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30 de abril, continuación
A las siete en punto vamos al refectorio. En la sala cabrían alrededor de cuarenta personas, pero sólo somos nueve, los ocho monjes y yo, todos sentados a la misma mesa de madera sin barnizar. Hay dos mesas iguales vacías, y en otra, arrimada a la pared, están los cubiertos, una fuente ovalada muy grande, una sopera, una jarra de vino, un pan redondo ya cortado y otra jarra, de barro, con agua.
—La comida nos la prepara una mujer del pueblo —me explica Ramzi—. Cuando estás afincado en un pueblo, vale más no dar impresión de autarquía y de que no se necesita a nadie. Porque en tal caso enseguida se hace uno enemigos y tiene mala reputación.
»A la gente le entran, forzosamente, curiosidad y cierta desconfianza cuando se entera de que han venido a instalarse cerca de ellos unos forasteros. En un pueblo enseguida se pone en marcha el molino del chismorreo. Que esa buena mujer, Olga, tenga las llaves del monasterio, venga aquí de vez en cuando con su marido o con su bija, o con su hermana, o con una vecina, lo cambia todo. También nos hace los recados. Las personas de los alrededores —los granjeros, el tendero de ultramarinos, el panadero, el carnicero— están convencidas de que nuestra presencia es una bendición, y no sólo porque recemos por ellas.
»Este principio lo aplicaba ya en la época en que me encargaba de obras públicas. Cuando llegábamos a una ciudad pequeña, quienes llevaban la gestión del proyecto intentaban a veces explicarme que sería más práctico y más barato traérnoslo todo nosotros. Y yo, en todas las ocasiones, les decía: ¡No! ¡Id al mercado, comprad todo lo que haga falta y no os andéis con regateos en el precio! La gente tiene que consideraros un chollo y echaros sinceramente de menos cuando os vayáis.
—¿Vienen a veces los del pueblo a oír misa?
—No decimos misa. Ninguno es sacerdote. Somos nosotros los que vamos los domingos a la iglesia del pueblo. Pero si alguien quiere venir a rezar con nosotros, como has venido tú, no tenemos echada la llave de la puerta.
En los primeros momentos de la cena, los únicos que hablamos fuimos fray Basile y yo. Le hacía preguntas y me contestaba; los otros siete de la mesa se limitaban a comer, a escuchar y agachar la cabeza de vez en cuando para aprobar o para asentir. La cocinera había preparado arroz blanco con un estofado de quingombó. Todos los monjes se habían llenado hasta arriba el plato, y varios, incluso, se levantaron para repetir.
Pasan en silencio bastantes minutos antes de que me decida a preguntarles, sin dirigirme a nadie en particular:
—¿Llegaron todos a un tiempo al monasterio?
Aquella pregunta mía no era sino un pretexto para hacerlos hablar. Había podido comprobar nada más verlos que aquellos hombres no procedían todos del mismo país, ni del mismo ambiente, y no habían aterrizado allí por idénticas razones. Sólo sabía la historia de uno, y eso de forma muy incompleta. De los demás no sabía nada.
A una seña de mi amigo, empezaron a presentarse, uno tras otro, en el orden en que estaban sentados. Cuatro de los nombres que me dijeron los habían tomado visiblemente prestados, como si fueran las máscaras de los actores en las tragedias antiguas: «Chrysostome», «Hormisdas», «Ignatius», «Nicéphore». Los otros eran más corrientes: Emile, Thomas, Habiby Basile; pero, a juzgar por lo que sabía de este último, eran también probablemente pseudónimos. Romper con la vida anterior debió de ser para esos hombres un segundo bautismo, y es lógico que quisieran, al salir del agua, ponerse ropa nueva.
Pero aunque, efectivamente, quisieran cambiar de nombre, no es seguro que quisieran cambiar de identidad. Antes al contrario. Diría incluso que, al nublar su identidad individual, más bien intentaron destacar su identidad colectiva: la de su condición de cristianos de Oriente. No me había pasado inadvertido que mi amigo había dado de lado un nombre neutro en lo referido a la religión para tomar otro, con rotundas connotaciones, de un doctor de la Iglesia.
Curiosamente, en mi visita anterior, cuando fray Basile me explicó las razones por las que se había retirado del siglo, se abstuvo —conscientemente o no— de nombrar los problemas específicos a los que tuvo que enfrentarse por pertenecer a una comunidad minoritaria.
No me asombra ese silencio; yo también recurro a él. A quien pertenece a una minoría le apetece callar su diferencia y no sacarla a la luz o enarbolarla como un estandarte. Sólo aflora cuando te ves entre la espada y la pared, cosa que, por lo demás, acaba siempre por suceder. Basta a veces con una palabra o con una mirada para que te sientas de pronto un extraño en una tierra donde los tuyos llevan, no obstante, siglos y milenios viviendo, desde mucho antes de que apareciesen las comunidades que hoy predominan. Ante esa realidad, cada cual reacciona según su forma de ser: tímidamente, rencorosamente, con servilismo o con ufanía. «Nuestros antepasados eran cristianos cuando Europa era pagana aún, y hablaban árabe mucho antes que el islam», le estaba yo diciendo un día a un correligionario con un pizca de jactancia. Y él me respondió, con crueldad: «¡Es cierto eso que dices, que no se te olvide! Sería un epitafio estupendo para nuestras tumbas».
A los monjes, por supuesto, aunque no lo mencionaban espontáneamente, no se les iba nunca de la cabeza su condición de miembros de unas minorías. Y eso iba a notarse poco apoco en lo que fueron diciendo a continuación.
Al invitarlos a ello fray Basile, pues, comenzaron a presentarse, uno tras otro, citando sus nombres de religión, sus lugares de nacimiento, de Tiro a Mosul, de Haifa a Alepo, e incluso Gondar; su edad: de los veintiocho años a los sesenta y cuatro; y también las profesiones originales: además de mi amigo, hay entre ellos otro ingeniero civil; y un geómetra y topógrafo, un médico, un agrónomo, un albañil, un jardinero paisajista e incluso un ex militar. Ninguno me refirió espontáneamente su trayectoria ni me intentó explicar por qué motivo había ido a parar aquí. Pero había algo en el relato de todos que traicionaba de forma implícita el drama que los había movido a retirarse del mundo para orar.
Ese drama se traslucía sobre todo cuando decían el nombre de su lugar de origen. Eso fue lo que me incitó a preguntarles, en cuanto hubieron hablado ya todos los que estaban en torno a la mesa:
—¿Y creen que tienen algún porvenir las comunidades en las que nacieron?
Esa pregunta mía no tenía relación directa con lo que me acababa de contar cada uno, pero me dio la impresión de que a ninguno le resultaba sorprendente.
—Yo rezo, pero sin esperanza.
Era Chrysostome quien había hablado, y había rebeldía en sus palabras. Contra los hombres, pero también contra el Cielo. Los demás se volvieron a mirarlo, más tristes que escandalizados. Todos le hacían los mismos reproches a su Creador, un reproche que ya había hecho antes ese al que invocan, el Hijo, el Crucificado, quien, a la hora del suplicio, le preguntó a su Dios: «¿Por qué me has abandonado?».
Por una razón que no entiendo, sentí de pronto el deseo de poner entre la espada y la pared a aquellos compañeros y me oí decir en voz alta las palabras de Cristo desvalido:
—Eli, Eli, lama sabactani?
Las dije con marcada entonación interrogativa, como si de verdad hiciera la pregunta, si no al Creador, al menos a sus monjes. Ellos también parecían desvalidos; oír esas palabras en labios de un extraño los volvió a sumir, como quien dice, en el ambiente del Viernes Santo. Todos dejaron de comer. Estaban silenciosos, abatidos y mudos.
Al mirarlos, me sentía un tanto avergonzado. No me correspondía a mí, visitante profano, monje por una noche, desencadenar esas reacciones. Pero no era un juego. Esas palabras de Jesús me parecieron siempre asombrosas. Hay muchísimos elementos en los Evangelios que a un historiador escéptico como yo le resultan demasiado convencionales para ser ciertos. Según las ideas de entonces, los apóstoles tenían que ser doce, como los doce meses del año, como las doce tribus de Israel, como los doce dioses del Olimpo; y Jesús tenía que morir a los treinta y tres años, la edad emblemática a que murió Alejandro. No podía tener ni hermanos, ni mujer e hijos, y tenía que haber nacido de una virgen. Muchos de los episodios están manifiestamente mejorados y posiblemente tomados de leyendas anteriores, para que el mito se atenga a las expectativas de los fieles. Y, de pronto, ese grito de dolor: «Eli, Eli, lama sabactani?». El ser divinizado vuelve a ser hombre, un hombre frágil, asustado, trémulo. Un hombre que duda. Esa frase sí suena a cierta. No hace falta tener fe, basta con ir de buena fe para confirmar que no es inventada, ni se ha tomado prestada, no está retocada, ni siquiera mejorada.
Para mí, los milagros no son nada, y se sobrestiman las parábolas. La grandeza del cristianismo es que venera a un hombre débil, escarnecido, perseguido, torturado, que se negó a lapidar a la mujer adúltera, que alabó al samaritano herético y que no tenía total seguridad en la misericordia del Cielo.
Fue por fin fray Basile quien rompió el silencio para contestar a mi pregunta.
—Si todos los hombres son mortales, nosotros, los cristianos de Oriente, lo somos por partida doble. Una vez como individuos, y eso es decreto del Cielo; y otra en tanto en cuanto comunidades, en tanto en cuanto civilización, y en eso no pinta nada el Cielo, la culpa la tienen los hombres.
Creo que se disponía a decir mucho más. No lo hizo. Se calló de golpe. Tuve la sensación, incluso, de que ya estaba arrepentido de lo poco que se le acababa de escapar. Se levantó para ir a coger fruta; los demás monjes hicieron lo que él, y yo también.
¿Era menester que sacase a relucir el tema esa misma noche? No. Esos hombres tienen costumbre de tomar las comidas en silencio, y mi intrusión ya los ha alterado bastante. Mañana por la mañana, si se presenta la ocasión, volveré a tocarlo con Ramzi, a solas los dos, cuando vayamos a deambular por su laberinto.
No dije nada más. Pelé despacio y, luego, corté y me comí una manzana grande y fría. Cuando se levantaron de la mesa, para dar gracias con una corta plegaria, me levanté al tiempo que ellos. Luego me he vuelto a mi celda para escribir estas líneas antes de irme a dormir.