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TRAS regresar a su habitación, Adam sintió, pese a todo, la tentación de llamar a su compañera. No para hablarle de la noche anterior, cosa que habría sido por descontado de un gusto pésimo, sino porque solía llamarla todas las mañanas y no había motivo alguno para no hacerlo hoy.
Marcó, pues, el número, no sin aprensión.
—¿Estás ya en la oficina?
—Acabo de llegar. No me ha dado tiempo ni a sentarme.
—Así que no estás en una reunión.
—No, todavía no, podemos hablar. ¡Pero dame veinte segundos para soltar las cosas!
Dolores dejó un momento el teléfono y volvió a cogerlo luego.
—Aquí me tienes, a tu disposición. Semi me ha dicho que trabajabas mucho. Demasiado, quizá.
—Es verdad. Trabajo mucho.
—¿En la biografía?
—No, he dejado a Atila aparcado, estoy con otra cosa.
—Si te pasas la vida con otra cosa no vas a acabar nunca esa biografía.
—Es que al verme metido otra vez en el ambiente de esta tierra, me han apetecido otras cosas, ¿sabes?
—También de eso me han llegado unos cuantos rumores…
Se echó a reír y Adam se reprochó haber usado irreflexivamente unas palabras tan ambiguas. Se apresuró a aclarar:
—Con esto de la muerte de Mourad, me han entrado ganas de contar la historia de mis amigos, de mi juventud, de esto en que nos ha convertido el presente.
—Lo entiendo, es normal que la nostalgia aflore en momentos así. Pero me parece que estás desbarrando… Te conozco, Adam. Vas a emborronar cientos de páginas hablando de tus amigos, pero se quedarán todas en un cajón por tiempo indefinido… Entiéndeme, no te estoy diciendo que no lo hagas. Es una catarsis útil para tu salud mental. Porque la muerte de tu «antiguo amigo» te afecta más de lo que te gustaría admitir. Pero no te equivoques, no lo publicarás nunca. Aunque no fuese más que por tus colegas…
—¿Mis colegas?
La extrañeza de Adam no era sincera. Lo que le decía Dolores era la pura verdad. Tenía que conservar, dentro de la comunidad de los historiadores, una reputación asentada durante varias décadas. Eran muy valorados su rigurosidad en las argumentaciones, su crítica minuciosa de las fuentes, su tono objetivo, su permanente celo por no dar pie a los ataques, ni siquiera a los de sus compañeros más aviesos… ¿Cómo conciliar esas virtudes, que hacían de él un historiador respetado, con aquel deseo suyo de referir las tribulaciones existenciales de una pandilla de estudiantes? ¿Cómo iban a reaccionar sus venerables colegas? Ya los estaba oyendo mofarse…
—¿Me aconsejas que me pare en seco y vuelva a disertar sobre mi viejo amigo Atila?
—No, honradamente no te lo aconsejo. Dónde estás y en las circunstancias en que estás sería imposible que siguieras trabajando en la biografía de un conquistador del siglo quinto como si no hubiera pasado nada. Escribe lo que sientas que tienes que escribir, sinceramente, como si fuera un recordatorio íntimo. Pero que no se te olvide que es un paréntesis y, en cuanto vuelvas a París, ponte otra vez a tu «Atila», termínalo y publícalo para poder dedicarte a otra cosa. Dicho de otro modo, desbarra, pero poco, y no pierdas de vista lo esencial…
Adam se disponía a decir que estaba completamente de acuerdo, pero ella no le dio tiempo a hacerlo.
—Llaman a la puerta —dijo, bajando la voz—. Ya están aquí.
Colgó acto seguido. Adam miró el reloj: eran las once y media en punto, las nueve y media en París. La hora a que su compañera reunía a diario a sus colaboradores.
Tras contratarla un grupo de prensa europeo para dirigir una revista mensual de divulgación científica, Dolores había apostado arriesgadamente por convertirla en un semanario. Había defendido tan bien la idea que sus jefes se embarcaron en ese proyecto y le concedieron medios sustanciales. Pero tanto los jefes como Dolores tenían muy claro que si dicho proyecto no cumplía con la expectativas, la responsabilidad sería de ella. Desde entonces, se pasaba casi la vida entera en el periódico; y cuando no estaba allí, no dejaba de tenerlo presente y de comentarlo con su compañero^ a quien no le resultaba irritante, sino todo lo contrario; le gustaba incluso desempeñar el papel de Candide, a saber, el de un consejero amistoso, sin ideas preconcebidas, tan ajeno a la revista como al universo científico.
Tras su charla telefónica matutina, Adam volvió a abrir la libreta para cavilar, lápiz en mano, acerca de la curiosa situación en que se hallaba.
Martes, 24 de abril
Sigo preocupado, incluso aunque Dolores haya estado asombrosa, ejemplar tanto en elegancia espiritual como en sutileza.
Ni una palabra de lo sucedido la noche pasada, pero tampoco una palabra que se desviase de ello por completo. No sé sí tenía pensados previamente todos los sobrentendidos; y es posible que haya visto alusiones donde no las había. No por ello deja de ser un mensaje de claridad cristalina: el paréntesis es aceptable, pero no deja de ser un paréntesis.
Esa pauta de conducta me viene bien, y el hecho de que Dolores la establezca debería tranquilizarme. Pero la aprensión me viene de otro lado, de esa sabiduría vulgar, tiránica, que me impone la creencia de que he caído en una transgresión y que será inevitable que ésta me pase factura por motivos vinculados tanto a la naturaleza humana como a las leyes celestiales.
Mi generación, la de las mujeres y los hombres que tuvimos veinte años en la década de los setenta, colocó el centro de sus preocupaciones en la liberación de los cuerpos. En los Estados Unidos y en Francia, como en muchos otros países, entre los cuales se hallaba el mío. Visto ahora con la perspectiva de la distancia, estoy convencido de que teníamos mil veces razón. Las tiranías espirituales nos atan primero el cuerpo antes de atarnos la mente. No es su única herramienta de control y dominio, pero, en el transcurrir de la historia, ha resultado una de las más eficaces. Por eso la liberación de los cuerpos sigue siendo, en conjunto, un acto liberador. Siempre y cuando, por supuesto, no se utilice para justificar todos los comportamientos vulgares.
Lo que acabo de vivir con Semi tiene sentido porque representa una rebelión tardía contra mis timideces de la adolescencia. Desde ese punto de vista, acostarnos juntos era legítimo. Pero no tardaría en convertirse en algo patético si, en vez de considerarlo un guiño a nuestra adolescencia, nos pusiéramos mi cómplice y yo a vivir ese hecho como una relación trivial a ras del edredón.
¿Un paréntesis, pues, mi noche con Semi? Desde luego. Ella tampoco lo ve de otra forma. Esa expresión que usa Dolores no es, por eso, ni ofensiva ni indigna.
¿Un paréntesis también todo cuanto siento deseos de contar acerca de mi juventud y mis amigos? Sí, seguramente es la palabra adecuada. No obstante, no tengo intención de cerrar enseguida este paréntesis. Incluso aunque acaben en un cajón o en total olvido, estas páginas que dedico a la memoria de mis amigos dispersados tienen aún para mí una razón de ser. Mi vida, así como la vida de las personas a quienes he conocido, es posible que no sea nada del otro mundo si las comparamos con la de un conquistador famoso. Pero es mi vida, y si considerase que sólo merece olvido, sería que no me he merecido vivirla.