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CUANDO Semi vino a «secuestrarme» ayer por la noche, estaba contando, precisamente, el secuestro de Albert y las incontables preocupaciones angustiosas de quienes estaban metidos en el empeño de liberarlo.

¿Habrían sido quizá el secuestro y el tiempo que duró un choque salutífero para nuestro amigo? ¿Podrían haberle infundido nuevas ganas de vivir? Nada permitía afirmarlo.

«¿No sería acaso una sabia decisión dejarlo algún tiempo más en su agujero?—se preguntaba Mourad, al teléfono—. A decir verdad, mientras no lo traten mal, no me corre prisa verlo en libertad.»

Yo entendía muy bien sus temores. Había pensado lo mismo, por lo demás, en cuanto me enteré de que Albert estaba preso como rehén, ¿Era quizá posible que, al liberarlo, lo abocásemos a la muerte o, incluso, que, al secuestrarlo, lo hubieran salvado? Era una situación tan jocosa que se prestaba a la sonrisa, pero nosotros estábamos angustiados de verdad.

Mientras hablábamos, se me ocurrió el esbozo de una solución, que sugerí en el acto a Mourad.

—Si consigues que lo liberen, lo principal es que no vaya a su casa. Lo instalas dos o tres días en la tuya, en la montaña. Y luego me lo mandas aquí, a París. Y ya me haré yo cargo de él, ¿Crees que aceptará?

—¡Tiene que aceptar! Es la única solución sensata. Si se niega, lo secuestro yo. Hago un paquete con él y te lo mando.

—De acuerdo. Aceptaré el envío.

Creo recordar que la conversación acabó en una risa irreprimible poco respetuosa con la trágica situación.

 

Si nos fiamos de las notas de Adam y de los recuerdos de Tania, ese guión se llevó a cabo grosso modo. Aunque no sin unos cuantos contratiempos de última hora.

En cuanto su desventurado secuestrador lo puso en libertad, dejaron a Albert en las lindes de su barrio; Mourad y su mujer, que lo estaban esperando en coche a pocos metros, lo recogieron en el acto y se lo llevaron directamente a su casa del pueblo. El rescatado parecía sereno, como si nunca hubiera pensado en suicidarse ni nunca hubiera estado preso como rehén. Estaba lacónico, pero sonriente.

En los días sucesivos, Mourad lo llevó a que le hicieron fotos de identidad, le consiguió un pasaporte en la Dirección General de Seguridad y un visado en el consulado de Francia. Luego le compró un billete de avión para París. Sólo de ida.

Hubo, no obstante, dos momentos delicados. El primero cuando, al día siguiente de la liberación, el ex rehén dijo que quería ir a su casa. Sus amigos temían que siguiera con el deseo de poner fin a sus días, pero no podían negarse. Mourad le dio las llaves nuevas, porque habían tenido que cambiar la cerradura tras haberla forzado. Tania lo llevó a la ciudad y expresó el deseo de subir con él; Albert contestó con firmeza que prefería subir solo y ella no insistió; pensar en subir a pie los seis pisos no le hacía ninguna gracia; y de todas formas, se dijo, si Albert tenía decidido acabar con su vida no iba a ser posible impedírselo de forma indefinida. Así que lo estuvo esperando en la calle tres cuartos de hora, rezando el rosario e imaginando lo peor. Pero al fin regresó, con expresión sombría y una maletita en la mano.

Hubo otro susto el mismo día en que el ex rehén tenía que tomar el avión, cuenta Adam en su libreta.

 

Albert comunicó con toda tranquilidad que antes de ir al aeropuerto quería a toda costa ir a ver a su secuestrador para despedirse. Se lo había prometido y no tenía intención alguna de faltar a esa promesa. Como no consiguieron disuadirlo, Mourad y Tania decidieron acompañarlo.

La casa del dueño del taller de automóviles estaba al final de un callejón sin salida; se llegaba por un camino de tierra que las lluvias del día anterior habían cubierto de barro. Las paredes seguían teniendo el tono del hormigón, como si nunca se le hubiera ocurrido a nadie pintarlas. El patinillo estaba atestado de neumáticos viejos.

—Allí estaba esperándonos el matrimonio. Son unas buenas personas y está claro que el centro de sus vidas es el taller. Y también, por supuesto, su hijo único, del que hay fotos por todas partes, algunas enmarcadas, otras en carteles recientes que fueron avisos de búsqueda cuando aún había esperanza. El salón es como un santuario en memoria del hijo perdido.

»Tania y yo les dimos el pésame. Nos contestaron educada y dignamente, como corresponde apersonas que están de luto. Luego el padre susurró con labios trémulos: "¡Ustedes no tienen culpa de nada!". Y cuando se les acercó Albert… ¡había que verlos! El hombre lo cogió de un brazo y la mujer del otro y lo abrazaron a un tiempo: "¡Cuídate!", "¡prométenos que no harás más tonterías!", "¡la vida no tiene precio!". Se echaron a llorar. Albert rompió en sollozos. Y luego empezamos a llorar Tania y yo.

»Cuando nos levantamos para irnos, volvieron a empezar: "¡No tardes mucho en venir a vernos!". Y una vez más: "¡Cuídate!". Albert lo prometía y lo juraba. Era el más emocionado de todos y, en el coche, camino del aeropuerto, seguía secándose las lágrimas.

—Y ¿ha salido para París?

—¡Sí, gracias a Dios! Nos quedamos en el aeropuerto hasta que despegó el avión. Luego, nos fuimos para llamarte. Debería llegar a eso de las tres y media.

—Estupendo. Voy a comer corriendo y me marcho a recogerlo.

Me acuerdo de que oí en el extremo levantino de la línea un largo, un larguísimo suspiro de alivio.

—Estamos encantados de traspasarte el caso, ¡Buena suerte!

 

Al recordar las palabras de Mourad, su voz, su risa, cómo se entregó a la salvación de Albert, cuánta era nuestra complicidad, no puedo por menos de pensar que en este mismo momento yace en su ataúd a la espera de que lo entierren. Dejar constancia por escrito de nuestra conversación me parece de pronto un homenaje al amigo perdido.

¿Debería este homenaje discreto, evocado en la intimidad de estas páginas, atenuar mi sentimiento de culpabilidad o, al contrario, debería reanimarlo tanto que me hiciera cambiar de postura en lo referido a las honras fúnebres?

No, no tengo ninguna gana de asistir. Si es que tiene que haber entre él y yo una reconciliación póstuma, no transcurrirá en público, con un micrófono delante, sino en el recogimiento y el cuchicheo de las almas.