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VIERNES, 4 de mayo
Me he pasado toda la mañana con Albert, en el piso en que hace tiempo tenía previsto matarse. Me ha hablado como si nunca nos hubiéramos hecho ninguna confidencia anteriormente y como si no fuéramos a volver a vernos.
Había tomado la precaución de llegar a su barrio temprano, anduve rebuscando en mis recuerdos para dar con el edificio, que sigue siendo posible reconocer. El portal, de azulejos predominantemente azules, parece haber cruzado la guerra sin rasguños. Se han limitado aponer, inmediatamente antes de la caja del ascensor, una gruesa verja metálica, de una fealdad completamente carcelaria, y también un portero automático con una clave; precauciones inanes, puesto que el teclado numérico se ha quedado sin tripas y en la verja ya no hay cerradura.
Al llegar al sexto piso, pegué el oído a la puerta, para tener la seguridad de que mi amigo estaba ya despierto. Todavía no eran las ocho, pero ya se oía ruido dentro. El timbre funcionaba; me abrió; ya estaba vestido y caímos uno en brazos del otro.
Quería proponerle que nos fuéramos a desayunar a la calle, como hicimos una vez en París, cuando acababan de liberarlo y se iba a Norteamérica. Pero ya tenía la mesa puesta.
—Parece que llevases viviendo aquí toda la vida.
—Me han cuidado el piso perfectamente mientras estaba fuera.
—¿Tus padres adoptivos?
—Sí, vamos a llamarlos «mis padres adoptivos», si te hace gracia.
—Me limito a repetir las expresiones que usabas en tu carta…
—Para que me dieran permiso para venir tenía que alegar circunstancias familiares. Y no podía decir quiénes eran esas personas.
—Echo de menos a mis secuestradores, señor director, tengo que ir a verlos.
Se rió.
—No sólo no me habrían dado permiso para venir, sino que seguramente me habrían sometido a un interrogatorio tremendo. Ya una evaluación de mi estado mental…
—¿Has seguido siempre en contacto con ellos?
—Si, desde el primer día. Cuando me soltaron, me hicieron prometer que volvería a visitarlos. Y tuve empeño en cumplir la promesa. Les exigí a Mourad y a Tania que me llevasen a su casa antes de ir al aeropuerto.
—Me lo contaron ese mismo día por teléfono mientras tú estabas en el avión. No repetiré qué palabras usó para hablar de ti Mourad, ¡que esté con Dios su alma!
—¡Que esté con Dios! Dijera lo que dijera ese día, seguro que tenía razón. Yo estaba empecinado, no me daba cuenta del peligro. Un suicida.
Dijo esa palabra como si le volviera a los labios una amargura familiar. Y eso me hizo caer en la cuenta de que Albert y yo nos hallábamos precisamente en el lugar en que había estado a punto de ocurrir el drama, hacía más de veinte años.
Sumidos, probablemente, en recuerdos paralelos, nos quedamos callados los dos durante unos momentos, clavando la vista en las tazas de café con leche. Luego, él siguió diciendo:
—Cuando empecé a trabajar, decidí enviarles todos los meses parte de mi sueldo, ¿Por qué? Porque estaba descubriendo de pronto hasta qué punto la vida podía ser fascinante y deleitable, hasta qué punto merecía la pena vivirla, y me horrorizaba con retraso la idea de que había estado a punto de perderla. Sentía, y sigo sintiendo, un agradecimiento infinito por esas personas buenas que fueron dos veces instrumentos de la Providencia. Primero, instrumentos ciegos, cuando me secuestraron. Y, luego, instrumentos conscientes, generosos, valientes, cuando se enteraron de la muerte de su hijo y renunciaron a pagarla conmigo, su prisionero, pese al sufrimiento y la rabia, cuando tanta gente a su alrededor los incitaban a que se vengasen y les reprochaban su magnanimidad, que asimilaban a un carácter débil.
»Así que decidí enviarles todos los meses la décima parte de mi sueldo. Sí, el diezmo, como se decía antaño… No se hicieron ricos, pero les permitió vivir sin pasar necesidades, e incluso hacer obras en su casa. Ayer, nada más llegar, me llevaron allí para enseñarme las mejoras que habían podido hacer con ese dinero. Y también se han estado ocupando de este piso, ¡Fíjate! Está mejor que cuando vivía yo en él. Son personas fundamentalmente buenas, fundamentalmente íntegras, y que fueran capaces de llevar un día a cabo un secuestro dice mucho acerca de la perversidad de la guerra.
—En resumidas cuentas, has desempeñado con ellos el papel del hijo que perdieron, y ellos han desempeñado contigo el papel…
—De los padres que perdí. Sí, algo por el estilo; a ti no te lo tengo que contar. De todos los amigos con quieres he seguido en contacto, eres el único que está enterado de mi pasado.
Sonreí:
—Pues en tal caso los demás están completamente a oscuras, porque yo tampoco sé gran cosa.
—Ya sabes que a mi padre lo asesinaron en Liberia.
—Sabía que había sido en África occidental, pero no sabía en qué país. Nunca hablamos de ello, y sólo recuerdo lo que se cuchicheaba en el colegio.
—Ya sé que se decían las cosas más tremendas. Que era un traficante, o un espía, o Dios sabe qué. En realidad era un hombre de negocios que ejercía en Monrovia. Un día fueron a matarlo a sus oficinas, junto al puerto, unos facinerosos. O eran maleantes que querían robarle, o eran asesinos a sueldo de un competidor. Si alguna vez se indagó el caso, nunca me informaron de los resultados. Y ya está, ya sabes tanto como yo.
—¿Y venía a veces a verte?
—Vino dos veces, al parecer. Pero si no hubiera visto unas cuantas fotos, no me acordaría ni de qué cara tenía. Tampoco me escribía. Mi única relación con él consistía en una transferencia bancaria mensual.
—Como tú con tus padres adoptivos…
Sonrió.
—No había caído en la cuenta…A lo mejor por eso se me ocurrió la idea. Pero ahí acaba la comparación.
—¿ Y tu madre estaba efectivamente en un sanatorio en Suiza o era un rumor?
—Era un rumor, y en esta ocasión el que lo había hecho correr era yo. Mis padres se separaron cuando yo tenía cuatro años. Mi padre se fue en el acto a Liberia, donde ya tenía dos hermanos instalados. Y mi madre se volvió a casar con un hombre que no quería ni oír hablar de aquel hijo de otro lecho.
Se calló. Estaba a punto de hacerle más preguntas cuando me di cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar. Así que clavé los ojos en la taza a la espera de que se recobrase.
Al fin dijo, con voz alterada:
—Ella aceptó aquel arreglo. Me olvidó, como si no fuera más que un mal recuerdo y como si el solo hecho de preocuparse por mí pudiera ser una amenaza para su nueva vida. De ella no recibía nada, ni cartas ni transferencias. Cuando me abandonó en el internado, les dije a mis compañeros de clase que estaba muy enferma y que había ingresado en un sanatorio. Sólo se me ocurrió eso para explicar aquel abandono; y era algo plausible. En realidad, vivía en Niza, con su marido nuevo y sus nuevos hijos.
—¿Tus hermanastros?
—Ni siquiera sé ni cómo se llaman ni cuántos son.
—¿Y volviste a ver a tu madre?
—¡Ni una vez! Un día, cuando tenía diecinueve años, me escribió para comunicarme que estaba muy enferma y que quería que fuese a verla. No fui. La abandoné en brazos de la muerte igual que me había abandonado ella.
»No me siento orgulloso de haberlo hecho, y me ha durado el remordimiento toda la vida. Pero en aquel momento eso fue lo que me apeteció hacerle. Nunca me había escrito antes, ni por mi cumpleaños, ni siquiera cuando murió mi padre. Y ni siquiera en esa única carta en que me decía que estaba enferma supo dar con las palabras adecuadas. "Rezo todos los domingos para que seas feliz. "Estuve a punto de escribirle para decirle que no necesitaba sus oraciones, que de eso ya iba bien servido en el internado; y que, de niño, más bien habría necesitado una madre que me estrechase contra su pecho cálido y no una madre que rezase por mí en una iglesia de la Costa Azul. También me decía que su marido tenía un empeño absoluto en comenzar con ella una vida nueva sin la "mancilla" de los recuerdos del pasado. Estuve a punto de contestarle que ya que ella no había querido que yo le mancillase la vida, más valía que yo no le mancillase la muerte.
»Al final, no le escribí nada; sencillamente, no contesté a la carta. Dos semanas después me llegó un recordatorio de filos grises que me informaba de su defunción, sin ninguna nota que lo acompañase. Es muy probable que se mereciera el trato que le di. Pero esta historia me impactó. Cuando recuerdo mi intento de suicidio y el recordatorio macabro que mandé imprimir, me digo que debían de estar aflorando los remordimientos y pasándome la factura de aquella vil venganza mía.
Un silencio. Me quedé a la expectativa. Albert siguió diciendo:
—Nunca me interesó gran cosa la religión. Ninguna religión. Seguramente llegué al punto de saturación con todas aquellas misas que me hacían oír los padres por las mañanas. Pero hay una frase que se le atribuye al Profeta y que me obsesiona desde que la oí. Dice que todo cuanto hacemos en este mundo se nos retribuirá en el más allá, menos la forma en que tratemos a nuestros padres, por la que recibiremos castigo o recompensa en este mundo.
—¿Y opinas que ese precepto vale también para los padres adoptivos?
—Ellos lo creen. Me dicen que más adelante, cuando sea viejo, mis hijos se ocuparán de mí igual que yo me he ocupado de ellos. Les digo: «Sí, tío. Sí, tía». Les apenaría demasiado que les dijera que nunca tendré hijos.
Albert calló. No le pregunté nada. Nos miramos. Debimos de cruzar unas cuantas palabras mudas. Luego dijo:
—Tú siempre lo supiste, ¿verdad?
La respuesta correcta era que no, ya que no lo he sabido hasta hace pocos días, por una confidencia de Ramez. Pero a esa pregunta, tal y como me la había hecho, responder que no habría sido sólo una forma torpe de contestar que sí. Preferí decir:
—Nunca hablamos de ello.
—Aquí, en esta tierra, es difícil hablarlo. Por muy íntimos que sean los amigos. Crecimos juntos, nuestra amistad se desarrolló en una edad en que cualquier confidencia podía tomarse por una invitación. Era más prudente transitar por lo no dicho…
—En Norteamérica supongo que es diferente…
—Existen prejuicios, pero si estás al tanto de «las instrucciones de uso», no te convierten la vida en un infierno. Aprendes pronto a tener trato con esta persona y no con aquélla, a decir las cosas de determinada forma, y se neutralizan los daños. En cualquier caso, no soy partidario de que haya que «salir del armario» a la fuerza. Cada cual debe ser dueño de decidir si le apetece o no decirlo, y a quién, y con qué palabras. Esos que te quieren obligar a declaraciones intempestivas no son amigos de verdad. Las personas decentes no lo presionan a uno. Sean o no sean gays, se limitan a ser amigos tuyos, colegas tuyos, alumnos tuyos, vecinos tuyos. Y yo tampoco los presiono. Ni por su estilo de vida ni por la mía.
»Le digo a cada cual lo que está capacitado para oír. No lo que le apetece oír, sino lo que es capaz de oír. A mis padres adoptivos" no les diré nunca la verdad, ¿Para qué iba a hacerlos desdichados? Siempre que me escriben, me desean que dé con una chica buena y que me case con ella. No les prometo nada, pero les dejo desear lo que ellos creen que tienen que desear, ¿De qué iba a servir que les comunicase que mi novia se llama James?
Un silencio. Un tintineo de tazas.
—¿ Y tú, por cierto? Supongo que ya no estás con esa chica encantadora a quien conocí en París hace veinte años. Como nunca la has vuelto a mencionar en tus mensajes, he inferido que había salido de tu vida, ¿Era psicoanalista, verdad?
—Sí. Patricia.
—¿Ya no la ves?
—Es agua pasada.
—¿Estuvisteis juntos mucho tiempo?
—Siete años.
—¿Y cómo se llama el agua de ahora?
—Dolores. Es directora de un periódico.
—¿Y cuánto lleváis juntos?
—Va a hacer seis años. O algo más.
—¿Debo entender que estás en vísperas de una nueva elección?
—En absoluto. Las cosas no funcionan así. Cuando estoy con una mujer, quiero que dure toda la vida y estoy convencido de que es posible.
—Pero te decepcionan una tras otra…
—El problema no reside en ellas, sino en mí. En cuanto me parece perfecta mi felicidad, me digo que no durará. Y entonces hago todo lo necesario para que no dure. Es patológico, y me doy cuenta. Sé que me estoy cargando la relación, pero no soy capaz depararme hasta que me la he cargado por completo.
Lo que no le he dicho a Albert, porque no lo pensé en ese ' momento, es que la imagen que me obsesiona de toda la vida es la de mis padres riéndose a carcajadas pocas horas antes del accidente de avión, ¡Cuántas veces en la vida, en momentos en que era muy feliz, se me volvió a aparecer esa imagen como para avisarme de que cualquier alegría sería pasajera y de que todas las risas que oyese anunciarían una desdicha futura!
Cuando la alegría se convierte en enemiga de la alegría…
Nuestra charla concluyó cuando pasó a buscarlo su «padre adoptivo». Por lo visto, iban a dar una fiesta en su honor. El dueño del taller me invitó en toda regla, pero sólo porque estaba allí; y rechacé cortésmente la invitación alegando que me esperaban en otra parte.
Me consternó esa interrupción. Albert y yo teníamos aún miles de cosas que decirnos: acerca de su actividad profesional, de sus investigaciones y de las mías, de su colección de cajas de música, que vi en los estantes.
También lamenté haberle hablado con tanto desenfado de mis amores. Tan noble es hablar de amor como vulgar contar los amores de uno. Me acuerdo de aquella conversación que tuve con Bilal poco antes de que muriera y en que intentaba convencerme de lo contrario. Me impresionaron la audacia y la impertinencia de sus palabras, pero, cuando lo vuelvo a pensar, pasado un cuarto de siglo, me reafirmo más que nunca en mi postura. Y no será la conversación de hoy la que me haga cambiar de opinión.
Como Albert me había hecho confidencias, yo también tenía que hacérselas. Por lo visto, eso es lo educado cuando se charla… Pero la forma en que hablé de las mujeres de mi vida fue un insulto al amor que les he tenido. Ya el solo hecho de nombrarlas una detrás de otra en la misma frase carece de elegancia, por no decir que es innoble. Mientras estuvimos juntos, Patricia fue mi vida entera, y convertirla ahora en un capítulo o en un episodio es contrario a mi forma de ser. Y Dolores no es la última de mis compañeras hasta la fecha, es para mí el ser más querido, y, si la perdiera, lloraría lágrimas de sangre.
¿Y Semi? ¿Es para mí sólo un paréntesis, como he consentido en escribir? Pensándolo mejor, no he hecho bien al hablar de ella en esos términos. Un paréntesis que me abre la puerta del paraíso no es un paréntesis vulgar, y no me apetece cerrarlo. Dentro de unos días, nos iremos cada cual por nuestro lado, pero el amor que le tengo nunca se borrará ni lo traicionaré.
Al separarse de Albert delante del edificio, Adam tenía intención de pasarse una horita en el café del barrio anotando en la libreta, antes de que se le olvidasen algunos retazos de la conversación que había tenido; y, luego, de dar una vuelta por la ciudad, al azar de los rótulos y los tenderetes, como le gustaba hacer antes y como no lo había hecho aún desde que había regresado.
Pero cuando acabó de tomar notas, era más de la una de la tarde y las calles estaban bochornosas, húmedas y llenas de obras. No se sentía ya con fuerzas para pasear. Cerró la libreta y se metió en el primer taxi que pasó.
Al llegar a la Auberge Semiramis, no hizo por buscar ni a la «señora del castillo» ni a Naím. Sudando y exhausto, subió directamente a su habitación, se desnudó nada más cruzar la puerta, se dio una ducha larga y luego se quedó dormido con el albornoz puesto.
Lo despertó dos horas después una mano que le acariciaba la frente. Sonrió, pero sin abrir los ojos, sin moverse y sin decir ni palabra. Menos mal, porque si hubiera dicho un nombre habría sido a la fuerza el de Semiramis.
Y no era ella.