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LA mujer de Mourad llamó a Adam de madrugada, al móvil. Creyendo que estaba todavía en París, le dijo secamente, sin más preámbulos, sin un saludo previo siquiera:

—No ha podido esperarte.

La habitación estaba todavía oscura. A Adam se le escapó el silbido de una palabrota. Luego puso a su interlocutora al tanto de que había llegado la víspera, que había venido, atendiendo a su petición.

Ella repitió, no obstante, ya lanzada:

—No ha podido esperarte.

La misma frase, palabra por palabra. Pero con tono diferente. Esta vez sin reproche. Tristeza, rabia y, quizá, una pizca de gratitud hacia Adam. El masculló una frase al uso.

Luego hubo unos cuantos segundos de silencio a ambos lados de la línea. Y, tras ellos, la viuda le dijo sencillamente: «¡Gracias!», como si contestase cortésmente al pésame. Después le preguntó dónde se alojaba.

—Te mando un coche. Tú solo no sabrías llegar.

Adam no protestó. Era consciente de que ya no era capaz de orientarse en aquella ciudad con calles sin letreros, sin números, sin aceras, donde los barrios llevaban nombres de edificios y los edificios el nombre de sus dueños.

Sábado 21 de abril

Tania ya va de luto. Mourad descansa, muy formal, bajo unas sábanas sin arrugas, con algodones en los orificios de la nariz. Tiene un ala entera para él solo: dos habitaciones contiguas, un salón, un balcón. La clínica es de mármol y de madera de alcanforero. El sitio para morirse como un perro de raza.

Estoy de pie, a los pies de la cama, y no lloro. Inclino la cabeza ante el cadáver, cierro los ojos, me quedo quieto, hago tiempo. Se supone que estoy meditando, pero tengo la cabeza vacía. Más adelante meditaré, haré que acudan los recuerdos de nuestra amistad difunta, más adelante me esforzaré por imaginar al Mourad de antes. Pero aquí, delante del cadáver, nada.

En cuanto oigo unos pasos tras de mí, aprovecho para cederle el sitio a otro. Me acerco a Tania y le doy un abrazo breve. Luego, voy a sentarme al salón. Que no es en realidad un salón. Tres sillones de cuero marrón, tres sillas plegables, una cafetera, unas botellas de agua mineral, un televisor sin sonido. Pero en una clínica es un lujo. Ya hay cuatro mujeres de negro y un hombre viejo y sin afeitar. No los conozco. Los saludo con la cabeza y me desplomo en el único asiento vacío. Sigo sin meditar; y no pienso en nada. Sólo intento poner cara de circunstancias.

Cuando veo que van llegando más personas, como si fueran una delegación, me levanto, vuelvo a hacer acto de presencia ante el cadáver y le doy otro beso a Tania, susurrando: «¡Hasta luego. Salgo de la clínica apretando el paso, como si me persiguiera una jauría.

 

Cuando me veo ya en la calle, solo entre los transeúntes, tranquilo entre el tumulto, tengo por fin un reflujo del pensamiento hacia ese hombre a quien he abandonado en el lecho de muerte.

Me vuelven retazos de conversación, risas, imágenes. Echo a andar recto, pienso en mil cosas dispersas sin detenerme en ninguna. La bocina de un taxi me devuelve a la realidad. Asiento con la cabeza, abro la portezuela, doy el nombre del hotel. El hombre me habla en inglés, lo que me hace sonreír y me irrita al tiempo. Le contesto en su lengua, que es mi lengua natal, pero seguramente con un poco de acento. Para disculparse por haber herido mi amor propio de emigrado, empieza a echar pestes del país y de sus dirigentes y se lanza a un encendido elogio de quienes tuvieron la inteligencia de irse.

 

Adam se limita a asentir cortésmente con la cabeza. En circunstancias diferentes, se habría implicado en la conversación porque el tema no le resulta indiferente. Pero ahora tiene prisa por quedarse solo, solo en su habitación, solo con los recuerdos que tiene de ese que ya no volverá a hablar.

Nada más llegar, se tiende en la cama y se queda mucho rato echado de espaldas. Luego se endereza, coge la libreta, garabatea unas pocas líneas y, después, le da la vuelta, como para estrenar, por el otro lado, otra libreta.

En la nueva página en blanco, arriba del todo, en el sitio donde se suele poner la fecha, escribe: «In memóriam», a modo de epígrafe, o quizá a modo de oración. Nada más. Y pasa a la página siguiente.

 

Mourad, el amigo desadoptado.

Nos ha separado la muerte antes de que pudiéramos reconciliarnos. Yo he tenido un poco de culpa, y él ha tenido otro poco, y también ha tenido culpa la muerte. Acabábamos de empezar a anudar de nuevo los vínculos cuando lo hizo callar de golpe.

Pero, en cierto modo, sí ha habido reconciliación. Sintió el deseo de verme, cogí el primer avión, la muerte llegó antes que yo. Bien pensado, quizá haya sido mejor así. La muerte tiene su sabiduría propia, hay veces en que vale más dejar las cosas en sus manos que en las de uno mismo, ¿Qué habría podido decirme mi antiguo amigo? Mentiras, verdades disfrazadas. Y yo, para no mostrarme despiadado con un moribundo, habría hecho como que lo creía y lo perdonaba.

¿Qué valor habrían tenido en semejantes condiciones ese reencuentro tardío y esas absoluciones recíprocas? Ninguno, a decir verdad. Lo que ha sucedido me parece más decente y más digno. Mourad sintió, en sus horas postreras, la necesidad de verme; yo me apresuré a acudir; él se apresuró a morirse. Hay en ello un toque de elegancia moral que hace honor a nuestra amistad pasada. Me satisface este epílogo.

Más adelante, si existe una vida más allá de la tumba, tendremos tiempo de explicarnos, de hombre a hombre. Y, si lo que hay es sólo la nada, nuestras discordias de hombres mortales no tendrán ya, en cualquier caso, gran importancia.

 

En este día que lo ha visto morir, ¿qué puedo hacer por él? Sólo lo que me pide la decencia: invocar con serenidad su recuerdo, sin condenarlo ni absolverlo.

 

El y yo no éramos amigos de la infancia. Crecimos en el mismo país y en el mismo distrito, pero no en el mismo ambiente. No coincidimos hasta llegar a la universidad, pero fue algo que sucedió enseguida, ya en los primeros días del primer año.

En el comienzo de nuestra amistad, estuvo aquella velada. Éramos, me parece, unos quince, más chicos que chicas, unos pocos más. Si tuviera que hacer una lista de memoria, seguramente se me olvidarían unos cuantos. Estábamos él y yo; y Tania, claro, Tania ya, que todavía no era su mujer pero que no iba a tardar en serlo; estaban Albert, Naím, Bilal y Semi, la belleza; estaban Ramziy Ramez, a quienes llamábamos «los socios», «los inseparables» o, sencillamente, «los dos Ram»… Entrábamos en la vida estudiantil con una copa en la mano y la rebeldía en el corazón, y nos parecía que entrábamos en la vida adulta. El mayor de nosotros iba a cumplir veintitrés años; yo, con diecisiete y medio, era el más joven; Mourad me llevaba dos años.

Era en octubre de 1971, en la terraza de su casa, una terraza inmensa desde la que se veía el mar de día y, de noche, el centelleo de la ciudad. Todavía me acuerdo de la mirada que tenía aquella noche, deslumbrada, colmada. Aquella casa era suya; antes había sido de su padre, de su abuelo, de su bisabuelo, e incluso de sus antepasados, ya que la construcción se remontaba a principios del siglo dieciocho.

Mi familia tenía antes en la montaña una casa hermosa.

Pero para los míos era un hogar, y un manifiesto arquitectónico; para los suyos, era una patria. Mourad siempre había sentido en ella algo así como una plenitud, la de los hombres que saben que un país es suyo.

Yo me sentí siempre en todas partes, desde los trece años, un invitado. Con frecuencia, me recibían con los brazos abiertos; a veces, me toleraban sin más; pero no fui en parte alguna un morador de pleno derecho. Continuamente disparejo, desajustado; de nombre, de mirada, deporte, de acento, de filiaciones reales o supuestas. Incurablemente forastero. En la tierra natal y también, más adelante, en las de destierro.

 

Hubo un momento, aquella noche, en que Mourad alzó el tono de voz sin dejar de mirar a lo lejos.

—Sois mis mejores amigos. A partir de ahora en esta casa estáis en la vuestra, ¡Para siempre!

Brotaron bromas y risas, pero sólo para ocultar la emoción. Luego Mourad alzó el vaso e hizo tintinear los cubitos de hielo. Repetimos, como un eco: «¡Para siempre. Unos a gritos; otros en un susurro. Luego, juntos, bebimos despacio.

Yo tenía los ojos húmedos. Cuando vuelvo a acordarme ahora, no puedo impedir que se me humedezcan otra vez. De emoción, de nostalgia, de tristeza, de rabia. Aquel instante de fraternidad fue el más hermoso de mi vida. Luego, pasó la guerra por allí. No hubo casa o recuerdo que salieran indemnes. Todo se corrompió: la amistad, el amor, la abnegación, las afinidades, la fe; y la fidelidad. Y también la muerte. Sí, en la actualidad, incluso la muerte me parece mancillada y desvirtuada.

No paro de decir «aquella noche». No deja de ser un compendio práctico. Hubo en la época en que nos conocimos incontables veladas que se me confunden ahora en la memoria en una sola. A veces me parece que estábamos siempre juntos, igual que una horda melenuda, y parábamos muy poco en casa de nuestras respectivas familias. No era así en realidad, pero es la impresión que me ha quedado. Seguramente porque los momentos intensos y los acontecimientos magnos los vivíamos juntos. Para alegrarnos, para indignarnos y, sobre todo, para pelearnos al respecto, ¡Dios, cuánto nos gustaban los debates y las argumentaciones!¡Cuántas voces!¡Cuántas trifulcas! Pero eran trifulcas nobles. Creíamos de verdad que nuestras ideas podían influir en el trascurso de los hechos.

En la universidad, para burlarse de nuestras continuas quisquillosidades, nos motejaban con el epíteto de «bizantinos», tomado en sentido ofensivo; y nosotros, por fanfarronería, lo adoptamos. Hablamos incluso de fundar una «hermandad» con ese nombre. Lo debatimos interminablemente, tanto, que nunca llegó a ver la luz, víctima precisamente de nuestro «bizantinismo». Algunos de nosotros soñábamos con convertir nuestra pandilla en un cenáculo literario; otros pensaban en un movimiento político que empezara entre estudiantes antes de extenderse a toda la sociedad; otros más sustentaban aquella idea tan atractiva que Balzac ilustró a su manera en su Historia de los Trece y a tenor de la cual unos amigos, pocos, pero entregados a causas comunes y portadores de una ambición común, un puñado de amigos valerosos, competentes y, sobre todo, unidos de forma indisoluble, podrían cambiar la faz de la tierra. A mí, personalmente, me faltaba poco para creérmelo. A decir verdad, incluso hoy en día acaricio a veces esa ilusión infantil. Pero ¿dónde demonios dar con una cuadrilla así? Por mucho que busquemos, este planeta está vacío.

 

En último término, nuestra pandilla de amigos no se convirtió ni en hermandad, ni en cenáculo, ni en partido ni en sociedad secreta. Nuestros encuentros siguieron siendo informales, abiertos, regados, ahumados y ruidosos. Y sin jerarquía alguna, aunque casi siempre nos reuníamos por iniciativa de Mourad. Habitualmente en su casa, en el pueblo, en la terraza de la antigua casa.

Desde aquel lugar, en suspensión entre el litoral y la alta montaña, íbamos a presenciar el fin del mundo, ¿Del «mundo»? En cualquier caso de nuestro mundo, de nuestro país tal y como lo habíamos conocido. Y me atrevo a decir que de nuestra civilización. La civilización levantina. Una expresión con la que sonríen los ignorantes y les chirrían los dientes a los partidarios de las barbaries triunfantes, los adeptos de las tribus arrogantes que se enfrentan en nombre del Dios único y no saben de peor adversario que nuestras identidades sutiles.

Mis amigos eran de todas las confesiones; y todos consideraban un deber, una coquetería, burlarse de la suya; y, luego, afectuosamente, de las de los demás. Éramos el esbozo del porvenir, pero el porvenir no pasó de esbozo. Todos dejamos que nos condujeran de nuevo, bien custodiados, al redil de la fe obligada. Nosotros, que nos jactábamos de volterianos, de camusianos, de sartrianos, de nietzscheanos o de surrealistas, volvimos a ser cristianos, musulmanes o judíos ateniéndonos a denominaciones específicas, un martirologio nutrido y los píos aborrecimientos que entran en ese lote.

 

Éramos jóvenes, era el alborear de nuestras vidas, y ya era el ocaso. Se acercaba la guerra. Reptaba hacia nosotros, como una nube radiactiva; ya no había forma de detenerla, como mucho podíamos huir. Algunos nunca quisieron llamarla por su nombre, pero era, desde luego, una guerra, «nuestra» guerra, esa que, en los libros de historia, llevará nuestro nombre. Para el resto del mundo, un conflicto local más; para nosotros, el diluvio. Nuestro país, de mecanismo frágil, hacía agua, empezaba a averiarse; íbamos a descubrir, al hilo de las inundaciones, que tenía difícil arreglo.

A partir de entonces, los años llevaron aparejadas, en nuestra memoria, tragedias. Y, en nuestro círculo de amigos, bajas sucesivas.

 

El primero en irse fue Naím, con toda su familia: padre, madre, dos hermanas, abuela. No eran los últimos judíos del país, pero pertenecían a la ínfima minoría que, hasta el momento, había querido quedarse. En la década de los cincuenta y los sesenta hubo una hemorragia sorda. Gota a gota, sin alboroto, la comunidad fue disolviéndose. Hubo quien se fue a Israel, pasando por París, Estambul, Atenas o Nicosia; otros escogieron ir a afincarse al Canadá, a los Estados Unidos, a Inglaterra o a Francia. Naím y su familia optaron por Brasil. Pero relativamente tarde, en 1973.

Sus padres le hicieron prometer que no revelaría nada de esos planes, ni siquiera a los amigos más íntimos; y cumplió su palabra. Ni una confidencia, ni una alusión.

La víspera misma se reunió la pandilla, como todas las noches o casi, en casa de Mourady Tania, en el pueblo, para tomar vino caliente. Estábamos afínales de enero o primeros de febrero. Hacía mucho frío en la casa vieja. Nos apiñamos en el salón pequeño alrededor de un brasero.

Supongo que hablamos de miles de cosas, como siempre que nos reuníamos; de las personas que nos gustaban o que no nos gustaban, de los acontecimientos políticos, de algunos sucesos, de un director de cine o de un novelista que hubiera muerto hacía poco… Por supuesto que no me acuerdo ya de qué tratamos en la conversación de aquella noche. De lo que estoy seguro, en cambio, porque me llamó la atención por entonces y he vuelto con frecuencia a pensar en ello, es de que en ningún momento salió a colación la emigración, el éxodo o la separación. Hasta la noche siguiente, cuando nos enteramos de que se había marchado Naím, no caímos en la cuenta, a posteriori, de que la velada había sido una velada de despedida.

Hubo, no obstante, un incidente extraño. Estábamos hablando de todo un poco cuando Tania se echó a llorar. Nada de lo que acabábamos de decir parecía justificar esas lágrimas que a todos, incluido Mourad, su novio, nos dejaron desconcertados. Le pregunté qué le sucedía y sollozaba de forma tal que no pudo contestarme. Cuando se le pasó, dijo: «Nunca más volveremos a estar reunidos todos juntos», ¿Por qué? No lo sabía. «Ha sido una sensación que me ha embargado de repente como si fuera una certeza y me he echado a llorar».

Para tranquilizarla y romper, por decirlo de alguna manera, el sortilegio, Mourad propuso entonces que volviéramos a reunimos al día siguiente a la misma hora y en el mismo sitio. Nadie puso la mínima pega. No podría jurar que todos, sin excepción, dijeran «hasta mañana», pero estaba implícito.

Nos separamos al amanecer. Yo acababa de comprarme mi primer coche, un Escarabajo ocre, y fui yo quien llevó a su casa a Naím. No me dijo nada de sus proyectos. Ni siquiera cuando nos quedamos a solas, por carreteras mal iluminadas y vacías.

Más adelante, años después, me contó en una carta que sus padres lo esperaron angustiados aquella noche. Tenían miedo de que renunciase a irse con ellos para quedarse con su pandilla de amigos y se preguntaban si debían irse sin él o aplazar la marcha para otra fecha. Cuando llegó a casa, nadie de la familia le dijo nada.

Pero finalmente se marchó con los suyos para siempre. La primera baja en nuestras filas.

 

El siguiente fue Bilal. Una manera muy diferente de irse: la muerte.

Cuando me dan ganas de maldecir a quienes empuñaron las armas, me vuelve el recuerdo de Bilal y me entra la tentación de hacer un par de excepciones. Era un ser puro.

Nadie puede saber con certidumbre qué anida en lo profundo de un alma, pero conocí a Bilal de cerca y creo que no me equivoco. Era un ser enajenado pero puro, sí, y sin mezquindad.

Había entre él y yo amistad, cariño y cierta complicidad; fue incluso durante unos meses mi compañero más íntimo, un período breve, pero intenso, durante el cual nos veíamos a diario; o venía a recogerme o quedaba conmigo en un café del centro; luego pasábamos horas andando por las calles, arreglando el mundo,

Hablábamos del Vietnam, de la guerrilla boliviana, de la guerra de España, de la Larga Marcha; hablábamos no sin envidia de los poetas malditos, de los poetas asesinados, de García Lona, de Al-Mutanabbi, de Pushkin, y también de Nerval y de Mayakovski, aunque ésos se hubieran asesinado a sí mismos; también hablábamos de nuestros amores.

Un día, mientras íbamos andando, nos sorprendió un chaparrón. De entrada, por juego, por bravata, quisimos fingir indiferencia y seguir andando al mismo paso y sin arredrarnos. Pero en pocos segundos ya estábamos calados. Entonces se nos quitó la vergüenza y corrimos a refugiarnos debajo de un alero. Estábamos sentados en un friso de piedra. Salió en la conversación el nombre de una chica, una amiga común. Hablamos de ella con complicidad y desnudando el alma de forma que todavía hoy me turba y hace que me tiemblen los dedos. Luego nos quedamos callados bastante rato, como para dejar que se nos apaciguara la agitación íntima. Después, Bilal me preguntó:

—¿No te parece que hemos nacido en una época equivocada?

—¿Cuándo te habría gustado nacer?

—Dentro de cien años, o de doscientos. La humanidad se está metamorfoseando, me apetece saber qué va a ser de ella.

Aquella impaciencia de chiquillo me hizo sentir que yo era un sabio anciano.

—¿Es que crees que hay una línea de llegada donde podrías ir a esperarnos? ¡No te hagas ilusiones! En el transcurrir del tiempo, siempre habrá, te sitúes donde te sitúes, un antes y un después, cosas que tendrás a la espalda y cosas que estarán en el horizonte y no se te irán acercando sino despacio, día a día. Nunca puede abarcarse todo con una única mirada. A menos que seas Dios…

Al oír estas palabras, Bilal se levantó de un salto y, luego, se quedó a pie firme bajo la lluvia que caía a mares, gritando como un loco:

—¡Dios! ¡Dios! ¡Ese sí que es un buen oficio!

 

Ocho días después de esta conversación se había esfumado. Ya no me llamaba, y ninguno de nuestros amigos sabía nada de él. Estábamos todos convencidos de que estaba con la chica a la que quería.

Una única vez me lo encontré en la biblioteca de la universidad. Había ido a hacer fotocopias.

—Ya no se te ve —le reproché a media voz.

Se puso un dedo en los labios.

—¡Chis!¡Me estoy entrenando! Si quieres ser Dios, tienes que volverte invisible.

Fue la última vez que nos reímos juntos.

Aquel día había ido a fotocopiar un panfleto o un cartel. Cuando me acerqué, lo ocultó. No insistí. Le propuse que fuéramos a tomar un café. Se escabulló con un pretexto. No volví a verlo vivo.

Un día —era a finales de noviembre, el 30 o el 29—, Mourad me llamó por la mañana temprano.

—Tengo una mala noticia. Una noticia malísima.

La víspera, en un suburbio de la capital, se había producido un tiroteo entre dos grupos armados. Esos incidentes sucedían cada vez con más frecuencia; estábamos empezando a no darles demasiada importancia salvo cuando había muchas víctimas. En aquel incidente sólo había salido herido uno de los combatientes. Yo lo había oído por la radio sin prestar atención. Una noticia entre tantas otras.

El combatiente murió de las heridas recibidas, y era Bilal.

—¿Sabías que había empuñado las armas? —pregunté.

—No —me contestó Mourad—; no se lo había dicho a nadie. Pero no me ha sorprendido. A ti tampoco, supongo…

Tuve que confesarle que, en lo que a mí se refería, no me había enterado de nada, no había sospechado nada, no había presentido nada. Que uno de mis amigos íntimos, un poeta, un idealista, un seductor, hubiera podido irse con los milicianos nocturnos con una metralleta en la mano para dispararle salvas al barrio de enfrente, la verdad es que no, esa idea ni se me había ocurrido.

 

Seis meses después de la muerte de Bilal, hubo otra baja en nuestras filas: la mía.