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ADAM vació por completo encima de la cama el contenido de la carpeta azul cielo, asombrándose de todo lo que había ido metiendo dentro con el paso de los años. No sólo cartas, como anunciaba lo escrito en la tapa, sino también recortes de prensa, fotos de carné de identidad, fotos de grupo, y también su primera tarjeta de residencia.

¿Qué derroteros del pensamiento habían podido moverlo a guardar ese documento en una carpeta que se llamaba «Correspondencia amigos»? No tenía ni la más remota idea; era como si descubriera en eso a otro Adam cuya forma de razonar le resultaba ya difícil de entender.

 

Será que para el emigrante que era yo en aquellos años convertirme en residente de otro país que no fuera el mío no era una simple gestión administrativa, sino una elección existencial; y que lo que me decían mis amigos no eran para mí opiniones sin más, sino voces interiores. Hoy en día, pese a mis esfuerzos, no consigo recuperar los sentimientos de entonces, ni volver a meterme en el pellejo del joven emigrante que fui.

Se supone que un historiador sabe que la racionalidad es cuestión de fechas. Me contento, pues, con dejar constancia, sin mayor insistencia. Antes de volver a mis recuerdos.

 

¡Cuántas veces me escribió Tania que era para mí «una hermana», «una hermana mayor», «una hermana cariñosa»! Era su forma de manifestarme su cariño al tiempo que evitaba ambigüedades. Estoy hablando, por supuesto, del pasado remoto. Desde que su marido y yo reñimos, nos hemos hablado muy pocas veces, y con bastante frialdad. Sobre todo en estos últimos días…

Era inevitable, pero lo lamento un poco. Ambos sentimos, desde el primer encuentro —en el restaurante universitario—, una amistad mutua, ¿Algo más que amistad? Quizá, no lo sé… Me resulta difícil decirlo tantos años después. Podría ponerme a darle vueltas a la memoria para recordar si, a los diecisiete años, había algo más en mi forma de mirarla. No le veo la utilidad a esa introspección. El amor no es un hilo rojo que haya que separar de los hilos blancos, o negros, o dorados, o sonrosados, que se llamen «amistad», «deseo», «pasión» o vaya usted a saber cómo. No podía por menos de haber en el corazón del adolescente que era yo entonces mil sentimientos inseparables. Pero siempre vi a Tania con Mourad, nunca me vi a mí «con ella», y nunca tuve el mínimo resentimiento.

Dicho esto, por entones Tania me inspiraba un hondo afecto que no quise poner en entredicho pese a cuanto sucedió con su marido, ¿Porque la tengo por inocente? En realidad, no. Nunca somos del todo inocentes del proceder de las personas a quienes queremos. Pero ¿hay, por eso, que renegar de ellas? ¿Habría debido distanciarse Tania de Mourad cuando empezó él a portarse de forma indigna? No lo creo. Tenía que quedarse a su lado. No obstante, esa fidelidad a su hombre la convirtió, forzosamente, en cómplice. Sí, así es, es tan difícil desenmarañar los hilos de la conciencia como los de los sentimientos.

Qué sencillo sería si, en los caminos de la vida, pudiéramos limitarnos a escoger entre la traición y la fidelidad. Con frecuencia, nos vemos en la obligación, más bien, de escoger entre dos fidelidades irreconciliables; o, lo que viene a ser lo mismo, entre dos traiciones. Pero llegó un día en que, al calor de los acontecimientos, tuve que elegir. Mourad también; y lo mismo le pasó a Tania. Balance de nuestras traiciones: un desterrado, un culpable, una cómplice. Pero es también, por supuesto, el balance de nuestras fidelidades.

Al quedarse junto a Mourad, Tania se convirtió en cómplice suya; pero habría sido despreciable si lo hubiera dejado. Así son las cosas. A veces no podemos renegar de los compromisos de los veinte años; lo más honroso sigue siendo asumirlos. Ni la condeno ni la absuelvo. De todas formas, no soy un tribunal.

¿No juzgo? Sí, sí lo hago; me paso el tiempo juzgando. Me irritan muchísimo quienes nos preguntan, con mirada fingidamente horrorizada: «¿No me estará usted juzgando. Pues sí, claro que lo juzgo, lo juzgo continuamente. Pero las sentencias que dicto no tienen repercusión en la existencia de los «imputados». Concedo mi estima, o la retiro, dosifico mi amabilidad, dejo en suspenso mi amistad a la espera de pruebas complementarias, me distancio, me acerco, me aparto, concedo un aplazamiento, hago borrón y cuenta nueva, o finjo que lo hago. La mayoría de los interesados ni se dan cuenta. No comunico las sentencias, no doy lecciones, la observación del mundo no tiene en mí más consecuencia que un diálogo interior, un diálogo interminable conmigo mismo.

 

En el caso de Tania, la habría juzgado con severidad mucho mayor si su elección inicial hubiera sido fruto de malas razones. Es decir, si, a los veinte años, se hubiera enamorado de un hombre detestable, si la hubieran conquistado su fortuna, su patronímico o, algo mucho peor, su autoritarismo, su carácter «viril». Confieso que tengo muy poca tolerancia con esa clase de extravíos. Pero no fue ése el caso. Al Mourad a quien conocí en mi juventud me resulta fácil comprender que pudiera quererlo. Era un hombre cordial, su casa estaba siempre abierta, le gustaba recibir a sus amigos y hacerles sentir que estaban en su propia casa.

Había, pues, en él generosidad, y también sentido del humor; y una inteligencia sutil, incluso aunque no se le notase a primera vista. Le gustaba adoptar modales de montañés tosco, pero no era sino un juego. Así podía decir sin andarse con paños calientes todo cuanto pensaba, ¡Cuántas veces le salieron de los labios y sin contemplaciones verdades que si las hubiera dicho cualquier otro —yo, por ejemplo— habrían parecido brutales o perniciosas, tanto como para acabar con años de amistad! A él se le consentía y nadie se lo tenía en cuenta. La gente se decía: «¡Cosas de Mourad!», y las dos terceras partes de la culpa quedaban perdonadas.

Aquel personaje que se había fabricado le daba, pues, muchísima libertad. Cuando digo «fabricado», parece que insinúo que su forma de comportarse era el resultado de un cálculo hábil. Sí y no. Era su forma de ser, pero la usaba con talento. Igual que esos grandes actores que usan su temperamento real para dar consistencia al personaje al que tienen que encarnar en el escenario.

Entiendo que Tania quedara presa de su encanto; todos lo estábamos, y yo, quizá, algo más que los otros.

 

Lo que me fascinó de Mourad cuando lo conocí en la universidad fue que daba la sensación de que había vivido ya mucho. En nuestro grupito, algunos eran más jóvenes que él; y otros, de más edad; pero para todos era el hermano mayor; era él quien tomaba en nombre nuestro las decisiones cotidianas, ¿Un jefe? No, no queríamos un jefe, rechazábamos la autoridad y las jerarquías. Pero Mourad tenía cierta preeminencia.

Tuvo que asumir muy pronto responsabilidades de hombre, y con eso maduró. Su padre murió a los cuarenta y cuatro años de un ataque al corazón. Mourad tenía por entonces siete años y era hijo único; su madre tenía veintiocho y no volvió a casarse. Había vivido hasta entonces a la sombra de su marido; y a partir de entonces quiso vivir a la sombra de su hijo.

Lo consultaba para todo y se remitía a él para todas las decisiones. Ya fuera la elección del colegio, la compra de un coche, el sueldo del jardinero, los arreglos de un tejado o un murete, le explicaba a su hijo las ventajas y los inconvenientes, le presentaba a las personas afectadas y luego le pedía que tomase él las decisiones.

Era como esos hijos de reyes que subían al trono en la infancia y a quienes obligaban aportarse como adultos. Su madre era, como quien dice, la regente.

Cuando conocí a Mourad, tenía diecinueve años y la consideración en que lo tenía su madre podría parecer una manifestación de modernidad. Acabábamos de salir de la década de los sesenta y algunos padres jugaban a ser amigos de sus hijos. Me di cuenta enseguida de que no era ése el caso de la madre de Mourad. Era incluso todo lo contrario: un arcaísmo persistente y no una modernidad precoz. Si en vez de un hijo único hubiera tenido una hija, creo que habría sido una tirana. Pero ante el hijo, el hombrecito, se postraba. No lo trataba como a un «amigo», sino como a su amo y señor, y estaba convencida de que cumplía así con el papel que le correspondía desde siempre.

Al portarse así, le infundió a su hijo muy pronto aplomo, el orgullo de ser quien era y de tener lo que tenía y un innegable sentido del deber, al menos del deber para con los suyos. También, sin saberlo, contribuyó a su desdicha.

Se llamaba Aida. Iba siempre vestida de negro, como si acabase de fallecer su marido. Pero era afable, e incluso jovial frecuentemente, y no carecía de sentido del humor. Creo que a mí me tenía cariño, al menos mientras fui el mejor amigo de su hijo.

Mourad me dijo un día que, cuando tenía alguna diferencia con alguien, no se lo decía a su madre, porque ésta se ponía en el acto como una fiera contra la otra persona, hasta tal punto que toda reconciliación se volvía imposible. Supongo que me habrá aborrecido en estos últimos años.

¿Vive aún? No lo sé. Seguramente, no. En caso contrario, la habría visto ayer en la clínica.