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CUANDO lo llamaron sus demás amigos a eso de las siete de la tarde, para preguntarle por el viajero, Adam evitó contarles la escena del aeropuerto.
Sólo les dijo que acababa de hablar con Albert, que había llegado bien y de buen humor, pero exhausto, y que se había ido a la cama enseguida.
Tenían el proyecto de ir ese noche a casa de Tania, a quien Naím no había dado aún el pésame, y le propusieron que fuera con ellos. Pero no aceptó la invitación. Les dijo que estaba cansadísimo y que tenía jaqueca, seguramente al haber tenido que circular por carretera en horas de grandes atascos entre una nube de gasolina.
No era seguramente sino un pretexto. ¿Porque ya había visto de sobra a la viuda y notaba cierto hartazgo en su presencia? Quizá. Otra explicación plausible era que no tenía ganas de ver a nadie antes de haber charlado mucho rato con Albert a solas.
Decidió, pues, no salir de su habitación aquella noche. Pidió una cena ligera, sólo un surtido de quesos y algo de fruta, y se dedicó a ordenar sus notas y a poner por escrito unas cuantas reflexiones de carácter general.
Según volvía, cuando estábamos en pleno atasco, el chófer del hotel me confesó, tras disculparse mucho, como si estuviera a punto de cometer la peor de las incorrecciones, que nunca había conocido a nadie que se llamase Adam. Lo tranquilicé, asegurándole que aquel comentario no me ofendía en absoluto, que efectivamente era un nombre inusitado en este país y que era algo que me resultaba más halagador que embarazoso, ¿No es acaso un privilegio llamarse como el primer hombre?
Asintió cortésmente con la cabeza, sin que, por lo demás, mis argumentos parecieran convencerlo. Si es que supe descifrar el lenguaje de los ojos, parecía pensar que yo hacía de tripas corazón. No obstante, me agradecía que no me hubieran molestado sus palabras.
Cuando calló Kiwan, yo seguí con la conversación en mi fuero interno. Y respondía a mis propias afirmaciones como no habría podido hacerlo él. Es cierto que llevo en el nombre a la humanidad naciente, pero pertenezco a una humanidad en vías de extinción.
Siempre me ha llamado la atención el hecho de que el último emperador de Roma se llamase Rómulo, igual que el fundador de la ciudad; y que, en Constantinopla, el último emperador se llamase Constantino, igual también en este caso que el fundador. Por ello ese nombre mío de Adam me ha hecho sentir siempre más preocupación que orgullo.
Nunca supe por qué me llamaron así mis padres. […] Se lo pregunté a mi padre y se limitó a contestarme: «¡Es nuestro antepasado común!», como si yo pudiera no saberlo. Tenía diez años y me conformé con esa explicación. Quizá habría debido preguntarle mientras vivía si había tras esa elección alguna intención, algún sueño.
Me parece que sí. Desde su punto de vista, se suponía que yo pertenecía a la cohorte de los fundadores. Hoy, a los cuarenta y siete años, no me queda más remedio que admitir que no cumpliré con esa misión. No seré el primero de un linaje, seré el último, el último de todos los míos, el depositario de sus penas acumuladas, de sus desilusiones y también de sus vergüenzas. Me incumbe a mí la aborrecible tarea de identificar los rasgos de aquellos a quienes he querido y de asentir luego con la cabeza para que vuelvan a taparlos. […]