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YA estaba puesta la mesa, y las fuentes, tapadas con platos del revés para que no se enfriase la comida.
Como estaba aún medio dormido, Adam comía poco y hablaba todavía menos. Pasado un buen rato, se sintió en la obligación de decir:
—No es que haya sido nunca muy locuaz, pero esta noche soy casi un patán… ¡Perdona! No tengo más disculpa que el hecho de que este entorno en que llevo dos días es propicio al ensimismamiento. Cuando dejo de escribir en una hoja, lo sigo haciendo en la cabeza.
»E1 silencio, la montaña, la luz, el mar en el horizonte, el aire, que los pinos piñoneros purifican…
»… y la sensación de ser el prisionero de una divinidad clemente.
Semiramis apoyó la mano en la de él.
—¡No te imaginas lo feliz que me haces al decir eso!
—¿Que me siento prisionero?
—¡Sí, incluso eso! He hecho cuanto estaba en mi mano para que este sitio fuera un islote de serenidad y de agua fresca y me comunicas que lo he conseguido.
—En lo del agua fresca, es más bien champán.
—Ese es mi concepto del agua fresca.
Las copas se alzaron, se rozaron muy cerca del filo y se vaciaron, luego, al unísono. No bien volvieron a dejarlas en la mesa, el camarero acudió a llenarlas. Semiramis miró el reloj de pulsera.
—Francis, puedes irte, ya son las doce. Yo apagaré. ¡Pero déjanos aquí al lado el champán!
El hombre acercó la botella y el cubo con su pie y luego se despidió de su jefa y del invitado de ésta antes de esfumarse.
—El primer recuerdo que tengo de ti —dijo la anfitriona en cuanto se quedaron solos— fue de cuando te ofreciste a llevarme a casa al final de una velada estupenda. ¿Todavía te acuerdas?
—Como si hubiera sido ayer.
Aquella noche, su grupo de amigos había cenado en un restaurante estudiantil pequeño, muy cerca de la Facultad de Derecho, y que llevaba el atinado nombre de El código civil. Al acabar la cena, Semiramis preguntó si alguien podía llevarla a casa. Adam se ofreció en el acto. Salieron juntos a la calle y, luego, echaron a andar; y siguieron andando.
—Los cinco primeros minutos, estaba convencida de que íbamos a tu coche. Lo único que me preguntaba era por qué habías aparcado tan lejos. Tardé en darme cuenta de que querías llevarme a casa a pie.
—Me pasé la cena mirándote y estaba hechizado. Y, cuando preguntaste si alguien quería acompañarte, no me lo pensé ni un segundo, no me acordé ni de más coche ni de más nada, me ofrecí en el acto, como esos niños que, en cuanto oyen: «¿Quién quiere…?», les falta tiempo para decir: «¡Yo!», sin saber siquiera de qué se trata. Aunque esa noche yo sí sabía de qué se trababa y me daba miedo que algún otro se brindara antes que yo.
—Al principio, estaba rabiosa. Seguro que Mourad se había traído el coche. Y Tania también tenía coche, y alguien más seguramente. Me habrían llevado en cinco minutos. Se había hecho tarde, mis padres me estaban esperando y me iban a reñir por tu culpa. Pero, poco a poco, fui disfrutando del paseo. La noche estaba fresca, muy agradable; descubría un aspecto desconocido de la ciudad, y lo que ibas contando me parecía divertido. Más adelante descubrí que hablabas poco, pero aquella noche estabas locuaz. Debías de estar nervioso…
—¡Estaba avergonzado! Me acuerdo aún de aquel sentimiento como si fuera ayer. Cuando salimos del restaurante, me di cuenta de que había un malentendido. Estaba claro que creías que íbamos a mi coche; y yo todavía no tenía coche. Pero ¿qué iba a hacer? ¿Disculparme contigo y luego ir corriendo a ver si pescaba a alguien que estuviera «motorizado»? Lo habría sentido como una humillación. Así que hice como si siempre hubiese tenido la intención de acompañarte a pie.
—En París habría parecido natural, supongo. Pero aquí era tan extravagante. Nadie iba a pie de un barrio a otro…
—¡Y menos de noche! Casi no había aceras, e incluso cuando aún no había ni milicianos armados, ni puestos de control ni coches trampa, sí que había ya, tontamente, grietas en la calzada donde podías romperte una pierna.
—Yo estaba convencida de que al llegar delante de casa de mis padres, cuando estuviéramos en el rincón oscuro que había delante de las escaleras, me dirías adiós y me besarías.
—¡Eso era exactamente lo que me apetecía hacer! Pero no me atreví. Tenía en la cabeza una voz penosa que me susurraba: «¡No estropees este momento tan bonito con un gesto fuera de lugar! ¡Esta chica se ha fiado de ti, no te aproveches! ¡Pórtate como un caballero!». Se juntaron, para paralizarme, todos los argumentos de mi supuesta buena educación. Hubo un momento, sin embargo, en que estuve decidido a saltármelos. Había un agujero en la calzada, te cogí de la mano para ayudarte a rodearlo. Luego «se me olvidó» soltarte. Dimos unos cuantos pasos cogidos de la mano; y fuiste tú la que te soltaste.
—¡De eso no me acuerdo en absoluto!
—Yo todavía me acuerdo porque le he dado muchas vueltas. Cuando me soltaste la mano, llegué a la conclusión de que querías decirme que no fuera demasiado lejos ni demasiado deprisa. Lo hiciste discretamente, sin brusquedad, sin ofenderme, pero para mí fue un mensaje.
—Si pensaste eso, te equivocaste. No me acuerdo de ninguno de esos detalles, pero sí estoy segura de algo, y es de que no intenté en absoluto desanimarte. Al contrario, quería que me besases en el portal, estaba convencida de que me besarías y me decepcionó que no lo hicieras. Eso no se me ha olvidado.
—Me noto en el pecho una punzada de remordimiento. ¿Te das cuenta? ¿Cuántos años han pasado?
—¡Mejor no contarlos! No han pasado sólo años, han pasado vidas, vidas sucesivas…
Lo que los dos amigos no se decían, y sin embargo tenían ambos in mente, era que aquella oportunidad de besarse no se había vuelto a presentar. Y, no obstante, estaban empezando su primer año de universidad, iban a las mismas clases y frecuentaban el mismo círculo de estudiantes. Adam debería haber tenido decenas de ocasiones de volver a acompañar a Semiramis a su casa y de despedirse en el mismo sitio en que se había abstenido de besarla la primera vez. Pero esa primera vez había sido la última.
Cuando, pocos días después, volvió a reunirse la pandilla, Semiramis llegó con uno de los amigos. Todos sus ademanes proclamaban que «salían juntos». Adam no conseguía apartar la mirada de aquellas manos imbricadas. Para no sufrir, intentó en ese momento convencerse de que Semiramis ya llevaba tiempo con «el otro» y que, por lo tanto, había hecho bien en no intentar besarla, ya que, forzosamente, lo habría rechazado. Pero no era el caso. La verdad es que «el otro» había tenido el valor de tomarla en sus brazos mientras que él no se había atrevido.
Incluso después de tantos años de vidas «sucesivas», Adam sentía aún remordimiento y vergüenza. Lo que lo movió a decir, un tanto para disculparse ante su «señora del castillo» y un tanto para consolarse él:
—Siempre me paralizó la timidez. Y aunque haya conseguido disimularla con la edad y con los años de docencia, nunca me la he sabido quitar de encima. En los congresos de historiadores, por ejemplo, pocas veces intervengo, pido la palabra sin insistencia y noto un alivio muy tonto cuando se les olvida dármela. A poco que esté con un charlatán, puedo quedarme horas enteras sin despegar los labios. Cuando era joven, era peor aún. Me tenía continuamente petrificado el terror de verme humillado y de quedar mal. E intentaba convencerme de que esa falta de confianza en mí mismo era una postura de orgullo extremoso: si no pedía nada, era porque no soportaba que me dijeran que no; antes que arriesgarme a semejante cosa, prefería abstenerme.
—Así que te abstuviste de besarme —aclaró Semiramis con sonrisa triste.
—Pues sí —dijo Adam, con idéntica sonrisa—. Y viviré con ese remordimiento hasta el último de mis días.
Rieron de buena gana, pero sin ruido. Luego ella repartió entre ambas copas lo que quedaba de la botella de champán, que volvió a meter en el cubo con el gollete hacia abajo.
—¿Damos un paseo al aire libre? —propuso.
—Me parece muy sensato. Y luego te acompaño.
—¿A pie, como la otra vez?
—Sí, eso, como la otra vez —repitió Adam, encantado de aquella abolición de los años y las décadas.