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ADAM estaba absorto en esos recuerdos cuando empezó a sonar el teléfono de su habitación. Era un sobrino de Tania, que lo llamaba de parte de ésta para preguntarle si estaba dispuesto a decir unas palabras en las exequias de Mourad «en nombre de sus amigos de la infancia».
Al ver que titubeaba, a su interlocutor le pareció oportuno enumerar a las personalidades que pasarían por la tribuna. Cada vez que oía un nombre, o casi, Adam hacía una mueca. Pero, dadas las circunstancias, no se sentía capaz del desenfado suficiente para negarse en redondo. Estaba aún buscando las palabras cuando el joven añadió: «¡Será el miércoles a las once!». Adam se aferró al instante a esa especificación trivial como a un salvavidas para responder que, por desgracia, no podía quedarse hasta esa fecha porque tenía fijado un examen precisamente ese día.
¡Todo mentira!—confesaba esa misma noche en su libreta—. Estoy de semestre sabático desde febrero, no tengo ni clases, ni seminarios ni exámenes hasta el mes de octubre. Pero por nada en el mundo habría querido tomar la palabra en el sepelio de Mourad.
¿Por qué? Sobre la marcha no habría podido decirlo. Como la petición me pilló de improviso, contesté lo primero que se me vino a los labios.
Suelo fiarme de mis impulsos: no porque sean infalibles, sino porque tengo comprobado, con el paso de los años, que me equivocaba muchas más veces cuando me pensaba algo mucho, cuando intentaba tener en cuenta todo lo habido y por haber o, peor aún, cuando ponía enfila mentalmente, en dos columnas enfrentadas, los pros y los contras.
Por eso diferencio ahora dos maneras de pensar. En una, me funciona la cabeza como un caldero: abarca todos los factores a la vez y los «computa» sin que yo lo advierta para darme de una vez el resultado final. En la otra, la cabeza me funciona como un vulgar cuchillo de cocina; se dedica a cortar la realidad echando mano de nociones tan poco sutiles como las «.ventajas» y los «inconvenientes», lo «afectivo» y lo «racional», sin más resultado que liarme más todavía.
¡Cuántas veces he tomado decisiones desastrosas por razones excelentes! ¡O, al contrario, las mejores decisiones en contra del sentido común]
He llegado, pues, a decirme que valía más que decidiera de entrada, de sopetón; y que, luego, me sumergiera pacientemente en mi fuero interno para entender la elección.
Al tratarse de unas exequias, no necesité mucho rato para justificar, al menos a mis propios ojos, mi negativa espontánea y, así, atenuar los remordimientos.
En vista de la forma en que Mourad se ha portado en estos últimos años, no hay razón alguna para, que me sume a los homenajes que le hagan, por mucho que sean a título póstumo. Una cosa es dar educadamente el pésame por el fallecimiento de una persona a quien hemos conocido y otra es dar la impresión de que ha venido uno de París ex profeso para hablar en su entierro, rodeado de sus aliados políticos, de sus socios en los negocios, de quienes lo apadrinaban y de quienes le debían algo. Todos esos personajes con quienes tuvo que tratar mi antiguo amigo en la cloaca de la guerra sé muy bien por qué medios llegaron a poderosos y ricos. No querría ni aparecer después de ellos en la tribuna ni antes; y ni siquiera tengo ganas de estrecharles la mano.
¡Si me fui de este país fue precisamente para no tener que estrechar esas manos!
Pocos minutos después fue la viuda en persona quien llamó. Para insistir. ¿No podía Adam retrasar la marcha hasta finales de semana? Él volvió a negarse, repitiendo la misma mentira, con claridad y de forma un tanto abrupta por aquello de evitar cualquier regateo sentimental.
—¡Lo siento! Tengo que irme. Mis alumnos me esperan.
Hubo un silencio incómodo. Tania no daba con las palabras para convencerlo y él no daba con las palabras para disculparse. Al final, Tania acabó por decir, aparentemente resignada:
—Me hago cargo… En cualquier caso, nunca olvidaré que cogiste el avión para venir a verlo.
Aquella actitud amable le devolvió en el acto a Adam la quemazón del remordimiento. No tanto como para hacerlo cambiar de opinión pero sí lo bastante para que sintiera la necesidad de compensar su ausencia en las exequias con algún detalle afectuoso.
—Tengo intención de escribir a nuestros amigos comunes para contarles lo sucedido. Estoy seguro de que querrán enviarte mensajes de amistad. Albert, Naím y unos cuantos más…
—Sí, escríbeles —aprobó la viuda de Mourad—. Hace años que no sé nada de ellos. Supongo que se disgustarán.
—Por descontado.
—Sería estupendo poder reunir, en su memoria, a todos los amigos de antes. Por ejemplo, en abril del año que viene, para la ceremonia del aniversario. ¿Tú crees que vendrían?
—¿Por qué no?
—Podríamos hacerlo antes incluso. Para la «cuarentena» por ejemplo.
Según una antigua tradición, que se conserva en varias comunidades levantinas, se celebra una conmemoración cuarenta días después del fallecimiento. Desde el punto de vista de Adam, esa fecha la tenían demasiado encima para tocar a generala a los amigos. Pero no quería contrariar a la viuda.
—Si eso es lo que quieres, se lo puedo sugerir.
—Y tú ¿volverías?
—Ya tendremos ocasión de hablarlo.
—¡Te estás escaqueando!
—No, Tania, no me estoy escaqueando. Pero no vamos a decidirlo todo ahora mismo. Primero escribiré a los amigos para ver qué les parece. Luego, ya veremos.
—¡Te estás escaqueando! —repitió ella—. Mañana te irás y echarás el proyecto al olvido. A tu amigo le habría gustado tanto que…
Se le quebró la voz.
—Si quieres, me paso a verte esta noche y hablamos tranquilamente de ese encuentro para que pueda hacerles a los amigos sugerencias concretas. ¿Te va bien?
Para Adam no era eso una forma de abreviar una conversación en que se encontraba a disgusto. Quería de verdad verla antes de irse. Tenía la sensación de que había estado muy poco tiempo con ella. A fin de cuentas, había hecho ese viaje porque se lo había pedido Tania y casi no habían hablado. Sólo aquella visita furtiva a la clínica, aquel abrazo casi mudo. Se dijo que, al menos, tendría que pasar cierto tiempo con ella, sobre todo si tenía intención de esfumarse antes del entierro.
—¡Dime en qué momento vas a estar sola a primera hora de la noche! E iré a verte.
Un silencio muy largo. Si no hubiera sido por los ruidos de fondo, podría haberse pensado que se había cortado la comunicación.
Cuando la viuda de Mourad le contestó por fin, su interlocutor le notó en la voz algo así como una ronquera sardónica.
—Mi pobre Adam, te has convertido de verdad en un emigrante. ¿Me preguntas en qué momento estaré sola? ¿Sola en este país en un día como éste? Debes saber que estoy en el pueblo, en la casa vieja, y que debo de tener alrededor como unas cien personas, o quizá incluso doscientas. Vecinos, primos, gente más o menos conocida y también personas a las que no había visto nunca. Están por todos lados, en los salones, en la cocina, por los pasillos, en los dormitorios, y también en la terraza grande, y aquí se quedarán toda la noche y en los días venideros. ¿Sola? ¿Creías que iba a quedarme sola? Vete, vete sin remordimientos, coge el avión y vete a tu casa, a París; ya volveremos a vernos más adelante, en otras circunstancias.
Adam no podía contestarle en idéntico tono el mismo día en que Tania acababa de perder a su marido. Aunque tanta agresividad lo exasperase, se limitó a decir, antes de colgar:
—¡Eso es! Ya nos veremos más adelante. ¡Cuídate!
¡La verdad es que no me he merecido ese ataque! Intentaba portarme de forma amistosa y atenta. Me estaba esforzando por ir en la dirección que ella quería. Nada justificaba que la emprendiera conmigo así.
A lo mejor he hecho mal en preguntarle si iba a quedarse sola. Lo habrá interpretado como un feo o como una señal de compasión. Cuanto quise decir fue que esperaría para ir a su casa a que los visitantes se hubieran marchado y se quedase a solas con la familia. Pero lo que le dije sólo le ha valido de pretexto. Si está rabiosa, la razón auténtica es que me haya negado a hablar en las exequias de Mourad. Y quizá, remontándonos en el tiempo, que llevara tanto tiempo peleado con él y no acabara con ello de forma definitiva aceptando, precisamente, pronunciar una oración fúnebre. Pero eso no habrá quien me obligue a hacerlo. Ni con halagos ni con exhortaciones, y menos aún con semejante despliegue de agresividad.
Por más que hago por entrar en razón, no consigo calmarme, ¡Estoy indignado!
Lo que más me ha herido en ese ataque de Tanta ha sido que me haya dicho que me vaya «a mi casa». Es muy posible que ahora considere ya que París es «mi casa». Pero ¿acaso eso me prohíbe considerar también mi ciudad natal como mi casa? En cualquier caso, nada autoriza a una tercera persona, amiga o enemiga, de luto o no, a remitirse así a mi condición de forastero.
¡Ya que hay quien quiere echarme, no me pienso ir! Seré yo quien elija el momento de irme cuando me convenga.