo visitaba habitualmente para recibir consejos. En realidad no sucedió nada, dijo, pero las consecuencias prácticamente destrozaron la iglesia y las dos familias. Pobre mujer, ¡vaya una traición!

Y a otro hombre, un director de juventud muy capaz, se le negó la ordenación. ¿Sabe por qué? Porque su hijo hiperactivo de cuatro años un día se fue hasta la mesa de comunión y sacrílegamente se tragó un poco de zumo de uvas. ¿Cómo iba este hombre a pastorear un rebaño cuando no podía gobernar su propia familia?

Después de aceptar un puesto en una iglesia de las Asambleas de Dios, estaba excitado porque me habían invitado a su banquete anual de hermandad ministerial de la confesión. ¿Sabe en qué consistió la «hermandad»? Una ruidosa sesión de alardes. Un pastor acababa de añadir un ala educativa, otro acababa de alcanzar el millar de miembros, otro había llegado a la marca del millón de dólares, construido un suntuoso santuario, y todos así. Todos parecían ver al resto no como hermanos, sino como competidores. Fue una de las comidas navideñas más decepcionantes e ilustrativas que he comido jamás.

Cuando pienso en los ministros que he conocido, veo un caleidoscopio de imágenes. Fui un evangelista interconfesional itinerante durante muchos años, y conocí a cientos de pastores de todas las confesiones. Pienso en el pastor cuáquero que dimitió y cayó en una profunda depresión, el alcoholismo y la paranoia, quizás disparada en parte porque su hija se unió a una comuna donde consumían drogas. Se me presentan los obesos y sudorosos predicadores cuadrangulares[15], agitando sus pañuelos, gritando y andando con afectación por el escenario, gobernando sus iglesias como pequeños reinos. O el severo clérigo metodista que rehusó sonreír por mi chiste de «Bendita sea la atadura que une»[16] mientras nos poníamos las corbatas antes de la reunión. O el predicador rural que se rio por mi chiste de «Ofrece la otra mejilla»[17] cuando se sentó accidentalmente sobre una taza de café.

Pienso en el escuálido pastor mexicano de Nogales, cuya segunda esposa estaba embarazada de su duodécimo hijo. Su primera esposa murió a los cuarenta, nadie sabe por qué, tras dar a luz a once niños. Y el televangelista que conozco que se escapó con su secretaria y volvió a estar en antena antes de dos años, predicando sobre el juicio del «fin de los tiempos». Richard Roberts, hijo de Oral Roberts, también está ahora en antena con su segunda esposa. Su primera esposa, Patty, se divorció de él más o menos cuando empezamos a oír rumores de sus galanteos en la Universidad Oral Roberts.

Visité un montón de pequeñas iglesias por todo el país. Como evangelista externo, tuve el «privilegio» de oír un sinnúmero de lamentos de pastores que no tenían a nadie más con quien hablar. Escuché historias de penurias financieras, diáconos pendencieros, tentaciones sexuales, alborotadores de dentro y de fuera, cismas doctrinales, competencias entre confesiones y, por supuesto, confesiones de dudas y debilidades. Estos ministros se ven atrapados en el dilema de no ser capaces de confiar en ninguno de los miembros de su iglesia porque necesitan ser un ejemplo de entereza. Ni podrían confesarse ante ningún otro de los pastores locales porque no podrían admitir su debilidad ante un rival. ¿Quién aconseja al consejero? No tenía nada profundo que decir a todos esos hombres, así que me dediqué a escucharles. Hoy les diría que dejasen el ministerio y se buscasen un trabajo honrado.

¡Y los chistes verdes! Los chistes más guarros que he oído jamás han salido de las bocas del clero. De ministros que de no ser por ello hubiera tenido en alta estima. Cuando algunos predicadores por fin se las arreglan para comunicarse entre ellos como iguales, se dan cuenta de que no tienen nada que demostrar a los demás, así que aprovechan la oportunidad para desahogarse. ¿En qué otro lugar podrían contar historias tan racistas y sexistas? En el púlpito no. A no ser que estén citando la biblia.

Recuerdo al pastor pomposo y educado acerca de Dios que pronunciaba indictment (acusación) «in-DICKED-ment» (dick es una palabra grosera para nombrar al pene), y el cura que forzaba todos los sermones para que entrasen en un resumen aliterativo de tres puntos, como «Preparados, perseguidos y pastel de melocotón». (¡Las cosas que se aprenden en el seminario!). Y estaba el arrogante ministro que regañaba públicamente por su nombre a los miembros de la iglesia por hacerse los remolones con los diezmos o por tener prácticas de ligue «profanas». Un día se apoyó un poco demasiado fuerte, volcando el púlpito sobre una elegante mesa de vino de comunión. Fue muy accidentado y muy divertido. (Las uvas de la ira).

Tengo un amigo que dice que si tomásemos a todos los predicadores del mundo y los pusiéramos formando una línea, sería una buena idea dejarlos ahí.

No todos son como Elmer Gantry. La mayoría de ellos no son nada interesantes, en realidad. Pero todos ellos sufren una crisis de identidad, provocada por las mismas presiones tragicómicas. Casi todos ellos están sinceramente convencidos de hacer lo correcto. Pero ¿qué tipo de contacto con la realidad puedes tener cuando trabajas para un jefe invisible y hablas con seguridad de cosas que no se pueden saber? ¿Cuánta integridad puedes conservar como maestro de la verdad si no se te permite invitar a una discusión justa a un punto de vista opuesto? ¿Dónde está el prestigio de representar a un dios que es tan todopoderoso que es incapaz de hacer ninguna obra a no ser que la gente le firme talones (deducibles de los impuestos)? ¿Qué honor hay en vender parcelas a gente que tiene que morir antes de tomar posesión de ellas? Por supuesto, como dijo Barnum[18], cada minuto nace un tonto, y mientras haya gente lo bastante crédula como para hacer donaciones a la religión, la inversión en el cielo será un mercado alcista. Un mercado para que te «alcen» la cartera. Si no hubiera mercado para esas propiedades, quizás los ministros tendrían que cambiarse a líneas de trabajo más productivas. Como el circo.

Freethought Today, abril 1987.