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NADIE lo estaba esperando en el aeropuerto. Y esa incomodidad trivial, que Adam habría debido, desde luego, prever, ya que no había avisado a nadie de que llegaba, trajo consigo un desbordamiento de la tristeza y una confusión mental pasajera. Tuvo que hacer un esfuerzo para acordarse de que acababa de aterrizar en su ciudad natal, en su propio país.
20 de abril, continuación
Paso por la aduana, entrego el pasaporte, lo recojo y salgo, recorriendo con la vista el gentío con una mirada de niño abandonado. Nadie. Nadie me dirige la palabra, nadie me espera. Nadie me reconoce. He venido al encuentro del fantasma de un amigo y ya soy yo también un fantasma.
Un taxista me ofrece sus servicios. Acepto con la mirada y dejo que se lleve mi maleta hacia su coche, un Dodge viejo aparcado a mucha distancia de la fila reglamentaria. Está claro que es un taxi ilegal, sin placa roja y sin contador. No protesto. Normalmente, esos usos me irritan, pero esta noche me hacen sonreír. Me traen a la memoria un entorno familiar, los reflejos de andarse con cuidado. Me oigo preguntar al hombre, en árabe y con el acento de la tierra, por cuánto me va a salir la carrera. Solapara evitar la indignidad de que me tome por un turista.
De camino, tuve la tentación de llamar a unos primos, a unos amigos. Ya eran las doce de la noche, cinco minutos arriba o abajo, pero conozco a más de uno a quien no le habría importado la hora y me habría invitado insistentemente a alojarme en su casa. Al final, no llamé a nadie. De pronto, notaba la necesidad de estar solo, de ser anónimo, algo así como clandestino.
Esta sensación nueva empieza a gustarme. De incógnito en mi tierra, entre los míos, en la ciudad en que crecí.
Mi habitación del hotel es amplia, las sábanas están limpias, pero la calle ha resultado ruidosa, incluso a estas horas. Está también el ronroneo obsesivo de un aire acondicionado que no me he atrevido a apagar por temor a despertarme sudando a mares. No creo que el ruido me impida dormir. El día ha sido largo, el cuerpo no tardará en embotarse, y la mente también.
Sentado en la cama, sin más luz que la de la lámpara de cabecera, no puedo dejar de pensar en Mourad. Me esfuerzo por imaginarlo tal y como debería ser ahora. La última vez que estuvimos juntos tenía veinticuatro años, y yo, veintidós. En mi recuerdo, estaba en plena forma y era feroz y atronador. Con el paso del tiempo, la enfermedad lo habrá deteriorado seguramente. Me lo imagino ahora en su antigua casa familiar, en el pueblo, en un sillón de inválido, con la cara lívida y una manta de lana en las rodillas. Pero a lo mejor está en el hospital, en una cama metálica, rodeado de goteros, de aparatos que parpadean y de vendas; y, pegada a la cama, la silla en que me pedirá que me siente. Mañana lo sabré.