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EL avión se posó suavemente en Ammán. Un todoterreno recogió al empresario y a su invitado a pie de escalerilla para llevarlos velozmente a una de las veinte colinas que rodean el emplazamiento de la antigua Filadelfia.

Como no podía por menos de suponerlo Adam, la residencia de Ramez era una edificación suntuosa de piedra blanca de tres pisos, en medio de un jardín lujuriante que destacaba en la aridez del entorno. Se abrió la verja al acercarse el coche, que no tuvo ni que aminorar la marcha al entrar en la finca.

Cuando ambos amigos se bajaron, una bandada de guardas, jardineros y criados se afanó a su alrededor. Les abrieron las portezuelas con frases de bienvenida.

No tardó en salir a su encuentro Dunia, la mujer de Ramez, vistiendo una túnica de casa gris con bordados de hilo amarillo.

En cuanto saludó al invitado y besó a su marido, preguntó, con cierta preocupación:

—¿No viene Lina con vosotros?

—No, se ha quedado, tenía una cena. Cuando vaya a llevar a nuestro amigo, me la traeré.

Dunia se volvió hacia Adam.

—En esta familia, se coge el avión como otros cogen el coche. ¡Ni que estuviéramos en Texas!

Pero al invitado le había llamado la atención algo muy diferente.

—Si no he entendido mal, esa chica encantadora que cogió el teléfono y se presentó como asistente tuya es de hecho tu hija, vuestra hija.

Los padres sonrieron:

—Tiene esa costumbre —dijo Dunia—. Cuando está haciendo de asistente suya, nunca dice que es su hija.

—Y yo, para no dejarla en evidencia, digo Lina, sin más.

—Y luego añades que es un dechado de virtudes.

—Es lo que opino como jefe —dijo Ramez, visiblemente satisfecho de poder hablar de ella.

—Es lo que opinas con total objetividad —bromeó su amigo.

—Lina es el amor de su vida —dijo Dunia con voz enternecida.

—El que se case con ella ya puede tratarla como a una reina, porque si no…

La amenaza se quedó en el aire.

 

Sus anfitriones acompañaron a Adam a lo que llamaron «su cuarto» y que consistía, de hecho, en una lujosa vivienda, con cuarto de baño con jacuzzi, un salón más grande que el suyo de París, un bar generosamente surtido, televisor, ordenador y un balcón desde el que se dominaba la ciudad encendida.

Encima de la cama había, aún sin desenvolver, un pijama, tres camisas, tres pares de calcetines, ropa interior, un albornoz bordado y unas zapatillas a juego.

—Me parece que no me voy a volver a mover de aquí —les dijo Adam a modo de agradecimiento—. ¿No habría algún puesto vacante en la universidad jordana?

—Podemos mirar a ver —dijo Ramez con risa sonora—. El rector es un buen amigo.

Luego añadió:

—Te esperamos abajo para cenar. Pero no tengas prisa, solemos cenar muy tarde. ¡Llama a tu mujer para decirle dónde estás! ¡Y llama también al hotel para que no te esperen!

—Unos consejos estupendos —dijo Dunia—. Con lo que me gustaría a mí que me llamase Ramez de vez en cuando para decirme si está en Singapur, en Dubái o en Kuala Lumpur.

—¿Y en qué se diferencian? Después de determinado número de viajes, ya no sabes en qué ciudad estás; todas las salas de reunión se parecen, y también se parecen todas las habitaciones de hotel.

—Ven. Deja que Adam descanse un poco.

De hecho, el invitado se sentía repentinamente exhausto. En cuanto se fueron sus amigos, se desnudó, tomo una ducha larga y muy caliente y, luego, se envolvió en el albornoz, se metió en la cama y se tapó.

Notó entonces una sensación de bienestar que, sumada al cansancio del viaje, lo convenció para que cerrase los ojos unos momentos.