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SEMIRAMIS llamó a la puerta de Adam porque le traía una fuente de fruta: cerezas bermejas, albérchigos, ciruelas amarillas y un mango de Egipto. Le dio las gracias y un beso en la frente, sin pedirle que se quedara.

Ella, para dejar claro que respetaba su deseo de que no lo molestasen, se limitó a cuchichear:

—¡Cuando quieras cenar, avísame!

Adam asintió con la cabeza y con la mirada; luego, sin esperar a que ella cerrase la puerta al salir, volvió a abstraerse en aquellos papeles viejos.

 

En agosto de mil novecientos setenta y ocho, cuando sólo habían pasado pocos días desde la carta doble de Mourady de su mujer, recibí la de otro amigo, Albert, que también trajo a París un viajero de paso, y que era diametralmente opuesta a la anterior. Las guardaba juntas desde entonces, unidas por un clip grande. Pero se oxidó; ahora queda el dibujo de su huella sepia en la parte delantera de una y en la parte trasera de la otra.

 

«Mi muy querido Adam:

»Ese loco a medias de Mourad anda diciendo a voces que te escribió ayer cosas que debías oír antes de quedarte sordo del todo. No sé lo que te habrá dicho, pero me lo imagino, y creo que es deber mío hacerte oír otro punto de vista.

«Empezaré por pedirte que no se lo tengas en cuenta a nuestro común amigo, te haya escrito lo que te haya escrito. Nunca fue por su sutileza por lo que lo tratamos tú y yo, ¿verdad? Ni por su cultura; las pocas cosas que sabe las aprendió de mala manera, ya me entiendes. Le tenemos cariño porque es un montañés buenazo y tosco al que se le va la fuerza por la boca; y porque las barbaridades que dice las dice en plan campechano. Y también le tenemos cariño por Tania… Dicho esto, ¡si decides contestarle no te andes con miramientos!…

»Y ahora te voy a contar la verdad acerca de nuestra vida cotidiana, una verdad que nuestro común amigo habrá tenido buen cuidado de ocultarte.

»Estas pocas líneas te las estoy escribiendo a la luz de una vela. Tenemos, cada veinticuatro horas, dos de suministro eléctrico; y esta noche ya no hay que contar con él. De todas formas, aún no sé cómo te voy a mandar la carta cuando acabe de escribirla. Un vecino mío, Khalil, piensa salir para Francia dentro de unos días y a él le encomendaré estas páginas, a menos que cambie de opinión, en cuyo caso tendré que ponerme al acecho de otro viajero…

»En un país normal, escribes, pegas un sello y metes la carta en un buzón. Aquí, ese guión tan trivial, que se repite millones de veces al día en todos los rincones del planeta, se ha convertido en algo inconcebible.

»¡A eso hemos llegado! Para el correo, para la luz eléctrica, y también para todo lo demás. El tráfico aéreo funciona a trompicones, y cuando no han secuestrado a nadie en la carretera del aeropuerto. Los edificios son barricadas; las calles son áreas de tiro; los rascacielos, torres de vigilancia de hormigón armado. El parlamento ya no es un parlamento; el gobierno ya no es un gobierno, el ejército ya no es un ejército, las religiones ya no son religiones, sino facciones, partidos, milicias…

»Hay quien se queda con la boca abierta ante este país tan atípico. En lo que a mí se refiere, no le veo nada admirable, ni nada que tenga gracia, ni nada que me dé motivos para sentirme orgulloso. Sueño como un pánfilo con un país como los demás. Pones el dedo en un interruptor y, ¡clic!, se enciende la luz. Abres el grifo azul y sale agua fría; abres el grifo rojo y sale agua caliente. Descuelgas el teléfono y, ¡qué prodigio!, oyes el tono. Mis vecinos me dicen que si tuviera más paciencia, me pegase el teléfono al oído y contuviera la respiración, acabaría por oír un chasquido débil que indicaría que la línea está de camino.

»Nunca tendré suficiente paciencia… Es cierto que mis antepasados vivieron durante siglos sin radio, sin teléfono, sin agua caliente y sin electricidad; y que, en teoría, no hay nada que me impida hacer otro tanto. Con la diferencia de que ellos no tenían ascensores y no vivían como yo, en un sexto piso, ¡con unas vistas estupendas de los fuegos artificiales!

»En pocas palabras: hiciste bien en marcharte y aciertas mil veces pasando las vacaciones en los Alpes. Por supuesto que a tus amigos les gustaría volver a verte, pero la única persona a quien le importas de verdad es a tu abuela. Y siempre que voy a verla me dice que está encantada de que estés lejos y a buen recaudo, aunque ya no te vea.

»Y yo, por mi parte, te diré exactamente lo mismo: ¡Quédate dónde estás! ¡Cuídate! ¡Disfruta de la vida! Y bebe de vez en cuando a la salud de tu fiel amigo

Albert.»

 

 

 

Adam volvió a meter la carta en el sobre y lo puso encima de la mesa. Llevaba escritos, con letra meticulosa, su nombre y las señas en que vivía por entonces.

Luego fue a coger de encima de la cama otro sobre que ya había sacado de la carpeta y lo colocó junto al anterior. La misma letra, el mismo destinatario, las mismas señas. Idénticos, aunque con una única diferencia: en el primero no había sello; en el otro sí lo había, con la efigie de Marianne y franqueado en el aeropuerto parisino de Orly, donde lo habían echado al correo en diciembre de 1979.

Entre ambas misivas había apenas dieciséis meses. Pero un universo de diferencia. Tan animada, rebelde y díscola era aquélla cuanto muda y resignada ésta; no había en el sobre sino una tarjeta de un blanco satinado y, en el centro, cinco breves líneas:

 

«Albert N. Kithar nos dejó ayer

de forma plenamente voluntaria.

Que sus amigos lo perdonen

y lo recuerden como fue en vida».

 

Al copiar en la libreta esas palabras escritas e impresas veinte años antes, Adam tuvo buen cuidado de colocarlas con la misma disposición. Las leyó una y otra vez. Luego se desperezó, pero se interrumpió a medias, y se quedó así, con el ademán en suspenso, como un pájaro petrificado que no consigue echar a volar.

Tardó un minuto largo en volver a apoyar los codos en la mesa para seguir escribiendo:

 

Tener entre los dedos una carta que le anuncia que un ser querido acaba de poner fin a sus días es una de las peores cosas que le pueden pasar a un hombre. Yo lo había leído en los libros y lo había visto en el cine, pero no tiene nada que ver con pasar personalmente por esa prueba. Me acuerdo de que no dejaban de temblarme las manos. Intentaba controlarlas y no lo conseguía. Intentaba llamar a mi compañera, que, por entonces, era Patricia. La tenía muy cerca, en el cuarto de baño, pero no le llegaba mi voz. Al final conseguí soltar sólo un alarido ahogado. Llegó corriendo, desatinada, pensando que me acaba de dar algo. Me limité a alargarle la esquela. Y hasta que no me la quitó ella de las manos, no me dejaron de temblar.

El otro recuerdo que me queda de aquel episodio aborrecible fue el de una impotencia extrema. No sólo la impotencia que va unida siempre al acto irreparable y al alejamiento.

Aquel día había también una impotencia añadida, vinculada a los acontecimientos que estaba viviendo mi país.

Intenté llamar a Tania y a Mourad; luego a otros amigos; luego a mi abuela; en vano. Las llamadas no llegaban. Estuvimos horas turnándonos al teléfono, Patricia y yo, todo el día y hasta la noche. Sencillamente no había ya línea telefónica. Como mucho, oíamos un chasquido lejano, tras el que venía un silencio zumbador, al que sucedía el «pi pi pi» de un teléfono que comunica; y, si no, la voz femenina de una grabación que decía que no era posible establecer la llamada y nos pedía que hiciéramos el favor de llamar más tarde, llamar más tarde, más tarde…

Cuando por fin se restableció la línea por alguna razón misteriosa y oímos la voz de Tania, ya habían dado las doce de la noche.

—Espero no despertarte. He intentado llamarte más temprano…

—No te disculpes, nunca nos acostamos antes de las dos de la mañana. Me alegro de oírte. Te pongo con Mourad.

Las primeras palabras de su marido pretendían ser sarcásticas:

—Déjame que lo adivine, Adam. Me llamas para anunciarme que te vienes a vivir aquí, ¿verdad?

Habitualmente, yo le respondía en el mismo tono. Pero aquel día seguí serio y no poco frío.

—No por ahora, Mourad… Sólo quería saber si todo iba bien.

—Aquí, en el pueblo, sí. En la ciudad, por la noche todavía hay algunos disparos, algunas explosiones. Agarradas menores entre dos barrios. La rutina, vamos. Nada grave…

—¿Sabes algo de Albert?

—No, ni quiero saberlo.

Me disponía a hablarle de la esquela, pero, al oír su reacción, me contuve. Estaba claro que no había recibido la carta que había recibido yo. Así que prefería dejarle hablar antes de darle la noticia.

—Si te he entendido bien, os habéis peleado…

—¡Se estaba volviendo insoportable! No paraba de quejarse. «Me han cortado la luz», «no me funciona el teléfono», «no tengo agua caliente», «no me dejan dormir las explosiones», como si fuera el único a quien le pasara eso, como si la guerra fuera contra él personalmente… Siempre que venía a casa, empezaba a lamentarse. «¿Por qué nos quedamos aquí?», «¿cómo se puede vivir en un país como ésteEra una lata. Cuando estaba con nosotros, Tania se pasaba el tiempo llorando. Bastante deprimente era ya la situación; se supone que los amigos te dan ánimos, te distraen, y no te deprimen más todavía, ¡El otro día me harté y le dije que no quería volver a verlo por aquí!

—¡Hiciste mal, Mourad! ¡No deberías haber hecho eso nunca!

—¡Se lo había ganado!

Entonces le leí la esquela. Susurró tres o cuatro veces seguidas: «¡Dios mío!¡Dios mío. Le había cambiado la voz. Yo notaba que se había puesto pálido. Oía cómo Tania, a su lado, le preguntaba qué había sucedido. Mourad le dio el teléfono. Le leí las cinco líneas fatídicas. Y ahora fue ella la que susurró: «¡Dios mío!»; y luego: «¡Que Dios nos perdone.

Sentí la necesidad de atenuar un poco el efecto del golpe que acababa de asestarles en plena noche y les dije, aunque sólo lo creía a medias:

—A lo mejor no todo está perdido. Cuando Albert me mandó esta nota, todavía estaba vivo; y no tenemos seguridad de que haya pasado a los hechos. No es fácil matarse, es un gesto brutal, un hombre puede titubear en el último momento. Yo os llamaba para daros el pésame, pensaba que estaríais al tanto de su desaparición y que los dos estaríais destrozados. Que no hayáis oído nada hasta ahora me tranquiliza un poco. A lo mejor todavía no ha ocurrido nada, a lo mejor ha cambiado de opinión.

—Sí, a lo mejor—dijo Tania, que no parecía mucho más convencida que yo.

 

Mourad me llamó a la mañana siguiente para decirme que había forzado la puerta del piso de Albert y que éste no estaba. Ni vivo ni en estado de cadáver. Sus vecinos llevaban días sin verlo y nadie sabía dónde andaba.

Tampoco mi abuela había sabido nada de él. Le hice un interrogatorio con infinitas precauciones, evitando cualquier alusión a la desaparición de Albert, alegando que tenía un recado que darle y que no conseguía ponerme en contacto con él para decírselo. Tenía la esperanza de que mi abuela me dijera que precisamente acababa de pasar por su casa para verla. Sabía que, desde que me fui, Albert iba a visitarla con mucha regularidad. Era, de todos mis amigos, el más atento con ella, y su preferido. De toda la vida, cuando lo veía llegar conmigo, se le iluminaba la cara; y, si tardaba dos semanas en ir, me preguntaba por qué ya no se lo veía. «Este chico está solo en el mundo», me decía a veces, como para disculparse de aquella ternura maternal por un extraño.

De hecho, Albert no tenía familia. Por mucho que me remontase yo en mis recuerdos —¡y nos conocíamos desde niños!—, siempre había estado solo. Su padre trabajaba en África y su madre estaba ingresada en un sanatorio en Suiza; luego se murieron los dos, ella de la tuberculosis que padecía, por lo que dijeron; y él, asesinado. Si pretendiera ser riguroso, debería intercalar un «por lo que dicen» o «por lo que decían» al final de todas las frases, en vista de que Albert no hablaba nunca de los suyos, salvo algunas alusiones inconcretas. Incluso cuando llegamos a ser amigos íntimos, nunca sentí que pudiera tocar ese tema libremente con él.

Cuanto sabía o creía saber procedía de los cuchicheos del colegio. Hicimos todos los estudios juntos en los jesuitas. Debí de coincidir con él por primera vez cuando yo tenía seis años, y él, siete. Lo cual no quiere decir que fuéramos amigos desde la infancia. El estaba interno, y yo era externo, y esas dos «tribus» se trataban poco. Nosotros, al acabar las clases, nos subíamos a los autocares que nos llevaban a todos junto a nuestras familias. Y los internos se quedaban allí, juntos.

En cierto sentido, el caso de Albert no era nada del otro mundo. Cuando un alumno vivía en el colegio, era porque sus padres estaban fuera. Pero, desde luego, había muchas formas de estar fuera; y los cuchicheos no eran los mismos. No a todas las madres ausentes las tenían por tísicas; y no morían asesinados todos los padres ausentes, ¿Un traficante? Ese era el rumor que corría por el colegio. A lo mejor era un honrado negociante, un viajante imprudente, un constructor de carreteras, o incluso un funcionario de la administración colonial. Pero en los cuchicheos de los alumnos aparecía constantemente aquella palabra levantina, medio árabe y medio turca: me harrebyi, que quiere decir «contrabandista». En lo referido a mí, nunca quise poner en apuros al hijo haciéndole preguntas. Bien pensado, creo que fue mi discreción lo que nos unió y lo que consolidó luego nuestra amistad. Conmigo, no tenía necesidad de estar en guardia.

De lo que no cabe duda es de que Albert no vivió nunca con sus padres y que su padre murió de muerte violenta cuando estábamos los dos en el último curso de primaria.

Normalmente, cuando un alumno perdía a un pariente, se iba unos días a su casa. Albert no fue a ninguna parte. Aparentemente, no tenía a nadie en el país. Se quedó en el colegio. Se limitaron a dispensarlo de ir a clase un día o dos.

Dijeron una misa en memoria del padre difunto. «¡Tened un recuerdo para vuestro compañero Albert, que acaba de perder a su papal», dijo el oficiante, que también había instado al alumno a que no permitiera que el odio se le adueñara del alma y que, antes bien, encomendase a la justicia divina y a la de los hombres el cometido de castigar a los culpables. Así fue como nos enteramos de que se había cometido un asesinato.

Todas las miradas se volvieron, lógicamente, hacia el interesado, que no sollozaba, como habría esperado yo. Cierto es que no acababa de perder a aquel padre; hacía mucho que lo había perdido; de toda la vida, podríamos decir incluso.

Nuestra amistad fue creciendo con nosotros, despacio. Al principio, Albert no era para mí sino un compañero entre otros cientos, e incluso en las ocasiones en que coincidimos, algunos cursos, en la misma clase, nunca estuvimos sentados juntos.

Me acuerdo de la primera vez en que me fijé en él. Un profesor joven e inexperto acababa de anunciar que iba a organizar una excursión y había pedido, imprudentemente, a los alumnos que se apuntasen en una hoja que tenía encima de su mesa, especificando que sólo podría incluir a los diez primeros. Todos nuestros compañeros corrieron a un tiempo, lo que causó en el acto un tumulto, empujones, peleas y alaridos. Yo me quedé en mi sitio, y oí claramente que alguien susurraba a mis espaldas: «¡Menudos bárbaros. Me volví, se nos cruzaron las miradas y sonreímos. En ese momento nació nuestra amistad.

Supongo que a Albert se le vino esa misma palabra a los labios el día en que le comunicaron la muerte violenta de su padre; y también, mucho más adelante, cuando le tocó ver por la ventana de su piso de la sexta planta los «fuegos artificiales» de la guerra.

«¡Menudos bárbaros

 

Ya era de noche este domingo que nos ocupa cuando Semiramis volvió a llamar a la puerta de Adam, menos discreta que durante el día.

—Podría traerte una bandeja, si quieres, pero creo sinceramente que deberías dejarlo un poco. Llevas trabajando desde el amanecer. ¿No quieres venir conmigo al comedor?

—¿Como ayer?

—Como ayer. Los mismos mezés y el mismo champán a la misma temperatura. Y la misma anfitriona, por descontado…

Acompañó esas palabras con una sonrisa tentadora a la que habría sido inútil resistirse.

 

Diez minutos después estaban sentados a la mesa en el mismo lugar que la víspera. La dueña del hotel podría haber añadido: el mismo camarero y las mismas velas.

Dejó a su amigo tomar unos cuantos bocados y dar unos cuantos sorbos antes de espetarle, como quien no quiere la cosa:

—Supongo que estaría fuera de lugar que la patrona de la fonda le preguntase al cliente qué tarea lo tiene tan absorto. No sales nunca, apenas si hablas y, si no te hubiera obligado, ni siquiera habrías venido a cenar. Además estás despeinadísimo y pareces agotado, como si acabases de pelearte con alguien…

Adam se limitó a sonreírle al tiempo que le daba una palmada amistosa en el brazo. Luego se pasó los dedos por el pelo, como si fueran un peine rudimentario. Ella esperó. El silencio se prolongó. Al cabo de dos minutos interminables, cuando la «patrona», no contando ya con una respuesta, se disponía a iniciar una conversación del todo diferente, el «cliente» le dijo con tono fingidamente contrito:

—Tengo un defecto muy frecuente entre los historiadores: me interesan más los siglos pasados que mi propia época; y la vida de mis personajes, mucho más que la mía. Pregúntame por las guerras púnicas, por la guerra de las Galias o por las invasiones bárbaras y no conseguirás ya hacerme callar. Háblame de las guerras que he vivido yo, en mi país, en mi comarca, de los combates de los que fui a veces testigo presencial, en los que perdí amigos, en los que estuve, incluso, a punto de contarme entre las víctimas, y no me sacarás más que dos o tres retazos de frase. Si me preguntas por Cicerón o por Atila, me vuelvo charlatán. Háblame de mi propia vida, de la de mis amigos, y otra vez me quedo mudo.

—¿Por qué?

—El primer motivo tiene que ver con mi oficio, como ya te he dicho. Cuando un historiador dice «mi época», en la que piensa espontáneamente no es en la época en que nació y que no escogió, sino en aquella a la que ha decidido dedicar la vida; en mi caso, la romana. Dicho esto, no soy un ingenuo ni querría «esconderme detrás del dedo meñique» como suele decirse. No hay ningún «juramento de Heródoto» que obligue al historiador a encerrarse dentro de las fronteras de su especialidad. La verdad es que me he sentido incómodo, enfermizamente incómodo, cada vez que he querido hablar de mí, de mi país, de mis amigos, de mis guerras. Pero llevo dos días, desde que estoy aquí, esforzándome en superar esa dificultad, por no decir esa invalidez.

—¿Y lo consigues?

—No del todo. A veces logro reunir los recuerdos que necesito para contar un episodio. Pero casi siempre me extravío en ensoñaciones, en recuerdos, en remordimientos…

Como para ilustrar lo que acababa de decir, se calló, y se le fue la mirada a lo lejos. Su amiga lo dejó ir a la deriva durante unos dilatados segundos antes de devolverlo a la tierra con otra pregunta:

—¿Y hace mucho que le das vueltas?

—¿A esa invalidez mental? Sí, llevo años. Pero convivía con ella, no intentaba superarla. Tenía proyectos concretos para mi estupendo año sabático. Y luego los fantasmas de la juventud irrumpieron en mi vida. ¡De improviso! Hace setenta y dos horas ni pensaba en hacer este viaje. E incluso ayer, cuando llegué aquí…

Volvió a callarse y la mirada se le volvió a perder en lontananza. Estaba claro que seguía con las aclaraciones, pero en su fuero interno nada más, y a su interlocutora le daba la impresión de que ni se daba cuenta de que había dejado de hablar.

No regresó junto a ella sino para decir, con expresión agobiada:

—Se supone que estoy progresando en mi voluminosa biografía de Atila, que mi editor lleva esperando quince años.

Le tocó entonces a Semiramis ponerle a su amigo en el brazo una mano protectora.

—Otra vez pareces agotado. ¡No digas nada más! ¡Ya volveremos a hablar de todo eso más adelante, más adelante!