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IGUAL que Albert, Naím contestó enseguida a la participación de defunción que le anunciaba la muerte de Mourad. Como ambos vivían en el continente americano, uno en los Estados Unidos y otro en Brasil, recibieron el mensaje muy temprano, a primera hora de la mañana, antes de irse a trabajar; pero también es cierto que no hay ya en el día muchas horas en que no tengamos ante los ojos o en los bolsillos la cuenta de correo.

 

«Mi muy querido Adam:

»Tu mensaje me ha sumido en una tristeza inesperada. No creía que fuera a afectarme tanto la desaparición de un hombre del que llevaba muchos años sin acordarme. Pero supongo que no se trata tanto de él cuanto de la época a la que me devuelve la mención de su nombre, una de las más intensas de mi vida.

«Todavía recuerdo la última velada que pasé en nuestra tierra: todos aquellos amigos reunidos en la casa antigua de Mourad, en torno al brasero, y que se prometían no separarse nunca, siendo así que sus caminos eran ya divergentes y habían empezado los acontecimientos a dispersarlos por los cuatro puntos cardinales… Al escribir estas palabras me parece que les estoy volviendo a ver las caras, uno por uno […]. Y vuelvo a vivir también mi propio dilema de aquella noche: ¿debía deciros que me iba a la mañana siguiente para no volver si les había prometido a mis padres no desvelar nada de los planes que tenían? Pero todo eso ya te lo he contado…

»Voy a escribir hoy mismo a Tania. Has hecho bien en mandarme su dirección. Desde que me fui de nuestra tierra no he vuelto a tener contacto con ella, ni con Mourad. Sin que nunca hubiera conflicto ni riña algunos. Sencillamente, se interrumpió el contacto de la noche a la mañana. Solemos decir que la vida separa nuestros caminos. A falta de frase mejor, eso será lo que diga…

»Ya sé que en tu caso es diferente. Me dijiste un día que no sabías ya nada de ellos, que no tenías intención de volver a verlos, y, lógicamente, llegué a la conclusión de que estabais reñidos. Pero no me dijiste nada más… Aunque sí, ahora que lo pienso, aludiste un par de veces al "proceder" de Mourad, sin entrar en detalles. Me gustaría que me explicases algún día qué sucedió entre vosotros y qué le reprochas. No hay prisa, pero tengo curiosidad por saberlo. ¡En mis recuerdos, erais inseparables! Cierto es que de eso hace… a ver, voy a echar la cuenta… veintisiete años. ¡Dios mío, qué deprimente! Pero, en fin, todavía estamos vivos, todavía somos capaces de recordar y de emocionarnos. […]

»Un abrazo fraterno de

»Naím.»

 

Tras leer varias veces el mensaje, Adam decidió contestar en el acto, no sin cierta febrilidad.

 

«¡Mil gracias, Naím, por contestar inmediatamente!¡Eso que dices de la casa antigua me trae tantos recuerdos también a mí! El brasero, el vino caliente y además la terraza, ¿te acuerdas?, sí, sobre todo la terraza., donde nos parecía que teníamos a nuestros pies la tierra entera y éramos dueños del porvenir. Voy, por lo tanto, a contestar ahora mismo a esa pregunta tan legítima que me haces acerca de Mourad, de mi actitud con él y de las razones por las que reñimos.

»Hace ya tanto que cogí la costumbre de hablar de su proceder", de su "comportamiento", de sus "culpas imperdonables", sin tomarme nunca tiempo para hacer lo que habría hecho como historiador si se hubiera tratado de un personaje de "mi" época romana, es decir, formular mis eventuales acusaciones con equidad, con serenidad, incluso aunque, de corazón, tuviera ya una opinión formada.

»Empiezo, pues, por el principio, y te pido perdón de antemano si me demoro en cosas que ya sepas.

»No ignoras, por ejemplo, que esa casa tan grande de la familia de la que seguimos hablando tú y yo con los ojos húmedos de lágrimas estuvo siempre sometida a diversos litigios, algunos de los cuales se remontan a la época otomana. El bisabuelo de Mourad, y después su abuelo, y después su padre, se pasaron la vida de pleito en pleito. No voy a entrar en detalles, porque resultaría engorroso y, en cualquier caso, sería incapaz de hacerlo. Así que me limitaré a contarte lo siguiente: compraron, al hilo del paso de los años y las generaciones, terrenos extensísimos en su pueblo y en los alrededores; y, en más de una ocasión, descubrieron a posteriori que la persona con quien habían realizado el negocio no tenía potestad para vender, que la parcela era, en realidad, de un vecino, o que el vendedor no era el único dueño, que tenía hermanos y primos, muchos a veces, que deberían haber recibido la parte correspondiente del producto de la transacción, y algunos de los cuales no tenían intención alguna de vender nada. De ahí se derivaron pleitos interminables…

»De todos los litigios que heredó nuestro amigo, había uno que lo afectaba más que todos los otros: el que tenía que ver con la casa antigua precisamente. Te ahorro los detalles para ir a lo esencial, a lo que llevaba envenenándole la vida desde que lo conocí: una familia del pueblo aseguraba que un ala de la vivienda —esa precisamente en que estaba "nuestra" terraza— se había edificado ilegalmente en tierras suyas; y había conseguido incluso que la justicia fallase a su favor.

»¿Te acuerdas, Naím, de aquel espantoso edificio de colorines que estaba a la entrada del pueblo, hierro forjado verde pistacho y guirnaldas de bombillas de todos los colores, con chiquillos de ojos suspicaces jugando a la pelota en medio de la carretera y que tardaban mucho en apartarse para dejar pasar nuestros coches? ¡Esos eran los enemigos jurados que codiciaban la casa antigua!

»En los documentos, tenían el mismo patronímico que Mourad, pero el apodo de su clan era el de los "Znud", "los brazos", una alusión supongo a su fuerza física; a nuestro amigo, por aquello de los brazos, "les bras" en francés, le gustaba llamarlos, también en francés, "les fiers-á-bras", los fanfarrones.

»Los trataba, por lo demás, con un desdén que no queda más remedio que interpretar como un sentimiento de casta. En el pueblo todos eran primos más o menos, pero la rama a la que pertenecía Mourad se consideraba superior. Era algo que siempre me había escandalizado. Incluso en la época en que nuestro amigo decía que era de izquierdas y hablaba de igualdad, no tenía empacho es mostrarse despectivo con esos parientes pobres.

»No, "pobres" no es seguramente el calificativo adecuado. Algunos miembros de los Znud habían hecho dinero, pero no por ello habían cambiado radicalmente de categoría porque no habían encontrado salidas en la ciudad; porque, en sus familias, los padres no eran abogados, ni médicos, ni ingenieros, ni banqueros; porque los hijos no iban a la universidad; etc. Pero Mourad nunca habría admitido que en eso residía la diferencia principal. Justificaba la aversión que les tenía porque casaban a sus hijas a los dieciséis años, porque en las elecciones vendían sus votos al mejor postor y porque vivían de hurtos y latrocinios.

 

»He vuelto a leer lo que acababa de escribirte y he sonreído. Me he permitido reírme sarcásticamente de la mala fe de nuestro amigo y de su espíritu de casta y resulta que en mi propia descripción de esas personas doy rienda suelta a prejuicios semejantes. Como mi padre era arquitecto, y mi madre, decoradora, manifiesto el desdén que siento por esas personas en términos de decoración, burlándome de su casa de colorines y del hierro forjado verde pistacho para disimular una realidad con que siempre me he sentido molesto. A saber, que yo también, diga lo que diga, tengo mi propio espíritu de casta. Siempre sentí aversión, al tiempo, por los ricos y por los pobres. Mi patria social está a medio camino. Ni los que tienen ni los que piden. Pertenezco a esa franja intermedia que, como no tiene ni la miopía de los acomodados ni la ceguera de los hambrientos, puede permitirse mirar el mundo con ojos lúcidos.»

 

Al alterarlo, probablemente, su propia divagación, Adam dejó de escribir y cerró los ojos para trasladarse con el pensamiento al pueblo de Mourad en aquel día de honras fúnebres e imaginarse el ataúd, las coronas de flores, la muchedumbre, el cementerio, el hoyo en el suelo, las apreturas, las mujeres de negro. Expulsó luego esas imágenes para recordar escenas más antiguas en la amplia terraza o en el saloncito, alrededor del brasero, antaño, en una vida anterior, concluida.

Y eso lo llevó de nuevo a la pantalla y al mensaje que estaba escribiendo.

 

«Pero dejo aquí mis confesiones vergonzosas para volver a nuestro desdichado amigo y a ese pleito que nunca se le iba del todo de la cabeza.

»En lo que a mí se refería, me cuidada muy mucho de preguntarle en qué punto estaba. Sabía que si le hacía la mínima pregunta se pasaría el resto del día dándole vueltas. Y sabía también que cualquier conversación al respecto era superflua y casi cruel, ¿En qué punto estaba? En ninguno, claro. En nuestra tierra, como bien sabes, en asuntos así nada queda realmente zanjado; las cosas no paran de liarse, los documentos crecen y crecen y se contradicen, los expedientes engordan más y más. Luego la gente se muere y les deja el pleito a los herederos…

»Mourad estaba convencido de que si a su padre le había fallado el corazón a los cuarenta y cuatro años era por ese peso constante en el pecho. Un peso con el que se había visto él en la obligación de cargar, a su vez, desde niño. E incluso aunque hubiera querido quitárselo de encima, no habría sabido cómo hacerlo. La casa antigua era para él mucho más que una propiedad: representaba su categoría, su prestigio, su honor y su fidelidad a los suyos; en pocas palabras, su razón de ser. No podía resignarse a perderla. Pero sólo podía conservarla si pagaba el precio de una lucha agotadora.

»Estaba claro que aquel litigio era, de toda la vida, su punto flaco. Y por esa grieta se colaron, efectivamente, la desdicha y la vergüenza.

»Cierto es que, entretanto, sobrevino la guerra. Sin ella, el tiempo habría seguido transcurriendo con la misma lentitud otomana y la rencilla rural se habría quedado en rencilla rural.

»Pero, en vez de eso, nada más empezar el conflicto, el litigio local se empotró, por decirlo de alguna forma, dentro de litigios más amplios. Los enemigos de Mourad estaban ahora armados, se afiliaron a un movimiento político que iba viento en popa y, un día, aprovechando el caos que reinaba en el país, ocuparon la antigua casa.

»El dirigente del clan era un joven de veinticinco años, un cabeza loca, un pendenciero que, sin embargo, era licenciado en derecho. Se llamaba Chamel, si no recuerdo mal, y se hacía llamar "Jaguar", no por alusión a la fiera sino al coche que había comprado, o quizá que había "requisado".

»Como te podrás imaginar, Mourad se volvió loco. Empezó a decir a cuantos quisieran oírlo que iba a matar con sus propias manos a ese energúmeno. Le parecía, sencillamente, el fin del mundo. Nada de mirar las cosas con perspectiva, de relativizarlas, ni siquiera de esperar un poco. Hablé con él por teléfono unas cuantas veces en esa temporada para intentar calmarlo y disuadirlo de cometer una locura. En vano. Cuando vio que yo insistía, me dijo sin más, con esa patanería de que era capaz a veces, que no era cosa mía, que se trataba de su casa, de su herencia, de su propiedad familiar, y que yo no era más que un emigrado desconectado de las realidades del lugar. Dejé de discutir con él. Le dije que no le daría más la lata.

»De lo que tenía Mourad proyectado para recuperar su casa no me enteré…»

 

El timbre del móvil interrumpió a Adam. Era Semiramis, que lo llamaba precisamente desde la casa antigua.

—Se ha acabado el entierro, pero todavía queda mucha gente. Tania está estrechando manos sin parar, y yo también. La gente me ve a su lado y piensa que soy de la familia. Hasta ahora no he podido alejarme un poco para llamarte. Ahora mismo estoy apoyada en la balaustrada, en esa esquina de la terraza en que solíamos sentarnos.

—A lo mejor debería haber ido contigo, pese a todo.

—¡No te arrepientas de nada, Adam! No lo habrías aguantado. El cortejo, la ceremonia, los discursos, las mentiras, la cola interminable de los que quieren dar el pésame, el entierro en el cementerio a pleno sol del mediodía… ¡Un calvario! Llegué hace más de cinco horas y todavía no he acabado de padecer. Según venía, me iba diciendo: le daré un beso a Tania y luego me esfumaré en cuanto vea una oportunidad. Pero en cuanto Tania me vio, me agarró del brazo y no ha vuelto a soltarme. Supongo que le recuerdo la época más feliz de su vida. Cuando acababa de conocer a Mourad, cuando toda nuestra pandilla era entusiasta, ingenua y solidaria. Cuando íbamos a cenar y a charlar a Le Code civil. Cuando nos estaban permitidos todos los sueños… Sólo se aferró a mí, por supuesto, porque tú y todos los demás no estabais. Por eso te llamo, por cierto. Has hecho bien en zafarte del entierro, pero no estaría de más que aparecieras un rato por aquí.

—¿Ahora?

—Ahora mismo, no; todavía está llena de gente la casa. Ven más bien a eso de las ocho y media. Ya no quedará casi nadie. Tania se alegrará de verte.

—¿No te parece que estará agotada después de un día así?

—Sí, estará agotada y reventada. Ya lo está. Pero, pese a todo, la reconfortaría verte. .—Me lo voy a pensar.

—No, no te lo pienses. El hermano de Francis, mi maítre, tiene un coche. Hace de taxista en los ratos libres cuando uno de nuestros clientes quiere ir a algún sitio. Voy a darle un telefonazo. Se llama Kiwan; pasará a recogerte. Digamos que a las ocho, ¿te viene bien?

En realidad no era una pregunta. La reacción de Adam fue un hondo suspiro; pero era un suspiro de capitulación. Volvió a sentarse en el acto ante la pantalla.

 

«Cuando te estaba escribiendo esta carta tan larga, querido Naím, me ha llamado Semi, que ha ido al entierro de Mourad —¡me ha llamado desde la terraza, sí, desde "nuestra" terraza!—, para que vaya esta noche a pasar un ratito con Tania. Va a venir un coche a buscarme.

»Se me hace muy raro contarte la historia de ese antiguo litigio relacionado con la casa vieja en el preciso momento en que me dispongo a pisarla de nuevo por primera vez desde hace un cuarto de siglo y cuando acaban de enterrar a nuestro antiguo amigo… Pero hago abstracción de esas tristes circunstancias para volver a lo que te estaba contando y mandarte el relato antes de irme.

 

»De lo que tenía Mourad proyectado para recuperar su casa no me enteré hasta que era ya demasiado tarde.

»Por entonces, el país estaba prácticamente sin ninguna autoridad central. Se habían visto surgir, tanto en los barrios de la capital como en los distritos de la montaña, cabecillas locales, que lucían motes de lo más jocoso; además del que se llamaba "Jaguar", recuerdo haber oído hablar de un "Rambo", de un "Zorro", de un "Killer", de un "Terminator" y también de un "Klashenn", un diminutivo espantoso de "Kalashnikov"… Había decenas de jefecillos así por entonces, pero muy pocos tenían la menor influencia fuera de su barrio, de su clan o de su pueblo natal. De otro calibre era aquel personaje vidrioso al que llamaban "el Alto Comisario"; a lo mejor oíste hablar de él porque tuvo sus quince minutos de celebridad. […]

»Esa apelación, heredada de la época colonial, daba por sobrentendido un vínculo con alguna potencia extranjera; y el hombre aquel había conseguido, efectivamente, resultarle útil, e incluso indispensable en algunos puntos concretos, a las potencias de la zona que, en un momento o en otro, habían enviado tropas a nuestro desventurado país.

»No hace falta que te lo diga yo: siempre que han invadido nuestro territorio, hubo gente, de entre nuestros compatriotas, para salir corriendo al encuentro del invasor, allanarle el camino, ponerse a su servicio e intentar utilizarlo contra sus propios adversarios locales. Me dirás que en todos los países divididos hay traidores y colaboracionistas. Desde luego que los hay. Pero me parece que, entre nosotros, hay demasiada tendencia a pactar con el vencedor del momento, como si no hubiera en eso nada reprensible, ni poco ni mucho.

»La disculpa, de toda la vida, es que "el ojo no puede resistir a una perforadora", como dice el pintoresco refrán. La principal preocupación de las diversas comunidades del país ha sido siempre la supervivencia, la supervivencia a toda costa, y eso sirvió de disculpa para todas las transigencias. Al haber elegido alejarme y ponerme a salvo, no soy la persona más indicada para darles lecciones a los que se quedaron. Pero eso no me impide indignarme y, a veces, sentir repugnancia. Supongo que a ti te pasa lo mismo…

»El caso es que, en el arte del colaboracionismo, el citado "Alto Comisario" era, indudablemente, un virtuoso. Consiguió ponerse al servicio de tres ocupantes sucesivos, convenciendo a todos de que era un aliado de fiar y consiguiendo de todos ellos autoridad e influencia.

»Como tu formación intelectual es semejante a la mía, no te costará adivinar qué nombres me vienen a la cabeza cuando nombran a esos personajes… Y entenderás la ira y la rabia que sentí cuando me enteré de que Mourad había ido a ver a nuestro traidor local para pedirle que interviniera en contra de quienes habían ocupado su casa.

»Por supuesto que éste se mostró encantado. Se pasaba la vida creando conflictos entre las facciones para hacer de árbitro y resultaba que un notable respetado, el heredero de una importante familia de la montaña, acudía a él espontáneamente para rogarle que le devolviera su propiedad. Le dijo a Mourad que lo alegraba y lo halagaba atenderlo y prometió satisfacer sus peticiones a la mayor brevedad. "¡Dígame si por mi parte puedo hacer algo!", le propuso torpemente nuestro amigo, que no sabía si su interlocutor quería dinero a cambio de su intervención. El honorable sinvergüenza se mostró ofendido, ¿Cómo? ¿Iba a pedir que le pagasen por hacer justicia? ¿Por ayudar a un ciudadano respetable a recuperar lo que le pertenecía? De ninguna manera.

»La antigua sabiduría levantina enseña que si el hombre que te está haciendo un favor no acepta dinero, es que espera cobrarse de otra forma. Mourad no lo ignoraba, pero lo cegaba el destino que podía correr su casa hasta el punto de dejarlo sin criterios.

»Al día siguiente mismo de la entrevista, un destacamento del ejército ocupante asaltó la antigua casa, disparando a diestro y siniestro. Cogidos por sorpresa, los milicianos del pueblo capitularon sin luchar en serio. Pero los asaltantes no se conformaron con desarmarlos y expulsarlos. Pusieron al ya citado "Jaguar" contra una tapia y lo fusilaron "para dar ejemplo". Luego el colaboracionista en jefe llamó a Mourad para comunicarle triunfalmente que ya habían liberado su casa, que podía regresar a ella con toda su familia y que no volvería a tener ya nada que temer porque les habían dado a sus adversarios una lección que no se les olvidaría.

»Nuestro amigo me juró que ni por un momento pensó que iba a morir alguien, y estoy dispuesto a concederle el beneficio de la duda, incluso aunque, cuando pidió a semejante personaje que interviniera, habría debido suponer que era posible que corriera la sangre. También me aseguró que tardó en enterarse de en qué circunstancias había muerto "Jaguar". Pensó, al principio, que había caído con las armas en la mano durante el asalto, cosa que habría sido ya bastante grave y habría bastado para que en "los Znud" naciera un fuerte deseo de venganza. Pero que lo ejecutasen a sangre fría, delante de sus hermanos y sus primos, era una tragedia de orden muy diferente. El combate de hombre a hombre lleva en sí cierto grado de estima mutua, incluso en el momento de matarse; por el contrario, en una ejecución van juntas la muerte y la humillación.

»En el entierro de "Jaguar", las mujeres de su clan se vistieron de rojo, con lo que querían decir que no llevarían luto hasta que quedase vengado su héroe.

»Mourad volvió, pues, a su amplia y antigua morada, pero algo se había quebrado de forma definitiva en el ambiente del pueblo y también en su propio ánimo. Por mucho que se dijese que el primero en recurrir a la violencia no había sido él y que se había limitado a recuperar por las armas lo que por las armas le habían quitado, se sentía culpable; y lo era. Culpable por haber recurrido a una fuerza armada extranjera en el pueblo, y también, por cierto, extranjera en el país, pero eso era casi menos grave; y responsable de esa ejecución abominable, aunque no la hubiera ni ordenado ni deseado. Me aseguró que se la había reprochado vehementemente al "Alto Comisario", quien le había echado la culpa a unos cuantos de sus hombres, prometiendo castigarlos y comprometiéndose a garantizar personalmente noche y día la protección de Mourady de su propiedad.

»Aquella "reparación" era probablemente el motivo de la ejecución de "Jaguar" y de la expedición en general. La finalidad del traidor local era que la seguridad de nuestro amigo dependiera de él y tenerlo, debido a ello, sometido. Supongo que Mourad cayó en la cuenta, pero ya era tarde. El afán de venganza del clan enemigo no iba a calmarse de momento, y no podía ya arriesgarse a enemistarse con su protector.

»Como ahora le debía al "Alto Comisario “la seguridad e incluso la supervivencia, Mourad se convirtió cada vez más en su hombre de confianza e incluso en su vasallo. Vistas las circunstancias que acabo de describirte, me dirás que nuestro amigo no tenía elección. Es posible. Aunque desde mi punto de vista más le habría valido elegir el exilio antes que vivir en su tierra con las manos sucias. Pero ésa es otra historia… Cuando todavía nos hablábamos, Mourad no me decía: "No tengo elección". Elogiaba a su protector, le alababa la inteligencia y la "sinceridad", me aseguraba que pensaba "exactamente igual que nosotros" e insistía para que fuera a conocerlo. Acabaron por irritarlo mis respuestas ofensivas: "Eso de que piensa como nosotros, ¿qué quiere decir? ¿Ya qué sinceridad te refieres?", y nos fuimos distanciando hasta que nuestra relación se interrumpió por completo.

 

»Cuando se tomó la decisión de formar un gobierno de reconciliación en que hubiera representantes de los principales señores de la guerra, el "Alto Comisario" eligió a nuestro amigo para que lo representase. Sí, de esa forma tan gloriosa es como Mourad llegó a ministro. Y siguió siéndolo muchos años, sobreviviendo de un gobierno a otro, y cambiando de cartera varias veces: Obras Públicas, Sanidad, Telecomunicaciones, Defensa…

»Las leyes de la sociedad no son las de la gravedad, con frecuencia te caes hacia arriba y no hacia abajo. El ascenso político de nuestro amigo fue consecuencia directa de la grave falta que cometió. Desde aquel momento cometió muchas más, por la fuerza de los acontecimientos… Los principios son vínculos, amarras; cuando los soltamos, nos liberamos, pero nos pasa lo que a un globo grande lleno de helio, que sube y sube y sube, y parece que se eleva hacia el cielo, siendo así que se eleva hacia la nada. Así que nuestro amigo subió y subió; se volvió poderoso, famoso y, sobre todo, rico, insultantemente rico.

»Aunque llevo décadas viviendo en Francia, uno de los últimos bastiones de la ética de la igualdad, puedes tener la seguridad de que no he desarrollado hostilidad alguna contra los ricos. Varios de mis amigos hicieron una fortuna estos últimos años, como bien sabes, y no ha variado por eso la amistad que les tengo, ni en un sentido ni en otro. Pero el día en que me enteré de que Mourad había comprado, por varios cientos de millones de dólares, un banco en dificultades, me escandalicé muchísimo. Porque sé perfectamente cuál era su situación financiera antes de que llegara a ministro. Estábamos muy próximos, no se andaba con tapujos y yo tenía una idea exacta de lo que poseía. No era pobre, pero le costaba atender su propiedad. Tuvo incluso que vender algunos terrenos para reparar la cubierta, que tenía tejas en mal estado, ¿Por qué milagro había podido, tras llevar unos años en el gobierno, ahorrar lo suficiente para comprar un banco? No hace falta organizar una investigación a fondo para saber que no era dinero limpio. Que salía, en el mejor de los casos, de sobornos, de comisiones ilegales. Y ésa es la hipótesis menos degradante. Si te digo lo que pienso de verdad, sospecho que nuestro antiguo amigo fue, tanto en negocios como en política, el testaferro y la cara presentable del siniestro "Alto Comisario” y que recibió la parte que le correspondía de sus múltiples manejos: extorsión, saqueo, drogas, blanqueo y a saber qué más.

»Por desdicha, nuestros compatriotas son condescendientes, desesperanzadoramente condescendientes con esos usos. Porque siempre ha pasado lo mismo, te dicen. E incluso rebosan de admiración hacia la habilidad de los que "llegan arriba", recurran a los medios que recurran. El lema local parece ser —parafraseando un refrán inglés referido a Roma—: "¡Cuando estés en la selva, haz lo que hacen las fieras!".

»¿No se dice acaso en nuestra lengua materna, para nombrar a los "nuevos ricos", "los ricos de la guerra"? Deberíamos, por extensión, hablar de "personalidades de guerra", "políticos de guerra” y "celebridades de guerra". Las guerras no se limitan a sacar a flote nuestros peores instintos: los fabrican, los moldean. Se vuelven traficantes, saqueadores, secuestradores, criminales o asesinos muchos que habrían sido buenísimas personas si la sociedad en que vivían no hubiera implosionado…

»Pensar que uno de nuestros amigos íntimos tiró por ese camino me resulta intolerable. A veces hay quien me dice, para defenderlo: no hizo nada que no hicieran todos esos que prosperaron en los años de guerra. Es posible que hiciera lo que todos, pero él era uno de los nuestros. Soñamos juntos un país diferente, un mundo diferente. A él no le perdono nada. Que fuera mi amigo no es desde mi punto de vista una circunstancia atenuante. Es, por el contrario, una circunstancia agravante. Las fechorías de un amigo mancillan e insultan: es deber nuestro juzgarlas sin compasión.

»Nunca más volví a dirigirle la palabra a Mourad, hasta la víspera del día en que murió.

»¿Pude suprimir de un plumazo nuestros años de amistad? Sí, eso fue lo que hice precisamente. Suprimí de un plumazo años de amistad. Cuando mencionaban su nombre en mi presencia, decía con tono despreocupado: "Es un antiguo amigo". Nunca más le dirigí la palabra y no volví a pensar en él. Hasta que me llamó el viernes pasado para anunciarme que se moría.

»Pero ya he dicho bastante, lo dejo aquí. No voy a seguir agobiándolo con sus culpas en este día en que transcurren sus honras fúnebres. Me limitaré a decir: ¡Descanse en paz! ¡Y que Dios le conceda su misericordia!

 

»Esto es lo que hay, mi querido Naím… Espero haber respondido adecuadamente a tu pregunta. Sólo quiero añadir, para ti, lo que me dije con frecuencia al acordarme de nuestro antiguo amigo: tú y yo tuvimos que alejarnos de Levante para intentar seguir con las manos limpias. No tenemos nada de que avergonzarnos, pero sería aberrante preconizar que el exilio es la única solución para nuestros dilemas éticos. Un día de éstos tendremos que dar con una solución in situ, si es que la hay, cosa de la que no acabo de estar seguro a estas alturas…

»¡Pero se me hace tarde y tengo que dejarte!

» Un fuerte abrazo.

»Adam.»

 

Pulsó la tecla de «enviar». Su reloj de pulsera marcaba ya las nueve menos veinte. A toda prisa se puso una corbata oscura y apretó luego el paso hacia el coche que lo estaba esperando.