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EL jueves, cuando se quedó dormido, Adam no tenía ni idea de que al día siguiente sin ir más lejos iba a alzar el vuelo hacia el país de sus orígenes tras lustros de alejamiento voluntario y para ir al encuentro de un hombre a quien se había prometido no volver a dirigir la palabra.
Pero la mujer de Mourad supo dar con las frases implacables:
«Tu amigo se muere. Quiere verte».
El timbre sonó a las cinco de la mañana. Adam cogió el teléfono a tientas, pulsó una de las teclas encendidas y contestó: «No, de verdad que no estaba durmiendo», o cualquier otra mentira por el estilo.
Su interlocutora le dijo a continuación: «Te pongo con él».
Tuvo que contener el aliento para oír el del moribundo. E, incluso así, más que oír las palabras, las intuyó. La voz lejana era como un susurro de telas. Adam tuvo que repetir dos o tres veces «Claro» y «Entiendo» sin entender nada ni tener nada claro. Cuando la otra voz calló, le dijo, prudentemente: «¡Adiós!». Aguzó el oído unos cuantos segundos, para comprobar que la mujer no había vuelto a ponerse al aparato; luego, colgó.
Se volvió entonces hacia Dolores, su compañera, que había encendido la luz y se había sentado en la cama, con la espalda apoyada en la pared. Parecía que estaba sopesando los pros y los contras, pero ya se había hecho una opinión.
—Tu amigo se muere, te llama, no puedes pensártelo; tienes que ir.
—¿Mi amigo? ¿Qué amigo? ¡Hace veinte años que no nos hablamos!
En realidad, en todos aquellos años siempre que alguien pronunciaba en su presencia el nombre de Mourad y le preguntaba si lo conocía, contestaba invariablemente: «Es un antiguo amigo». Sus interlocutores daban por hecho con frecuencia que había querido decir un «viejo amigo». Pero Adam no escogía las palabras a la ligera. «Antiguo amigo» era, pues, desde su punto de vista, la única expresión adecuada.
Dolores, cuando usaba ese giro en su presencia, solía contentarse con una sonrisa compasiva. Pero aquella mañana no sonrió.
—Si mañana riñese con mi hermana, ¿se convertiría en mi «antigua» hermana? ¿Y mi hermano, en mi «antiguo» hermano?
—Con la familia es diferente, no hay elección.
—Tampoco aquí tienes elección. Un amigo de juventud es un hermano adoptivo. Puedes arrepentirte de haberlo adoptado, pero ya no puedes desadoptarlo.
Adam habría podido explicarle largo y tendido en qué son diferentes los lazos de la sangre. Pero se habría aventurado al hacerlo en un terreno pantanoso. Su compañera y él no tenían, en última instancia, una sangre común. ¿Y eso quería decir que, por muy íntimos que hubieran llegado a ser, podrían un día volverse ajenos? Y que si uno de los dos llamaba al otro en el lecho de muerte, ¿podría suceder que tuviera que enfrentarse a una negativa? Sólo pensar en semejante posibilidad habría sido degradante. Prefirió callar.
En cualquier caso, los razonamientos no valían de nada. Antes o después, tendría que ceder. Tenía, sin duda, mil razones para guardarle rencor a Mourad, para retirarle la amistad e, incluso, dijera lo que dijera su compañera, para «desadoptarlo»; pero esas mil razones no tenían valor alguno ante la proximidad de la muerte. Si se negaba a acudir junto al lecho de su antiguo amigo, le remordería la conciencia hasta el último día de su vida.
Así que llamó a la agencia de viajes para sacar un billete para el primer vuelo directo, ese mismo día, por la tarde, a las cinco y media, con llegada a las once de la noche. Difícilmente podría haberse dado más prisa.