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DOLORES no le había dado esperanzas de que fuera a ir.

Cuando Adam insistió para que estuviera presente en el reencuentro, no pareció entusiasmarle la idea. No conocía a esos amigos a los que quería reunir, no tenía los mismos recuerdos que él, no tenía un sitio entre ellos, le dijo; y como no entendía ni una palabra de árabe, su presencia les impediría hablar con libertad en su lengua materna. «Te pasarás el rato explicándome las cosas y acabarás por lamentar que haya ido.»

Pero no eran sino pretextos fingidos, para que su compañero siguiera en la incertidumbre hasta el último momento y en cambio ella tuviera la completa certeza de que él quería que fuera. En realidad, estaba deseando ir a reunirse con él al país donde había nacido, conocer a las personas que había conocido él y, por último, tener algo que ver —mediante un «examen de recuperación»— con uno de los períodos más felices del pasado de Adam. De propina, no quería, desde luego, que viviera esos momentos, tan importantes para él, sólo con la compañía de Semiramis.

Dolores se esforzaba por no caer en vulgares celos y notaba cierto orgullo por no guardarle rencor a la que le había «cogido prestado» a su hombre. Sólo la había visto dos veces, pero sentía por ella una simpatía instintiva, e incluso se fiaba de ella, pese a lo que había sucedido, e incluso quizá por lo que había sucedido. Por lo demás, si había podido preparar el viaje discretamente había sido merced a la complicidad risueña de su «rival». Así que no sentía rencor alguno contra la hermosa posadera… Pero Dolores sabía también que ya era hora de que volviera a tomar posesión de ese hombre que le pertenecía. Y de cerrar cierto «paréntesis».

Fue Semiramis quien la recogió en el aeropuerto. Luego, la llevó al hotel, donde el recepcionista les dijo que Adam ya estaba en su habitación. Dolores pensaba que iba a sorprenderlo delante del ordenador. Abrió sin ruido la puerta. La habitación estaba a oscuras. Dejó fuera el equipaje y entró de puntillas. Su compañero dormía.

Lo despertó acariciándole la frente. Antes incluso de abrir los ojos, la reconoció por el perfume de incienso. La rodeó con los brazos, susurrando: «¡Querida!1», como si la estuviera esperando. Ella se metió entre las sábanas, a su lado.

 

Interrumpió la tierna siesta de los amantes una llamada de Albert que quería disculparse por haber dejado solo a su amigo con tanta prisa por la mañana y sugería que se vieran a última hora de la tarde en el centro.

—¿Estás seguro de que te van a soltar tus secuestradores? —se burló Adam.

—No —dijo su amigo—, pero me dan permiso para la velada. ¿Te acuerdas del restaurante Le Code civil?

—Junto a la universidad? ¿Cómo iba a olvidarlo? Si era nuestra cantina…

—He pasado por delante y me he llevado la sorpresa de descubrir que sigue existiendo. O, para ser exactos, que volvía a existir. Desapareció al empezar la guerra, y ahora alguien ha tenido la ocurrencia de resucitarlo. Se lo voy a decir también a Semi y a Naím. Creo que sería un buen preludio para el reencuentro.

Adam estaba encantado.

—Me pondré en mi sitio habitual y pediré exactamente lo que pedía antes.

Dolores no sabía de qué estaba hablando, pero la alegría de su compañero era contagiosa; sonrió con la misma sonrisa que él y le apoyó la cabeza en el hombro desnudo.

—Tú tienes mucha pinta de rebelde, pero eres de alma desesperadamente conservadora —decretó su amigo en el otro extremo de la línea.

Adam no intentó negarlo.

—Si tuviera varias vidas, me pasaría una de ellas yendo todos los días a la misma taberna para sentarme a la misma mesa y en la misma silla y pedir el mismo plato.

—Con la misma compañera —le susurró Dolores al oído.

—Sí, contigo —le dijo él, apartándose el aparato de los labios para besarla.

—También me he acordado de Tania —siguió diciendo Albert—; pero a lo mejor no es una buena idea en vista de que todavía no he ido a darle el pésame.

—No, la verdad es que sería una idea malísima. Seguramente no querrá que la vean en público cuando hace tan poco de la muerte de su marido, y te echará en cara que te has convertido en un patán norteamericano que hace caso omiso de las sutilezas de tu tierra natal. Ha cambiado, ¿sabes? En todas las ocasiones en que he hablado con ella en estos últimos días me ha quedado un regusto ácido.

—Dentro de cuarenta y ocho horas te diré si estoy de acuerdo con ese diagnóstico. Por esta noche, renuncio a invitarla.

—Pero a pesar de todo seremos cinco —le anunció Adam.

Luego, sin avisar, le puso a su amiga el teléfono en la mejilla; ésta, desconcertada, sólo acertó a decir:

—Me llamo Dolores.

Parecía intimidada, cosa que no le pegaba en absoluto. En la pareja que formaba con Adam, era ella la que solía ser la más locuaz, la más descarada, la más dispuesta a mandar y a hacerse obedecer. Pero hay que creer que se sentía aún poco segura, como una conquistadora en el umbral de un territorio desconocido.

Ese comportamiento le duró un buen rato aquella noche; habló poco, sonrió cortésmente ante las bromas y observó los gestos de unos y las manías de otros.

 

La llegada a la cantina de los tiempos de antaño trajo consigo un hervidero de recuerdos triviales donde surgían camareros que vendían hierba, señoras maduras y lascivas de la clase media que buscaban estudiantes vigorosos y grescas memorables con cuchillos de cocina.

Dolores esperaba. Dejó dócilmente que los antiguos parroquianos le escogieran los platos; alzó la copa para brindar con ellos por el reencuentro, y, luego, aprovechando unos segundos de silencio en que los cuatro amigos paladeaban juntos el vino que habían escogido, les dijo con el tono quedo y firme a la vez con que solía dirigir los consejos de redacción:

—¡Y ahora contádmelo todo! Cómo os conocisteis, qué os juntó y qué os separó durante tanto tiempo. ¡No sé casi nada y me gustaría saberlo todo! Necesito un cursillo acelerado para poder seguir todo lo que se diga en los próximos días. Os escucho a los cuatro.

Para dulcificar el efecto de la orden que les estaba dando, dejó que le iluminase la cara la sonrisa más enternecedora.

Los viejos amigos se miraron y todos invitaban a los demás a que hablasen antes que ellos. Por fin, fue Albert quien dio el primer paso.

—Adam y yo nos conocimos en el colegio. Entre la horda de los alumnos, era uno de los menos bárbaros.

—Viniendo de Albert, es un gran cumplido —le susurró Adam a su compañera. Pero ella le puso con suavidad un dedo en los labios para que dejase seguir hablando a su amigo. í ;

—Ingresamos juntos en la universidad y allí fue donde conocimos a los demás. Todos al tiempo, o casi. Al menos así es como lo recuerdo.

—¿Qué os unió? —preguntó la forastera.

Albert lo pensó.

—Hay varias respuestas posibles. La primera que se me viene a la cabeza es que ninguno de nosotros se parecía de verdad a su respectiva comunidad.

—Y eso de ser todos igual de atípicos os acercó…

—No es exactamente lo que quería decir. Voy a intentar explicarlo de otra forma.

Hizo una pausa para ordenar las ideas.

—Mi mejor amigo entre los musulmanes era Ramez; mi mejor amigo entre los judíos era Naím, y mi mejor amigo entre los cristianos era Adam. Por supuesto, no todos los cristianos eran como Adam, ni todos los musulmanes como Ramez, ni todos los judíos como Naím. Pero yo a quienes veía en primer plano era a mis amigos. Eran mis anteojeras o, si lo prefieres, los árboles que me tapaban el bosque.

—¿Y crees que era algo bueno?

—Sí, era estupendo. Hay que tapar el bosque. Y hay que llevar anteojeras.

—¿Para eso sirven los amigos?

—Sí, creo que sí. Los amigos sirven para que las ilusiones duren lo más posible.

—Pero al final acabas por perder las ilusiones a pesar de todo.

—Claro, con el tiempo acabas por perderlas. Pero vale más que no ocurra demasiado pronto. Porque, en caso contrario, también pierdes el valor para vivir.

Se le puso un nudo en la garganta como si, por el solo hecho de haber vuelto a la tierra natal, a su ciudad y a sus amigos, las angustias pasadas hubieran vuelto a aflorar. Hubo entonces en la mesa un momento embarazoso en el que todos los comensales se concentraron en sus platos o en sus copas de vino tinto. Hasta que Naím, entre dos bocados, dijo sin mirar a nadie:

—Y entonces van y te secuestran.

Albert se quedó cortado un momento, pero se recobró enseguida.

—Sí, entonces van y te secuestran. Y es lo mejor que te podía pasar.

De pronto, como para dar salida a la tensión, los cuatro amigos soltaron la carcajada, una carcajada larga a la que Dolores, a quien Adam había contado hacía mucho el episodio del secuestro, acabó por sumarse con cierto retraso. Y que dio por concluida antes para seguir con el «interrogatorio».

—Ya que Albert ha mencionado de entrada la religión de todos vosotros, tengo que haceros una pregunta que me lleva preocupando mucho tiempo y a la que Adam nunca ha sacado tiempo para contestar: ¿por qué la fe ocupa tanto espacio en esta región del mundo?

Los amigos se miraron y fue Naím el primero en responder:

—¡Eso es lo que dicen en Occidente, pero no te creas ni una palabra! Es sólo un mito. Lo que es cierto es todo lo contrario, precisamente…

—¿Ah, sí?

—El creyente, incluso en su laicidad, es Occidente; y el religioso hasta el ateísmo es Occidente. Aquí, en Levante, no nos preocupan las creencias, sino las filiaciones. Nuestras confesiones son tribus, nuestro afán religioso es una forma de nacionalismo…

—Y también una forma de internacionalismo —añadió Adam—. Las dos cosas a un tiempo. La comunidad de los creyentes sustituye a la nación; y, puesto que se salta, como quien no quiere la cosa, las fronteras de los Estados y de las razas, también sustituye a los proletarios del mundo que, por lo visto, deberían haberse unido.

—Un rumor formalmente desmentido hoy en día —añadió Naím, hurgando en su herida y en la de sus amigos.

—El siglo XX ha sido el de las monstruosidades laicas; el siglo XXI será el regreso a todo lo contrario, la vuelta al palo —afirmó el historiador.

—A mí me gustaba el siglo XX —se arriesgó a decir Dolores, corriendo el riesgo de parecer ingenua.

—Porque lo has conocido al final —le dijo su compañero, que le llevaba diez años—. La monstruosa fue sobre todo la primera mitad. Después la cosa se arregló un poco, pero ya era demasiado tarde y estaba hecho el daño.

—¿Por qué dices «demasiado tarde»? —preguntó Semiramis con una angustia que no era fingida.

Adam se disponía a contestar cuando Albert le puso una mano en el brazo para estar más seguro de poder quitarle la palabra:

—Hay que saber que para nuestro amigo, que es más francés que los propios franceses, el laicismo es el valor supremo. Si el mundo se aparta de él, si vuelve a la religión, es que retrocede.

—¿A ti no te lo parece? —replicó el interesado.

—Para mí las cosas no son tan tajantes. En un mundo en el que impera el becerro de oro, no estoy seguro de que la prioridad de las prioridades sea expulsar a Dios. Contra el que hay que luchar es contra el becerro de oro, él es la peor amenaza para la democracia y para todos los valores humanos. El comunismo sometió a los hombres en nombre de la igualdad; el capitalismo los somete en nombre de la libertad económica. Tanto ayer como hoy, Dios es un refugio para los vencidos, su último recurso. ¿En nombre de qué quieres privarlos de él? ¿Y para sustituirlo con qué?

Por muy interrogativas que fueran aquellas frases, había en ellas un acento de sentencia definitiva. Tras ellas vino un prolongado silencio que Semiramis acabó por quebrar para intentar, sin gran éxito, encarrilar el debate por otra vía.

—Adam nos decía el otro día que en el siglo XX hubo dos calamidades mayores: el comunismo y el anticomunismo.

—Y en el siglo veintiuno habrá también dos calamidades mayores: el islamismo radical y el antiislamismo radical —predijo el historiador—. Lo cual, le guste o no a nuestro eminente futurólogo, nos promete un siglo de retroceso.

—¡No les hagas caso, Dolores! —le cuchicheó Semiramis al oído a la forastera, pero lo suficientemente alto para que todos la oyesen—. Estos tres acompañantes nuestros son deprimentes. Se fueron del país al oír el primer tiro y ahora nos anuncian el apocalipsis para justificar el haberse marchado.

—¡Yo no anuncio el apocalipsis para este país sino para el mundo entero! —se defendió Adam.

Con lo que se ganó una ojeada estupefacta de su compañera.

—Ah, pues me tranquilizas —le dijo—. Ya estaba empezando a preocuparme.

Los cinco comensales volvieron a reírse durante un rato. Nadie tenía ya ganas de hablar. Después, Naím, que no se andaba con bromas en lo tocante a las artes del paladar, preguntó a sus acompañantes en un tono de lo más serio:

—¿Creéis que este barman sabrá hacer una caipiriña?