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—¿Y sabes qué fue de esa señora? —preguntó Semiramis cuando acabó Adam de contar la historia de la moneda perdida.

Él le contestó que no tenía ni la menor idea. La vio por última vez en agosto de 1966, al día siguiente de la muerte de sus padres.

—Cuando corrió la noticia del accidente, todos los vecinos vinieron a casa. Allí estaba la Hanum, entre las mujeres de negro, y me abrazó como todas las demás para consolarme. Inmediatamente después me fui del pueblo y no volví a pisarlo.

—¿Crees que podría seguir aquí? —preguntó Naím.

—¡No, seguro que no! —contestó Adam, sin explicarse cómo podía estar tan seguro después de lo que acababa de decir.

—Si me aúpas, puedo mirar por encima de la pared —se ofreció Semiramis.

—No. Y tampoco voy a traer una escalerilla como la otra vez. ¡Venga, ya basta, os lo he contado todo, vámonos!

Si hubiera estado solo, Adam habría llamado a la puerta seguramente. Y, si no hubiera contado la última historia, habría podido hacerlo incluso en compañía de sus amigos. Pero tras haberles dicho que se había topado de bruces con la señora en cueros, no se sentía ya autorizado para ponérsela a ellos ante la vista, le habría parecido que estaba traicionando su bondad y que dejaba de merecer su confianza.

Susurró, pues, como para sus adentros: «¡Dios bendiga tus días, Hanum, en la juventud y en la vejez, en esta vida y en la de más allá!».

Y repitió luego en voz alta:

—¡Venga, ya basta, vámonos!

 

Pero el azar de las puertas y los caminos lo había dispuesto de otro modo.

Mientras se alejaban los tres amigos, oyeron un ruido a su espalda. Semiramis, que fue la primera en volverse, vio que la puerta se abría y que salía una señora que llevaba en la cabeza un ancho sombrero de paja adornado con un lazo rosa.

¡Ella! Sólo podía ser ella, y ya de nada valía sopesar los pros y los contras. Adam retrocedió como si una voluntad superior Jo hubiera intimado a hacerlo.

—¿Hanum? —dijo con voz tan trémula de emoción cuanto de respeto.

—¿Lo conozco a usted?

—Me llamo Adam. Vivía…

—¡Niño mío!

Avergonzada, se tapó la boca. Adam le tomó la mano y se la llevó a los labios, antes de soltársela al tiempo que decía:

—Era un niño, efectivamente, la última vez que me vio, Hanum. Acababan de morirse mis padres.

—¡Sí, lo recuerdo, pobrecito niño mío! —dijo ella, esta vez sin refrenarse.

—Luego se quedaron con la casa los acreedores y nunca más volví por aquí.

—Sí, lo sé —dijo ella, como si hubiera estado todo ese tiempo pendiente de su regreso—. ¡Cuánto has crecido!

—¡Tengo ya cuarenta y siete años!

—No te he preguntado la edad por temor a que me preguntes la mía.

Se rió, y tenía una risa joven. Semiramis y Naím, que hasta entonces habían asistido en silencio al reencuentro, se sumaron ruidosamente a las risas. Adam aprovechó para presentarlos.

—Semiramis —repitió melodiosamente la Hanum—. Me parece el nombre más hermoso, y a usted le sienta bien.

La interesada se ruborizó.

—También sus nombres son bonitos, señores. «Naím» es el otro nombre del Paraíso, y «Adam» lo escogió el mismísimo Creador. Pero permítanme que sienta debilidad por Semiramis. Ya habrán adivinado, por mi acento, que procedo de Mesopotamia.

Se le dibujó en los labios una sonrisa triste al pronunciar el topónimo antiguo.

—Mi marido decía que para él la melodía más hermosa de la tierra era oír: Mesopotamia, Eufrates, Sumeria, Acad, Asur, Babel, Gilgamés, Semiramis. Era arqueólogo.

—Sí —dijo Naím—; nos lo ha contado Adam.

—¿Y qué más les ha contado de mí?

Los tres amigos estaban muy apurados. Pero había salidas elegantes. Semiramis fue la primera en dar con ellas.

—Nos ha hablado de los libros que le daba usted a leer.

—Me impresionaba de pequeño. Venía a verme cada dos días con un libro gordo que ya se había terminado.

—Lo cierto, Hanum, es que leía deprisa para volver a su casa —masculló el que ya no era un niño.

—Pero ¡vengan! ¡Pasen! Vergüenza debería darme estar así charlando delante de la puerta sin haberíos invitado ya a entrar.

—Me ha dado la impresión de que salía, Hanum —objetó Adam sin convicción.

—Estaba a punto de dar mi paseo cotidiano, ya lo daré luego. No suelo recibir visitantes de importancia.

Según hablaba, había retrocedido hacia la puerta y, ahora, la sujetaba para que los tres amigos pudieran entrar.

Adam la miraba, incrédulo aún, como si, por milagro, lo hubieran vuelto a admitir en el paraíso de antes de la caída.

¡Qué encantadora había sabido seguir siendo! El rosa, su color fetiche, seguía allí, en forma de recordatorio sutil, en el lazo del sombrero y también en el ribete del vestido.

¿Qué edad tendría? Adam contaba con un punto de referencia, ya que la Hanum era de la generación de sus padres. Si hubiesen vivido aún, su padre tendría ahora setenta y seis años, y su madre, setenta y dos. La Hanum debía de andar por esa edad.

 

La finca, curiosamente, era ahora más bonita que en sus recuerdos de infancia. El edificio no había cambiado, seguía siendo una pared alargada de piedra parda que iba de la puerta de la cocina a la puerta del cuarto de estar, pero el jardín estaba más cuidado, la hierba, segada, y los parterres de flores parecían trazados a escuadra. No tardó Adam en caer en la cuenta del porqué de aquellas mejoras. Ahora una compatriota de la dueña, una refugiada jovial llegada de las inmediaciones de Mosul, sustituía, ventajosamente, a la irascible Oum Maher.

Fue ella quien trajo el café al salón, junto con varias golosinas. Volvió luego, pocos minutos después, con tras vasos llenos de jarabe de moras para las visitas y para la señora sólo un vaso de agua y, en un platito, tres pastillas de diferentes colores.

—Luego —susurró la Hanum, molesta por tener que cumplir delante de los invitados con ese ritual de persona mayor.

—¡No, luego no; es la hora! —dijo con firmeza la otra mujer sin moverse un centímetro y sin perder la dilatada sonrisa.

A la Hanum no le quedó más remedio que tomarse las medicinas con unos cuantos sorbos de agua. Acto seguido, explicó:

—Sabah cuida el jardín como si fuera suyo; y a mí, como a un rosal viejo y enfermo. Que es lo que soy…

Cuando se fue su empleada, añadió:

—En nuestros países, hacen revoluciones en nombre del pueblo y, de resultas, al pueblo lo expulsan. Me refiero a Sabah, pero podría referirme a mí. Desde los tiempos de nuestra valiente revolución, no he vuelto a poner los pies en mi tierra natal.

Adam miró en torno antes de constatar:

—En este salón, todos somos exiliados. Yo acabé en Francia; Naím, en Brasil; Semiramis tuvo que salir de Egipto con sus padres cuando apenas tenía un ano.

—¿Por la revolución? —preguntó la Hanum.

La interesada afirmó sin entrar en las circunstancias de aquella huida precoz.

—¡Qué calamidad son las revoluciones! —suspiró la señora de la casa acompañando esas palabras con el ademán de la mano con que habría espantado unas moscas.

—En esta comarca nuestra lo han sido al menos —insinuó Adam, que no quería llevarle la contraria, pero, como historiador, no podía asentir a generalizaciones así.

Pero la Hanum no quería términos medios.

—¡No sólo en nuestra comarca, Adam! ¡Fíjate en Rusia! ¡Antes de los bolcheviques, estaba en pleno florecimiento! En pocas décadas, aparecieron Chéjov, Dostoyevski, Tolstói, Turguénev… Luego, la revolución cayó sobre el país como una noche de invierno interminable y se murieron todos los pimpollos.

—Pero si las personas se sublevaron, Hanum, fue porque había motivos. Se le olvida que Dostoyevski perteneció a un movimiento revolucionario, que casi lo ejecutan y que pasó años de presidio en Siberia.

—¿Tú has leído lo que escribió al volver?

Adam no lo había leído, para mayor vergüenza suya. Salió del paso con un comentario ingenioso.

—Si me lo hubiera dado a leer, Hanum, lo habría leído.

—Yo tampoco lo había leído por entonces. Por eso, tenía muy buena opinión de la revolución rusa, que comparaba, para bien, con las de nuestros países. Me decía que los dirigentes soviéticos habían sabido poner en pie una potencia respetada en todo el planeta, y que habían ganado la guerra mundial, mientras que nuestros dirigentes árabes sólo habían acumulado derrotas y fracasos. Acerca de nuestros revolucionarios, nuestros sedicentes «progresistas», no he cambiado de opinión; acerca de los otros, sí. Un día leí el libro de Solzhenitsyn tras su internamiento en Siberia, Un día en la vida de Iván Denisovitch, y me acordé de que tenía en mis estanterías el libro de Dostoyevski con su propia experiencia del presidio, Apuntes de la Casa Muerta. Así que lo leí con retraso. Y os aconsejo sinceramente, a ti y a tus amigos, que hagáis esa experiencia. Primero, el relato del siglo XX, y luego, el del XIX. Los separan cien años exactos. Descubrirán que el presidio de tiempos de los zares, comparado con el de la época estalinista, era casi un campamento de vacaciones. Y no podrán por menos de preguntarse: ¿ése era el aborrecible régimen de los zares que había que derribar a toda costa?

Frunció las cejas sin dejar la sonrisa benevolente, como debió de hacer el día en que pescó a Adam espiándola.

—Seguramente se estarán diciendo que soy una emigrante vieja y amargada.

Los tres amigos protestaron al unísono.

—A lo mejor con la edad he llegado a serlo. Me he pasado la vida queriendo que esta comarca evolucionara, progresara y se modernizara. Pero sólo me he llevado desilusiones. En nombre del progreso, de la justicia, de la libertad, de la nación o de la religión, no dejan de embarcarnos en aventuras que concluyen en naufragios. Los que pregonen la revolución deberían demostrar de antemano que la sociedad que van a fundar será más libre, más justa y menos corrupta que la ya existente. ¿No les parece?

Los visitantes asintieron cortésmente con la cabeza y se miraron para saber si era oportuno retirarse ya. Adam les hizo señas discretas de que esperasen un poco más. No quería que, al despedirse, dieran a su anfitriona la impresión de estar juzgando las palabras que acababa de proferir.

Esta parecía ahora sumida en una meditación inquieta. Fue Naím quien relajó el ambiente.

—Llevo una hora queriendo preguntarle algo, Hanum.

Ella sonrió. Porque Naím ponía cara de guasa; y también porque acababa de sumarse a la cohorte de quienes la llamaban así.

—Querría saber si Adam, de pequeño, era más bien formal o más bien un pillo.

La sonrisa de la Hanum se acentuó. Pareció reunir sus recuerdos antes de contestar:

—Cuando se portaba como un pillo, era por atolondramiento. Y cuando era formal, por timidez.

Los tres amigos acogieron estas palabras con risas corteses antes de ponerse de pie. La señora de la casa les propuso, por cumplir, que se quedasen a almorzar; ellos se disculparon, alegando que los esperaban en otro sitio y prometiendo que volverían a verla.

 

Cuando estaba abriendo la puerta del jardín para que salieran, la Hanum pareció recordar algo y les rogó que esperasen. La vieron alejarse y, luego, regresar, pasados dos minutos, con un pañuelo en la mano. Lo desdobló ante los ojos de Adam y sus amigos vieron que él se ruborizaba de repente.

—Un día se te cayó esta moneda, se metió rodando debajo de una cama y se quedó en una rendija —estaba explicando la Hanum con un temblor en la voz—. Cuando la encontré, ya no estabas y no te la pude devolver. Guárdala como un tesoro, es una moneda bizantina auténtica. Es de la época de Justiniano.

Adam alargó ambas manos abiertas, como para recibir una ofrenda. No lograba ya contener las lágrimas. Sus dos amigos desviaron la mirada y, luego, apretaron el paso para cruzar el umbral y echar a andar por el camino enlosado.

 

2 de mayo, continuación

La moneda que me ha «devuelto» la Hanum no es la que encontré entre las piedras y, luego, se me perdió. La otra no era ni bizantina ni romana ni otomana, como mucho una moneda local que el tiempo había corroído. No dije nada, por supuesto, le seguí el juego para no traicionar a mi cómplice, a mi bienhechora, que ha querido hacerme este regalo conmovedor. Me doy cuenta de pronto de que el recuerdo que le dejaron nuestros encuentros no es de intensidad menor que el que me quedó a mí; y que, si yo la vi como un sol radiante, quizá yo fui para ella un rayo de sol. Curiosamente, no se me había ocurrido nunca. Absorto en mis propias nostalgias, no suelo fijarme en las nostalgias de las personas a las que conocí. Me parece natural que me hayan dejado un rastro en la memoria; que yo también haya podido dejar un rastro en la memoria de ellas me sorprende. Queda por saber si eso es síntoma de modestia o de falta de sensibilidad.