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CUANDO llegó Adam al monasterio aquella mañana, fray Basile tenía preparadas sus cosas. Había dicho a los monjes la víspera que seguramente iba a irse de viaje y que volvería el domingo por la noche.

Su amigo quiso cogerle el equipaje, pero insistió en llevarlo personalmente. De todas formas, sólo era una cartera de cuero, que estaba claro que no pesaba.

 

De lo que sucedió en la hora siguiente poco se sabe, ningún testigo ha dicho nada y sólo se puede comparar hipótesis.

Los hechos tal cual son que el coche de Semiramis tuvo un accidente, que el chófer y uno de los pasajeros se mataron y que el otro ocupante quedó gravemente herido. Cuando escribimos estas líneas, aún no ha recobrado el conocimiento.

Se cree que el vehículo se salió repentinamente de la carretera y dio dos o tres vueltas de campana antes de saltar, por así decirlo, al vacío. Se estrelló, más abajo, contra una roca. Luego explotó y el fuego se extendió a los matorrales.

Aparecieron dos cuerpos, calcinados, dentro del coche destrozado. «Kiwan Y., chófer, de 41 años», y «Ramzi H., ingeniero, de 50 años», dice el informe de la policía. No se menciona a fray Basile. «Adam W., profesor, de 47 años», yacía inconsciente, a unos quince metros de distancia, tras salir despedido del coche: seguramente abrió la puerta para intentar salvarse.

Nadie vio el accidente, nadie oyó la explosión y el incendio se apagó solo sin que nadie diera aviso. Hay que decir que ese rincón de la montaña, a diez kilómetros del monasterio de Las cuevas, es árido, pedregoso, ondulado y poco frecuentado.

No puede descartarse que algún testigo haya visto el accidente y no haya dicho nada. Si el coche dio un bandazo, quizá fue para no chocar con otro coche. En ese caso, el conductor sería en parte responsable del drama y pudo optar por no dar señales de vida. Pero no es la única hipótesis. Entra dentro de lo posible que Kiwan no quisiera atropellar a un animal, un zorro por ejemplo, o un chacal, o un perro.

¿No le reprochaba acaso Adam al chófer del hotel aquella cortesía tan fuera de lugar que lo movía a darse la vuelta para mirar a su interlocutor cuando éste le dirigía la palabra y a apartar la vista de la carretera? No puede descartarse que sea ésa la causa del drama. Pero no es sino una especulación, y es muy probable que no sepamos nunca la causa real de lo sucedido. «… se salió de la carretera por causa desconocida en el paraje llamando al-Sanassel.» La investigación de la policía no pasará de ahí.

 

Los amigos de Adam tardaron en preocuparse.

Habían llegado todos puntales, e incluso con cierto adelanto. Semiramis los recibió en su casa particular, decorada con tonos cálidos de dominante roja, ocre y tierra de Siena; y relativamente espaciosa, incluso aunque su dueña dijera que era pequeña si se la comparaba con el edifico grande convertido en hotel.

En la amplia habitación cuadrada que hacía las veces de cuarto de estar las paredes estaban forradas de libros, y el suelo cubierto de dos o tres capas de alfombras persas. Los sillones y los sofás eran viejos y no hacían juego, pero tenían colores armoniosos y almohadones mullidos y acogedores.

Se suponía que los amigos se reunían allí sólo para tomar una copa de bienvenida antes de ir al último piso del hostal, que Semiramis había mandado preparar para almorzar espléndidamente.

 

Poco antes de las doce y media, Dolores llamó a Adam para saber si les faltaba mucho. No le cogió el teléfono. Probó varias veces; luego, al cabo de un cuarto de hora, le preguntó a Semiramis si sabía el número del chófer. Tampoco éste contestaba. Ramez las tranquilizó diciéndoles que a lo mejor el coche estaba en una zona donde funcionaba mal «el celular». Era posible, y, efectivamente, algunos se tranquilizaron. Pero no Dolores. Ya eran los dos menos veinticinco y conocía lo bastante a su compañero para saber que lo horrorizaba llegar tarde. Sobre todo en una ocasión como aquélla, ¡ese reencuentro que había organizado personalmente!

Cierto es que, al principio, Adam no le veía demasiadas posibilidades al proyecto. Las primeras cartas de invitación las escribió incluso sólo para consolar a la viuda de Mourad y para calmar sus propios remordimientos. Lo sorprendió el entusiasmo de sus amigos y la rapidez con la que se las apañaron para acudir.

Que esas personas, a las que la guerra y también los azares de la vida habían desperdigado, que se hallaban ahora en varios continentes, que se movían en diversas esferas profesionales, políticas o espirituales, y que llevaban sin verse un cuarto de siglo, se mostrasen dispuestas todas ellas a coincidir así, por una seña de Adam, en aquel hotel de montaña, podía parecer comprensible a posteriori; pero cuando redactó las cartas, no se lo esperaba.

Habrá que creer que existía en todos ellos un potente deseo de volver a anudar los vínculos con los amigos de antaño; y también, por supuesto, a través de esos amigos, con la vida anterior. Antes de la guerra, antes de la dispersión, antes de la descomposición de su sociedad levantina, antes de la desaparición de los seres a quienes quisieron. Quizá tenía razón Albert al decir, como lo hizo en una carta, que si los amigos no habían vuelto a reunirse desde los tiempos de la universidad había sido por culpa de Mourad: «En reunirse con él no había ni que pensar, y reunirse sin él habría sido un sinsentido. […] su desaparición es la circunstancia ideal que nos permitirá por fin volver a vernos», escribió.

Fuere cual fuere la explicación, el sueño se estaba cumpliendo… pero también se estaba estrellando. Tanto en el sentido figurado como en el propio. De las diez personas previstas, ocho estaban presentes antes de la hora, impacientes por ver llegar al «organizador» para que pudiera abrirse la sesión.

Además de Semiramis, Dolores y Naím, que ya estaban in situ, el primero en llegar fue Albert; y luego, Ramez y Dunia; Nidal llegó dando las doce y media, callado, reservado, preguntándose aún, estaba claro, qué pintaba él entre todos aquellos impíos; Tania llegó a eso de la una, jovial, locuaz y vestida de luto. Sólo faltaban ya Adam y fray Basile.

 

Fue en torno a las dos y media cuando la preocupación se convirtió en pánico. Ramez se levantó: «¡Tenemos que ir a ver dónde están!». Un minuto después, arrancaban dos coches. El suyo, en que iban Dunia y Dolores; y el de Nidal, que llevaba a Albert y al maítre, Francis, que estaba preocupado por su hermano y era el único que conocía bien la carretera, ya que Semiramis tenía que quedarse. Tania y Naím decidieron quedarse con ella.

 

Los dos coches tardaron una hora en llegar al lugar maldito. Se había formado una aglomeración —vehículos parados a la orilla de la carretera, gente que gesticulaba señalando con el dedo el fondo del valle, desde donde se alzaba una humareda poco densa—. Ya habían bajado otras personas, algunas de uniforme caqui.

«He venido al encuentro del fantasma de un amigo y ya soy yo también un fantasma», había escrito Adam el día en que llegó. Por desgracia, no sabía qué razón tenía. A quienes lo han visto tendido en su cama de hospital, sin rostro, sin mirada, tieso y tan blanco, envuelto en vendas, les ha dado, efectivamente, la impresión de que estaban contemplando un fantasma.

 

*

 

En su libreta postrera, que le encontraron encima, había escrito muchas páginas con fecha del viernes 4 de mayo y también algunas con fecha del sábado 5, estas últimas seguramente al regresar de la velada en Le Code civil.

 

Esperaré a que haya llegado el último y estemos en el restaurante antes de pedir silencio para tomar formalmente la palabra, de pie y con el texto a la vista. Como sólo seremos diez amigos, una reunión muy pequeña, alrededor de una mesa puesta, me sentiré en la obligación de asegurar, a modo de preámbulo, que no pienso echar un discurso. Pero eso es exactamente lo que tengo intención de hacer. Tras escribir a unos y entrevistarme con otros para convencerlos de que vinieran, no estará de más que les vuelva a decir, con una pizca de solemnidad, por qué era importante que nos volviéramos a ver tras tantos años de alejamiento y de qué teníamos que charlar.

Hablaré en francés para que Dolores no se sienta excluida. Y también porque es en esa lengua en la que me expreso con más soltura después de tantos años de ejercer la docencia en París.

Mis primeras palabras serán forzosamente las más conciliadoras. Más adelante —a la hora de la cena o el domingo— entraré, puesto que es necesario, en los temas enojosos.

«Lo que nos reúne —diré— es, de entrada, el recuerdo de quienes nos abandonaron. La prematura desaparición de Mourad nos ha recordado qué cerca deberíamos haber seguido estando y cuánto nos dispersamos. Nadie hizo más que él por reunimos cuando teníamos veinte años y también es a él a quien le debemos habernos reunido hoy. A él y a Tania, que me animó muchísimo a que os invitase a este reencuentro, que, lo confieso, me parecía casi imposible organizar, y más aún en un plazo tan breve. Querría agradecer a Tania, sobre todo, que se haya sobrepuesto a su duelo para acudir a compartir con nosotros no sólo nuestras lágrimas de nostalgia, sino también nuestras inevitables risas. Dedico de antemano todas esas lágrimas y todas esas risas a los que ya se fueron.

 

»El primero fue Bilal. Quienes, de entre nosotros, lo conocimos no podremos olvidarlo nunca. Lo recuerdo muchas veces, y también nuestros paseos, nuestras charlas, su mirada y su voz. Incluso hoy, y pese al paso de los años, hay todavía historias que me apetecería contarle, textos que me apetecería darle a leer, temas que me apetecería discutir con él, y maldigo las circunstancias que hicieron que desapareciera tan pronto. No será Nidal quien me lleve la contraria. Si ha aceptado sumarse a nosotros, ha sido porque pronuncié el nombre de su hermano. Muchas cosas nos separan, pero siempre nos unirá el recuerdo de un escritor en ciernes cuya vida segó un proyectil de obús al principio de la guerra.

»Me pregunto a veces cómo habría sido su obra literaria si le hubiera dado tiempo a dedicarse a ella, ¿Tenía el talento de esos poetas y esos novelistas a quienes admirábamos los dos? Quiero creer que sí. De lo que estoy absolutamente seguro es de que tenía temperamento de escritor; y de que también tenía rarezas de escritor.

» Una de esas rarezas tenía que ver conmigo. Cuando oyó mi nombre por primera vez, no me preguntó por Eva, como no pueden evitar hacerlo tantas personas. Pero se prometió, aparentemente, hablarme a partir de ese momento como si yo fuera el otro Adam, el antepasado, y tuviera en la cabeza la historia entera de los humanos.

»Esa broma podría haberme resultado irritante, tanto más cuanto que la repetía incansablemente cada vez que nos veíamos. Pero no reaccioné así. Esa atención particular me halagaba. Y, además, su insistencia me movía a meditar acerca del sentido de los nombres y el destino que va unido a ellos. Nos acostumbramos a nuestro nombre tan pronto que no pensamos ya en qué quiere decir ni en la razón por la que lo llevamos.»

 

Adam dedicaba luego varios párrafos a los nombres de las personas que iban a reunirse en torno a la mesa, con una mezcla de erudición y fantasía y no sin algunas salidas humorísticas. Por ejemplo, recordaba la frase de la Hanum que decía que «Naím es el otro nombre del paraíso». Explicaba que Bilal era un liberto abisinio cuya voz agradaba al Profeta y a quien convirtió éste en su principal almuédano; y añadía que en Java «incluso en la actualidad, todos los almuédanos se llaman Bilal». Daba un rodeo para llegar a Semiramis, «reina mítica de Mesopotamia a quien —ya por entonces— veneraban como a una diosa», y podemos suponer que al llegar a lo de «ya por entonces» le habría guiñado un ojo a la «señora del castillo»; luego otro rodeo para Mourad, «el Deseado, el Ansiado, un nombre inventado en los cenáculos místicos para nombrar al Altísimo, y que los europeos de la Edad Media pronunciaban Amourat», antes de explayarse en el origen mariano de Dolores y la etimología germánica de Albert, noble e ilustre. Sin olvidarse de Basile, que quiere decir «rey» o «emperador», «y no es el nombre más humilde que podría llevar un monje».

Al llegar a su propio nombre, Adam había remitido, de entrada, a ese orador cuyo papel iba a ejercer a un texto que había escrito dos días antes.

 

Ver, con fecha del 3 de mayo, el párrafo que empieza con «Llevo en el nombre a la humanidad naciente, pero pertenezco a una humanidad que se extingue…»; me parece adecuado para la ocasión.

 

Pero se había arrepentido en el acto.

 

Tras volver a leer ese texto, estoy menos seguro de querer leérselo a mis amigos. Y, en cualquier caso, no el primer día, desde luego. No es un texto de apertura y de acogida, sino de clausura y de adiós, ¿De qué serviría que les dijera «Me incumbe a mí la aborrecible tarea de identificar los rasgos de aquellos a quienes he querido y de asentir luego con la cabeza para que vuelvan a taparlos. Me ha tocado hacerme cargo de las extinciones»?

El final es algo menos lúgubre. «Mi gran alegría es haber encontrado entre las aguas unos cuantos islotes de delicadeza levantina y de ternura serena. Y eso me proporciona otra vez, al menos de momento, un apetito nuevo por la vida, razones nuevas para luchar y quizá, incluso, un estremecimiento de esperanza, ¿Ya más largo plazo? A largo plazo, todos los hijos de Adán y Eva son niños perdidos.»

Podría quedarme en «esperanza» y guardarme para mí las palabras siguientes.

¡No! Bien pensado, necesitaría un epílogo más matutino, más vigoroso, que dé pie aponer en marcha los debates. Tengo que pararme a pensarlo, ya daré con ello…

 

Ese epílogo diferente Adam no lo escribió en ninguna parte. Quizá lo estaba componiendo mentalmente cuando el coche se salió de la carretera. Sólo lo sabremos el día en que recupere el conocimiento.

¿Llegará a recobrarlo? Los médicos no se pronuncian. Dicen que va a estar mucho tiempo entre la vida y la muerte, antes de bascular hacia un lado o hacia otro.

Dolores, que lo ha trasladado en avión ambulancia a una clínica parisina y que no se aparta de la cabecera de su cama, prefiere decir que está en suspensión. «Como su país, como este planeta —añade—. En suspensión, como todos nosotros.»

 

 

 

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