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SEMIRAMIS no vivía en el hostal que llevaba su nombre; o, al menos, no en el edificio principal, sino a pocos pasos de él, en un anexo que rodeaban árboles tupidos.
—Estos pocos metros me protegen. Si no, vendrían a llamar a mi puerta cada vez que hubiera una reserva, una anulación o un escape de agua. En mi casita, puedo leer, como ves —dijo, haciendo pasar a su invitado y encendiendo las luces, que revelaban paredes cubiertas de libros.
—Pues no es tan pequeña tu casita.
—Es sólo lo que estás viendo. Aquí, mi biblioteca; en el primero, mi cuarto y el cuarto de baño; y una veranda.
—Donde tomas baños de sol en verano tapada con una hoja de parra…
—Hago algo mejor, para quitarme una obsesión. He instalado un montaplatos eléctrico. Todas las mañanas me traen el desayuno, lo dejan en una hornacina, aprieto un botón y la bandeja aparece en la veranda. Es una dicha de la que no me cansaré nunca.
Hubo un silencio. Todavía estaban de pie en la entrada; su anfitriona no le había dicho que se sentara. Adam miró el reloj y dio un paso hacia la puerta, que seguía abierta.
—Si me besas antes de irte, no pediré socorro.
Se volvió. Semiramis tenía los ojos cerrados, los brazos caídos y en los labios entreabiertos una sonrisa traviesa. Volvió junto a ella y le dio un beso en la mejilla derecha y otro en la mejilla izquierda; luego, tras titubear unos instantes, un tercer beso, más furtivo, en los labios. Nada se movió en Semiramis, ni los brazos, ni los párpados ni un músculo de la cara. Adam retrocedió un paso, a punto de irse; pero, al ver que seguía inmóvil, dio otro paso para acercarse a ella, la rodeó con los brazos y la estrechó suavemente, en un abrazo fraterno. Ella seguía sin moverse. Adam la abrazó algo más fuerte, y ella se le acurrucó entre los brazos, o dejó que él la acurrucara.
Se quedaron así, juntos, con los cuerpos pegados, sin una palabra, sin fogosidad aparente, contentándose ambos con respirar la tibieza del otro y su aroma. Luego, Semiramis se apartó de Adam para decir, con entonación neutra:
—Habrá que comprobar si está bien cerrada la puerta.
Tras decirlo, se agachó, se quitó los zapatos, los cogió y empezó a subir la escalera hacia su cuarto, sin volverse para mirar atrás.
Al llegar a la puerta, a Adam le entró la duda, «como la otra vez». ¿Tenía que cerrar la puerta desde dentro o desde fuera? Se quedó perplejo y un tanto avergonzado. Pero también divertido al comprobar que tenía, a su edad, los mismos escrúpulos que en la adolescencia y las mismas preguntas. ¿Le extrañaría a su amiga verlo subir a su cuarto? ¿O, antes bien, se quedaría decepcionada y ofendida si veía que no subía?
Por fin, cerró la puerta, echó el pestillo, apagó la luz y se dirigió a la escalera dejándose guiar por la luz del primer piso.
Al llegar al umbral del cuarto de «Semi, la belleza», no pudo por menos de anunciar con voz poco firme: «No me he ido…». No oyó más respuesta que el golpeteo de una ducha.
Tres minutos después, volvió a aparecer su amiga envuelta en una toalla blanca muy grande.
—No cuentes conmigo para echarte —dijo.
Se les cruzó la mirada y ambos notaron en el otro el destello de la espera.
—¿Tienes otra toalla igual?
—¡Todo un montón! Y hasta te he dejado un poco de agua caliente.
Cuando Adam volvió del cuarto de baño, las luces estaban apagadas, pero había en la habitación una claridad que venía de fuera. Se quitó la toalla en que se había enroscado y la arrojó hacia la silueta negra de un sillón. Luego se metió deprisa debajo de la manta. A Semiramis le dio un escalofrío el primer contacto con la piel fría del «intruso»; pero, en vez de apartarse, lo apretó con fuerza contra el pecho para darle calor.
Se quedaron mucho rato pegados uno a otro, quietos, como si estuvieran esperando volver a tener los cuerpos calientes y secos y que se familiarizasen entre sí. Luego, apartando la ropa, el hombre se irguió sobre el brazo izquierdo para pasar despacio la palma de la mano derecha por la piel de la mujer. Primero por los hombros, luego por la frente, luego otra vez por los hombros, por las caderas, por los pechos, despacio, con paciencia, minuciosamente, como si estuviera levantando un plano topográfico.
Al tiempo que se dedicaba aplicadamente a esa tarea, susurraba muy bajo:
—Tomarse el tiempo necesario para visitar los paisajes de tu cuerpo. Las colinas, las llanuras, los bosquecillos, los barrancos…
Semiramis no se movía. Con los ojos cerrados, parecía tener toda la atención y todos los sentidos puestos en la mano amiga que descubría su piel, que volvía a dibujarla y le rendía tributo.
Luego Adam se inclinó para poner los labios en las superficies que acababa de alisar con la mano. En la frente, en los hombros, en los pechos, y también en las mejillas, los labios, los párpados, pero sin insistir, sin hacer fuerza, sin dar mucho la impresión de que se trababa de un preludio erótico. Como si estuviera también ahora levantando un plano. Cuidadosamente, muy en serio, con recogimiento; y a su aliento lo acompañaban palabras susurradas que su amiga no oía con claridad pero que entendía.
Luego se enderezó ella y él se tendió, quieto. La mujer repetía los mismos gestos, como si su piel los hubiera memorizado. Primero, con la palma de la mano; luego, con los labios.
Después enroscó todos los miembros alrededor del hombre, haciéndolo oscilar hacia un lado, hacia el contrario, colocándose encima de él, y debajo, hasta hacerle perder toda noción del espacio. La cama, que no tenía ya ni manta ni almohadas, no era sino una era blanca y desnuda donde giraban sus cuerpos acá y allá como las agujas desacordes de un reloj.
A ninguno de los dos le apetecía una noche breve, de fogosidad presta y final apresurado. Querían, antes bien, que aquella noche de amor se alargase y durase, como para tomarse la revancha de todo el tiempo pasado, como si el porvenir no fuera sino un engaño y como si para ellos dos no hubiera más que una noche, una noche en la vida entera, sólo una, aquella noche. De ellos dependía que el sol saliera lo más tarde posible. A ellos les tocaba dar con la medida justa entre el ardor y la persistencia.
A mitad de la noche, Adam no pudo por menos de preguntarle a la amante, al tiempo que volvía a acariciarle la frente y los hombros:
—Cuando te besé, abajo, ni siquiera me rodeaste con los brazos. Estabas tan tiesa, tan quieta, que me pregunté si no me valía más irme.
—Es exactamente lo que quería.
—¿Que me fuera?
—No, stupid!—dijo Semiramis—. Pero quería que te hicieras la pregunta y que tomases tú la decisión.
—¿Corriendo el riesgo de que me fuera?
—Sí, corriendo el riesgo de que te fueras. Te habría aborrecido si te hubieras ido, y me habría enfadado conmigo misma. Pero ya había ido demasiado lejos…
—¿Demasiado lejos?
—Te había traído hasta mi casa en plena noche. Te había dicho que no iba a pedir socorro. No iba, además, a cogerte de la mano para tirar de ti y meterte en mi cama. La pelota estaba en tu terreno; te tocaba a ti decidir si querías tenerme en tus brazos, besarme y, luego, subir estos pocos escalones hasta mi cuarto. O si preferías salir huyendo como la otra vez.
—Como la otra vez —repitió él sonriente e intentando imitar la voz de su amante.
Y volvieron a quedar abrazados con mayor ternura aún y animados de una vehemencia nueva.
Cuando al fin se quedaron dormidos, apaciguados, agotados, el cielo empezaba a volverse blanco.
La noche había sido de ellos dos, sólo de ellos dos, hasta las claras del alba.