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HE decidido ir hoy a ver a fray Basile —escribió Adam en la libreta el lunes 30 de abril, nada más abrir los ojos—. Mis amigos van a empezar a llegar a partir de mañana, uno tras otro, y ya no tendré otra oportunidad de pasar un día y una noche con él.
Semi me propuso ayer llevarme ella, como la otra vez. Me he negado en redondo. Todavía no me he perdonado haberle impuesto ese día cuatro horas de carretera y, sobre todo, haberla tenido dos horas y media esperando a pleno sol y en un descampado. No ha insistido, pero me ha exigido que haga el trayecto en su propio coche, con aire acondicionado, y que lo conduzca el chófer titular del hotel, el que me llevó a casa de Tania la noche del entierro y que es hermano de Francis, nuestro encargado de servirnos el champán.
Ya entrado el día, Adam añadió un resumen detallado de su segunda visita al monasterio de Las cuevas.
El tal Kiwan ha sido tan cortés y amable como la otra vez, y la forma de conducir que tiene no es desagradable en sí. Coge las curvas despacio, lo que resulta tanto más de agradecer cuanto que hay decenas de ellas. El único defecto que tiene es que, cada vez que me habla, le parece necesario, por cortesía, volverse a mirarme y, por lo tanto, dejar de mirar la carretera, un momento sólo, cierto es, pero no resulta tranquilizador.
No me he traído de equipaje más que una bolsa de viaje de poco peso, de esas que en los años mozos llamábamos «por si cae la breva», una expresión cuando menos inadecuada al tratarse de pasar una noche en un lugar de oración y recogimiento. Me han cabido el portátil, el neceser, dos camisas, ropa interior y un jersey; e incluso, como regalo para los monjes, mis anfitriones, una botella de benedictine que compré ayer en una bodega de la capital.
;Llegué a primera hora de la tarde. Me abrió el mismo gigante. Me he informado y estaba en lo cierto, es efectivamente un abisinio. En mi visita anterior fue solamente educado, con cierta desconfianza tras la barba entrecana. En esta ocasión ha estado afable. Está claro que, de entonces aquí, fray Basile le ha dicho que era un amigo íntimo y que iba a volver a visitarlo. Además, el hecho de que me haya presentado con equipaje me ha otorgado, desde su punto de vista, otra categoría muy diferente, quizá la de un próximo neófito.
Mi amigo vino personalmente a recibirme pocos segundos después. Se empeño en llevarme el equipaje al tiempo que me pedía que lo siguiera. Me trajo directamente a la celda donde estoy escribiendo estas líneas. Es diminuta y espartana, por supuesto: sólo una cama estrecha, una mesa, una silla, una lámpara, una ducha y una alacena; en el suelo no hay nada, y la única ventana está demasiado alta para que sea posible ver el paisaje.
—No es de lujo —me dijo Ramzi, a modo de disculpa.
—Desde luego, pero en ella se respira serenidad y estoy seguro de que me sentiré de lo más a gusto.
No contesté así para ser amable con él. Me viene bien esta sencillez. No llegaré a asegurar que podría pasarme aquí lo que me queda de vida; acabaría a la fuerza por sentir otras necesidades, otros deseos, algunas impaciencias. Pero para una noche, o para una o dos semanas, no temo ni las privaciones ni la soledad.
A decir verdad, podría haber sido monje. Si nunca me lo planteé en serio no fue tanto por la forma de vida, que difiere de la mía pero a la que habría podido adaptarme, sino por la religión propiamente dicha. He tenido al respecto una actitud confusa y ambivalente siempre, por muy lejos que me remonte en mis recuerdos.
No noto espontáneamente ninguna hostilidad hacia los signos de la fe. En mi celda, hay en la pared, frente a mí, un crucifijo pequeño de madera abrillantada, negro y sobrio. Esa presencia es dulce, no me agobia en absoluto, más bien me reconforta. Pero no me impedirá que escriba en esta libreta con letra cuidada: no soy adepto a ninguna religión y no siento necesidad de serlo.
Esa posición mía en este aspecto es tanto más incómoda cuanto que tampoco me siento ateo. No consigo creer que el cielo esté vacío y que más allá de la muerte sólo esté la nada, ¿Qué hay más allá? No lo sé, ¿Hay algo? No lo sé. Eso espero, pero no tengo ni idea; y no me fío de los que aseguran que sí lo saben, tengan certidumbres religiosas o tengan certidumbres ateas.
Me hallo entre la creencia y la incredulidad igual que me hallo entre mis dos patrias: tengo presente una, tengo presente otra, sin pertenecer a ninguna de las dos. Nunca me noto tan incrédulo como cuando oigo el sermón de un religioso; con cada exhortación, con cada cita de un libro sagrado, se me solivianta la mente, la atención se escabulle y se aleja, los labios susurran imprecaciones. Pero, cuando asisto a un entierro laico, me entra frío en el alma y me dan ganas de tararear canciones sirias, o bizantinas, o incluso el antiguo Tantum ergo que compuso, a lo que dicen, Tomás de Aquino.
Tal es el sendero errático por el que camino en cuestiones religiosas. Ni que decir tiene que deambulo a solas por él, sin ir en pos de nadie y sin invitar a nadie a que vaya en pos de mí.
Fray Basile abrió tímidamente la puerta de mi celda, que no tiene ni falleba ni cerradura.
—Disculpa, no he llamado; no quería despertarte si te habías quedado traspuesto.
Yo no estaba durmiendo. Estaba tumbado en la cama estrecha, tomando notas.
—Vamos a la capilla para un oficio. Si quieres, vengo a buscarte cuando acabemos.
—No, no he venido al monasterio para escribir, ni para dormir, sino para pasar tiempo contigo, Te acompaño, tengo mucho empeño.
Mientras caminaba tras mi amigo, fui mirando a mi alrededor para intuir la arquitectura del lugar. Mi celda da a un pasillo en que, a cada lado, hay una fila de ocho puertas idénticas. Un ala muy reciente que seguramente ha edificado Ramzi. Supongo que los monjes de antaño tenían celdas aún más exiguas y menos cómodas. Sin ducha, lo más seguro. Y sin ningún enchufe.
Al final del pasillo, otro pasillo, más oscuro, que iba a dar a una puerta de dimensiones desacostumbradas; baja, pero ancha, redondeada por arriba y a los lados, parece rechoncha como un tonel. Hasta que no la cruzo con mi amigo no caigo en la cuenta de que ahora estamos en el corazón del acantilado. Las paredes están talladas en la roca, muy zafiamente por cierto, como si hubieran pretendido excavar un hueco sin intentar dar forma a las paredes. Sólo está igualado el suelo, e incluso hay baldosas; pero es evidente que se trata de un acondicionamiento reciente.
Allí estaban los monjes, en bancos sin respaldo. Conté ocho, incluyendo a mí amigo. Me puse en la última fila. Fray Basile fue hasta un pupitre que estaba delante. Se sacó del bolsillo un misal y lo abrió para empezar a leer. Los demás se pusieron de pie en el acto para decir las oraciones con él.
Son de todas las edades y de todas las estaturas. Menos mi amigo, todos llevan barba, y todos, sin excepción, vistos por detrás, están calvos, a veces sólo en la coronilla y a veces del todo. A algunos se les oye poco la voz. Yo me quedé callado. En cualquier caso, no me sabía sus oraciones; y cuando, después, cantaron, no me sabía sus cánticos. Pero me levantaba siempre que se levantaban ellos.
Siempre he sentido una debilidad por los lugares de culto, aunque el culto me deje indiferente. Y en esta capilla vieja, troglodita., noté un afecto fraterno por esos desconocidos que rezaban. No creo que, en nuestros días, ningún hombre se vaya a vivir a un monasterio si no lo mueven sentimientos honorables.
Tales, desde luego, el caso de fray Basile. Lo observo con ternura mientras hojea el breviario buscando la página adecuada. Mi amigo el ingeniero, convertido en monje, tiene ademanes inseguros. Hay tantos hombres que pasan, al crecer, de la inocencia al cinismo; pocas veces hay quien haga el camino inverso. No siento sino estima por su itinerario y por la vida que ha elegido. Incluso aunque tuviera influencia sobre él no intentaría, desde luego, que regresara a su vida anterior y que empezase otra vez a construir palacios, torres, cárceles y bases militares.
Al acabar el oficio, me quedé de pie donde estaba. Los monjes, al salir, me saludaron, uno tras otro, con una inclinación de cabeza acompañada de una sonrisa. El último en salir fue mi amigo. Me hizo una seña para que lo siguiera.
—Me alegro de que te hayas quedado, pero no te sientas obligado a asistir a todos los oficios. Sólo quería que te hicieses una idea de la forma en que transcurren nuestros días. La oración es, como quien dice, nuestro reloj; llaman a oración cada tres horas.
—Incluso de noche.
—En teoría, sí. Incluso en plena noche. Antes, ésa era la regla, había ocho oficios en veinticuatro horas. Pero nosotros sólo tenemos ya siete.
—Relajándose, ¿eh?—me permití decir, como buen descreído.
Mi amigo sonrió.
—Nuestra postura, que es también la de la Iglesia, es que no hay que imponerse tormentos inútiles. —Afirmó en francés—: Sí al monaquismo, no al masoquismo. —Volvió luego alárabe, nuestra lengua común, para decir, poniéndome afectuosamente la mano en el hombro—: Supongo que nunca te has interesado por este universo.
Tuve que admitir que era, desde luego, lego en la materia. En fin, no del todo. Por haber estudiado el mundo romano y bizantino, aprendí forzosamente en qué momento y en qué circunstancias se fundaron las primeras órdenes monásticas. Pero es cierto que nunca he estudiado de cerca ni la evolución de su regla ni su vida cotidiana.
—Hace mucho que renunciaron a torturarse —me explicó mi amigo—. Es posible llevar una vida ascética sin congelarse en invierno y sin privarse del sueño reparador. En cambio, los oficios que nos marcan el ritmo de los días son insustituibles. No se trata de farfullar oraciones ya sabidas, como creen los profanos. De lo que se trata es de recordar constantemente por qué estamos aquí, aquí en el monasterio, y aquí en este mundo. De lo que se trata es de dividir las veinticuatro horas en varios tramos, cada cual con un color propio.
»Antes, se me iban los días en reuniones; las semanas pasaban corriendo, luego los meses, los años… Hoy tengo en el día siete divisiones horarias. Cada tres horas, me paro para un rato de recogimiento y me dedico luego a una actividad diferente: espiritual, intelectual, pero también agrícola, artística, social, e incluso culinaria o deportiva.
Estuve a punto de responderle que eso era porque llevaba toda la vida trabajando, porque había construido palacios y había ganado mucho dinero y, por eso, ahora podía dedicarse a esta otra forma de existencia; que en esa forma de emplear el tiempo sólo pueden pensar quienes hayan renunciado a ocuparse de una familia y quienes no tengan que trabajar para vivir. Pero no he venido hasta aquí para argumentar con él, he venido para escucharlo, para observar su vida cotidiana, para entender su metamorfosis y para renovar los lazos que se habían aflojado.
Cuando Ramez, su socio, vino a verlo el año pasado, Ramzi se sintió en la obligación de recordarle que no estaba preso y que se había venido a vivir al monasterio por su gusto. Es cierto que sentimos a veces la tentación, cuando un hombre se aparta de los caminos trillados, de tratarlo como si estuviera en apuros, como si fuera víctima de un carcelero, de un manipulador o de sus propios extravíos. Ramzi ni es un iluminado ni un ingenuo digno de compasión. Es un hombre que piensa, culto, íntegro y trabajador. Si a los cincuenta años —tras haber recorrido el mundo, negociado con tiburones, manejado fortunas y construido, en su ámbito, un auténtico imperio— decidió dejarlo todo para retirarse a un monasterio, lo mínimo que puede uno hacer es preguntarse humildemente por qué lo hizo. Seguro que sus motivaciones no son sórdidas. Merece que lo escuchen sin descalificarlo y sin cinismo.