Capítulo 6

Cuando todas las cosas me ayudaron a bien

Era el sonido del órgano, más que ninguna otra cosa, lo que determinaba el sentir del lugar. Con sus dramáticos arpegios y embriagadores crescendos inundando el gigantesco edifico abovedado nos sentíamos engullidos por la presencia del Espíritu Santo de Dios, inspirando, espirando, riendo y llorando de gozo y adoración. Aquí y allá había una mujer de pie, los brazos alzados, los ojos cerrados, rezando en una lengua desconocida. Las sillas de ruedas y las muletas cubrían los pasillos. Los candidatos esperanzados se empujaban para encontrar un asiento tan próximo a la primera fila como fuera posible; los palcos eran espacio sólo para estar de pie. El Shrine Auditorium, cerca del Los Angeles Coliseum, rara vez estaba tan abarrotado como cuando Kathryn Kuhlman venía para su servicio mensual de curación. Estuve presente en su primera visita regular a mitad de los sesenta y durante dos años tan apenas me perdí alguna reunión.

Mis responsabilidades como bibliotecario del coro no me inhibían de sentir la intensa esperanza de la ocasión. Antes de que Kathryn saliese caminando al escenario, el edificio radiaba esa belleza única de una orquesta afinando antes de una sinfonía. Solía mirarla cuando estaba entre bastidores, nerviosa pero decidida, poseedora de una mezcla sagrada de humildad y orgullo, parecía una diosa con su túnica ondulante. La audiencia estaba ansiosa, el Espíritu inquieto.

El crescendo del órgano alcanzaba un pico glorioso mientras ella salía caminando al escenario. Los que podían tenerse en pie, alabando a Dios, llorando, rezando. Era electrizante e intensamente eufórico. Me sentía orgulloso de ser testigo de una visita celestial como esa.

Kathryn solía negar que dirigiese «encuentros de curación». Afirmaba que su única responsabilidad era la obediencia al impulso recibido de Dios; era cosa de él curar a la gente, y no tenía por qué suceder en todas las reuniones. Por supuesto, la mayor parte de la gente venía a recibir o presenciar un milagro, y no se iban de vacío.

A menudo Kathryn parecía insegura de cómo empezar el encuentro. Rezaba, hablaba un poco, predicaba un tanto por libre, o simplemente estaba de pie llorando en silencio, esperando que Dios la impulsase. Siempre lo hacía, por supuesto. La audiencia no podía soportar ese retraso del clímax. Era como el desasosiego que sentía en las mañanas de navidad esperando a que papá terminase de leer la historia bíblica de la natividad antes de abrir los regalos.

En esos meses iniciales, antes de tomar la costumbre de que los ministros locales se sentasen en el escenario, el coro estaba situado directamente detrás de Katrhyn, en sillas plegables. Yo siempre me sentaba en primera fila, justo detrás de ella, a unos dos metros y medio de los milagros, tratando de ver más allá de ella, donde el mar de caras ansiosas que habían venido para ser bendecidas. El coro solía cantar muy bajito cuando las curaciones, «Me ha tocado, sí, me ha tocado. Y, oh, ¡la dicha inunda mi alma! Algo sucedió y lo sé; ¡me tocó y me dio plenitud!». Un amigo mío llegó a contar más de treinta repeticiones de esta canción durante una reunión.

Tras veinte o treinta minutos preliminares, que incluían unos pocos números del coro, comenzaban las curaciones. Se conducía a la gente hasta Kathryn, de uno en uno, para recibir un «toque de Dios». Se encaraba al candidato, tocaba su frente y bien preguntaba el problema o bien «discernía» la necesidad directamente. Normalmente los suplicantes resultaban «aniquilados en espíritu», queriendo decir que caían al suelo hacia atrás en presencia de Dios, a menudo con los brazos alzados en señal de rendición. Muchas veces tuve que encoger los pies cuando caían hacia mí.

Kathryn tenía un «atrapador», un antiguo policía bajito, achaparrado y pelirrojo, que se colocaba detrás de la gente y amortiguaba la caída. Solía estar bastante ocupado. La gente se dejaba caer por todo el escenario, incluso los miembros del coro y los ujieres. Corría de acá para allá como un personaje de videojuego, sin fallar jamás, aunque a veces le faltó poco.

No importaba que la mayoría de las «curaciones» no fueran muy impresionantes. Estábamos en presencia de Dios —un milagro es un milagro. A veces un individuo arrojaba sus muletas o empujaba a Kathryn por el escenario en la silla de ruedas que ya no necesitaba, cosas así. Pero las curaciones normalmente eran cosas internas: «¡Alabado sea Dios! ¡El cáncer está completamente curado!».

Una curación muy común era la sordera. Kathryn le decía a la persona que se tapase el oído bueno (!), y le preguntaba si podía oírle, «¿Me puedes oír ahora? ¿Me puedes oír ahora?» más y más alto hasta que la persona asentía. Entonces se apartaba con gesto dramático y hablaba suavemente a la persona, que saltaba y decía «¡Te oigo! ¡Te oigo! ¡Alabado sea Dios!». El lugar se venía abajo, por supuesto, con gente gritando y saltando. Eso es lo que los milagros hacen a la gente. Era un sentimiento increíble, un éxtasis más allá de toda descripción. Nos sentíamos rodeados por la presencia de una fuerza superior, formando parte de una adoración (histeria) en grupo, flotando sobre las omnipresentes oleadas de la música de órgano, uniéndonos en una canción con las voces celestiales.

En un servicio Katrhyn replicó a las críticas de que algunas de sus curaciones eran puramente psicosomáticas diciendo «¿Qué pasa porque fueran simplemente psicosomáticas, no es también un milagro?». Los médicos, decía ella, te dirán que las enfermedades más difíciles de curar son las psicosomáticas. Los caminos de Dios son misteriosos.

Nunca fui testigo de la regeneración de un miembro ni una levitación. El grueso de las curaciones eran ancianas con cáncer, artritis, problemas cardíacos, diabetes, «problemas de los que ni se habla», etc. De vez en cuando había un exorcismo (¿enfermedad mental?), oun reproche.

La mayoría, sin embargo, cuando pienso en ello, era bastante aburrida. Habíamos llegado a estar bendecidos, y no se nos debía engañar, tomábamos la más ligera indicación como pie para chillar y alabar a Dios. Pienso, retrospectivamente, que el organista era la verdadera estrella del espectáculo, trabajando con Kathryn para manipular los ánimos. ¡Y éramos tan moldeables!

Las experiencias como esta son extremadamente confirmatorias de la vida cristiana. Se dice que el amor es ciego. Probablemente es cierto, aunque creo que lo que sucede de verdad es una transformación de los fallos, más que una negación. Vemos lo que queremos saber. Me vi llamado al ministerio durante una reunión de gran emotividad e intensa adoración como esa. Durante los diecisiete años de evangelismo sentí que estaba en contacto directo con el poder de Dios y que no había nada imposible. «Y sabemos que a los que a Dios aman, todas las cosas les ayudan a bien, es a saber, a los que conforme al propósito son llamados». (Saulo de Tarso, Romanos 8:28) Utilicé este fragmento de las escrituras en muchas ocasiones para explicar lo inexplicable. La mentalidad religiosa puede emborronar totalmente nuestra razón y sentido común. Dios se hace más importante que la verdad. No importaba qué sucediese, yo lo interpretaba a la mayor gloria de Dios. Para el cristiano todo tiene sentido, siempre hay una explicación, siempre hay una salida. Las curaciones fallidas, por ejemplo, simplemente no cuentan: Dios tiene una explicación.

En mi ministerio muchas veces chapuceaba un poco con las curaciones. Por ejemplo, me llamaron para rezar por la curación de alguien después de haber predicado a un grupo de latinoamericanos en Arizona. Era un edificio grande, parecido a un establo, con viejas sillas plegables y suelos sin barrer, mal iluminado. El tema de mi sermón era la fe, y recuerdo haber animado a los oyentes a creer que Dios es lo bastante poderoso como para realizar cualquier milagro.

Tras la reunión algunos de los miembros del equipo trajeron a una mujer que quería que la curasen de una artritis incapacitante. Todos estaban preparados para ver un milagro. ¡Glups! Daban vueltas a mi alrededor e insistieron en que rezase por esa mujer. Pobrecilla. Se sacudía, y lloraba, y rezaba. Bueno, ¿por qué no?, pensé —es la promesa de Dios, no la mía. Así que puse mis manos en sus hombros y recé, pidiéndole a Dios, en el nombre de Jesús, que cumpliera su palabra y curase esa enfermedad. Entonces dije «En el nombre de Jesús, ¡estás curada!».

Todo estaba en silencio. La mujer abrió los ojos y me miró. Todos sonreían con esperanza. No sucedió nada. Seguía mirándome. Todos me miraban, ¿qué se suponía que tenía que hacer ahora? Al fin encontré una salida: «Mujer, hágase según tu fe». Sé que fue un truco sucio, pero ¿qué hubiera hecho usted? Si no estaba curada no era culpa mía. Simplemente era que no tenía suficiente fe, eso es todo. Recuerdo que el resto de los miembros del equipo parecían desilusionados, pero seguros de que Dios sabía lo que estaba haciendo. La mujer salió del edificio, perdiéndose encorvada en la noche y todavía enferma, y además con un reproche.

En otra ocasión tuve más suerte. Había organizado junto con tres amigos un viaje misionero a una iglesia en la Ciudad de México, justo al sur de la sede del gobierno. Formábamos un cuarteto masculino, Steve, Gary, Ralph y yo, que cantábamos cada noche, y después predicábamos por turnos. Teníamos la costumbre de reunirnos al menos una hora antes del encuentro para rezar y organizarnos. No eran encuentros de oración normales, estaban «llenos del espíritu». Rezábamos, hablábamos en lenguas, cantábamos «en el espíritu», nos imponíamos las manos unos a otros como ministerio y buscábamos en la mente de Dios para el servicio de la noche.

Una noche Gary, el gran oso de peluche del grupo, entró afónico en la habitación de los rezos. Gruñó «rezad por mí, chicos, esta noche no puedo cantar». Lo situamos en una silla en mitad de la habitación y empezamos a rezar. Después de unos diez minutos me sentí totalmente atrapado por el espíritu de Dios, totalmente confiado de su poder, perdido en mi propio concepto de mí mismo. Con la autoridad de la fe me puse en pie y caminé hasta Gary. Poniendo mis manos sobre su cabeza inclinada dije «Gary, en el nombre de Jesús ¡estás curado!». Inmediatamente se sentó erguido y dijo «¡Alabado sea el Señor!» en voz alta.

¡Imagine lo que eso hizo con nuestra fe! Entramos a la iglesia, cantamos nuestras canciones y predicamos nuestro sermón, aunque la reunión no fue memorable por nada más. Gary es el mismo tipo que una vez tiró sus gafas porque Dios le había prometido curar su mala visión. Unas semanas más tarde entró tropezando en la óptica y se compró otro par.

«Todas las cosas les ayudan a bien», no importa cómo salgan las cosas. Todo se puede etiquetar como «bueno». Se hace ostentación de las escasas victorias, los numerosos fracasos se olvidan. La retrospectiva religiosa transforma la vida en una enorme «victoria».

Créame, cuando trate con un cristiano espiritual está tratando con una psicología poderosa. La espiritualidad atrapa la mente. Los argumentos racionales son simples entremeses para las almas famélicas de milagros. La lealtad a una relación amorosa con el propio Creador lo suplanta todo. Para mí era fácil creer que había presenciado actos sobrenaturales, eran imprescindibles, me obligué a ver lo que se esperaba.

Es interesante que cuando le pides a un cristiano que demuestre la efectividad de la oración (no con anécdotas, sino con pruebas específicas), o que provoque un milagro, siempre recibes respuestas no comprometedoras: no se puede tentar a Dios, la oración no es un juguete, la verdad es invisible a los no creyentes, los caminos de Dios son inescrutables —todo son excusas. Yo, como todos los cristianos, aprendí a ser bastante creativo en mis intentos de hacer que «todas las cosas me ayuden a bien».

Freethought Today, enero/febrero 1985.