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Adam volvió a su cuarto por la mañana, con el ánimo gratamente entumecido y, en los ojos, unos restos de sueño. Le habría gustado vaguear y, quizá, incluso, echar una cabezada bajo el viento tibio. No obstante, más por rito que por necesidad, se sentó delante de la pantalla y pulsó una tecla para despertarla.
En el correo, se encontró con un mensaje que estaba esperando con impaciencia y con otro que no esperaba pero que se apresuró a abrir. Lo firmaba Dolores y lo había mandado algo pasadas las tres de la mañana.
«Amor mío:
»Esta noche me cuesta quedarme dormida y la soledad me agobia. Hace apenas una semana que te fuiste, pero, en la angustia de nuestra casa vacía, me da frecuentemente la impresión de que llevas fuera meses, y que es para siempre.
»No es la primera vez que uno de los dos viaja sin el otro. Pero esta separación me parece diferente. Te noto lejos. No sólo lejos de París, de nuestra casa y de nuestro cuarto. Te noto lejos de todo nuestro universo común. Noto que has vuelto a un universo anterior, que yo no conocí, y en el que no tengo lugar. Las sábanas de nuestra cama me parecen frías de repente, y la manta ya no me hace entrar en calor. Necesito apoyar la cabeza en tu hombro, pero tu hombro no está.
«Estaba claro que le tenías miedo a ese viaje. Uno no se abstiene durante un cuarto de siglo de hacerle una visita a su tierra natal porque tenga ocupaciones. Era evidente que desconfiabas de lo que pudiera alterarte volver a estar en contacto con los sitios y las personas de tu vida anterior. Notaba tu angustia, el viernes pasado, tras el telefonazo de madrugada de tus amigos, pero, pese a todo, te animé a que fueras.
»Por dos motivos. El primero era el que te dije en el momento, a saber, que cuando un amigo, o incluso un "antiguo amigo", pregunta por uno en el lecho de muerte, nadie tiene derecho a andar pensándoselo. El segundo no te lo dije, pero lo tenía en la cabeza desde hace mucho, quizá incluso desde que nos vimos por primera vez, en el cumpleaños de Pancho, hace ocho años, y tuvimos aquella conversación tan larga. Cuando me dijiste que no habías vuelto a poner los pies en tu país natal, me pareció algo anómalo y poco sano. Sobre todo porque me dejaste muy claro que no había allí ninguna amenaza para ti, que no corrías el riesgo ni de que te matasen ni de que te detuviesen, y que era sólo una "postura" tuya, porque tu país te había decepcionado. Desde mi punto de vista, esa actitud muya no era sana, y sí ligeramente patológica, y me hice la promesa de "tratarte". Más de una vez dije que quería ir a pasar allí las vacaciones, para que me enseñases los sitios donde habías vivido, pero siempre te zafaste y preferiste que fuéramos a otros sitios, y no quise insistir, aunque estaba más segura que nunca de que ahí había algo que no era normal.
»Luego llegó aquel telefonazo de madrugada. De pronto tenías un motivo válido para hacer ese viaje; era incluso, en aquellas circunstancias, una obligación moral. Además, estabas de año sabático y tenías empantanada la redacción de tu Atila. Era el momento ideal para dar ese salto y me pareció oportuno animarte.
»Ahora me arrepiento. Tengo la sensación de que te he perdido. Me da la impresión de que he jugado al aprendiz de brujo, y no me lo perdono. Quería que te quitases de encima una fobia y volvieses a adoptar una actitud sana hacia tu país de origen y tu propio pasado. Pero me parece que ahora estás derivando hacia otro mundo y que dentro de nada no seré para ti sino una voz lejana y un rostro que se desvanece. Quizá, incluso, una cara del pasado, de otra de tus vidas anteriores.
»Además está ese episodio con Semi… Le prometí que no te lo reprocharía nunca, y cumpliré mi palabra. Porque soy tan responsable como vosotros de lo sucedido. Cuando me hizo esa llamada tan rara, esa petición tan rara, habría podido decir que no. Una mujer que me pide que le "preste" a mi compañero para pasar la noche: nunca pensé que algo así podría pasarme un día. Era desmedido y contra natura. Y, en cualquier caso, iba en contra de todo cuanto hasta el momento me parecía de sentido común. Pero opté por decir que sí. Escogí libremente y por eso te vuelvo a repetir que nunca te reprocharé esa cana al aire, ni directamente ni tampoco con alusiones insidiosas.
»¿Por qué dije que sí? Para empezar, porque Semi podría no haberme preguntado nada, podría haberte seducido sin que yo lo supiera, y el hecho de que me asociase a su decisión me proporcionaba la sensación de que no me dabais del todo de lado; de todas formas, estaba a miles de kilómetros, mientras que vosotros dos estabais bajo el mismo techo, y pensé que seguir el juego sería un mal menor; para que la transgresión ocurriera bajo mi égida, por decirlo de alguna manera, en vez de en contra de mí.
»La segunda razón es que quería ser digna de la época de tu juventud, a la que sigues tan apegado. Yo no conocí la década de los años sesenta o de los setenta, cuando desaparecieron tantos tabúes en lo referido a la sexualidad. No idealizo aquella época, pero sé que para ti tiene un sentido y quería demostrarte que también yo, que he llegado con tanto retraso a tu vida, era capaz de prestarme a ese juego aventurado. En vez de mostrarme como una mujer mojigata, quería ser aliada tuya, cómplice tuya.
»La tercera tiene que ver con lo que te decía al principio. Me parecía que necesitabas exorcizar, como quien dice, tu relación con tu país natal, ajustar cuentas por fin con las fobias excesivas y también con las nostalgias excesivas, y veía ese episodio con Semi después de un cuarto de siglo como una terapia.
»Todas esas razones que te acabo de exponer me parecen ahora mismo ridículas y patéticas. Esta noche tengo algo de vergüenza y algo de frío, y miedo. Soy feliz contigo como no lo había sido nunca en ningún otro momento de mi vida. E incluso si le dedico tiempo a mi carrera —me estoy pasando un poco, lo confieso, en estos últimos meses—, lo que me da la energía que necesito es nuestra relación, es nuestro amor. Si dejases de quererme, no tendría ya fuerza para levantarme de la cama todas las mañanas. Necesito esa mirada tuya, que me admira y me acaricia; necesito tus consejos, que me dan apoyo y me tranquilizan; y necesito tu hombro, para descansar en él la cabeza de noche.
»No escribo esta carta para amargarte el tiempo que te queda de viaje. No te pido que vuelvas con urgencia, no estoy al filo del abismo. Sólo tengo una pena muy grande y una angustia nocturna pequeña. ¡Tranquilízame! Dime que todo lo que ha pasado desde que te fuiste no ha debilitado en absoluto el amor que me tienes ni tu deseo de volver a nuestro nidito parisino. En caso de necesidad, te doy permiso para mentirme un poco…»
Adam estuvo tentado de llamarla en el acto para tranquilizarla. Pero en París no eran todavía las siete de la mañana. Prefirió escribirle.
«Dolores, amor mío:
»No necesito mentir para decirte palabras tranquilizadoras. No eres persona que concites la mentira, y por eso te quise desde la primera vez que nos encontramos. Te quise, te quiero y nunca dejaré de quererte. No eres la última por ahora de mis compañeras: eres la mujer que busqué constante y desesperadamente y que tuve la suerte y el privilegio de encontrar un día.
»No es frecuente hallar en una persona tanta rectitud sin rastro alguno de mojigatería. Y ese "pacto" tan raro que hiciste con Semi ilustra poderosamente esto que acabo de decir. Había que ser audaz para tomar esa decisión. Tú fuiste en sentido contrario de esa sensatez "peatonal" que prevalece en nuestros días, y quiero que sepas que nunca permitiré que lamentes esa audacia.
»Lo que explicas de mis motivaciones encaja con lo que yo sentí personalmente, y aunque en mi comportamiento había algo infantil, el tuyo fue noble y generoso, y no tienes nada de que avergonzarte. Digo "infantil” porque las teorías que nos seducían en la década de los setenta en lo relacionado con las parejas, que tenían que estar "abiertas" a todas las experiencias, eran recetas para el desastre. No era sino un chiquillo que absorbía como un papel secante las fantasías caprichosas importadas de Francia o de las universidades norteamericanas, sobre todo las que les resultaban halagüeñas a mis obsesiones adolescentes.
»Con el tiempo, ya estoy de vuelta de eso, como de tantas otras cosas. Pero algo queda, de lo que reniego. Me parece infantil la idea de una pareja en la que se cuelen todas las corrientes de aire, pero tampoco siento demasiado aprecio por las parejas que huelen a cerrado; y sólo siento desprecio por la pareja a la antigua, basada en la sumisión de la mujer al hombre, o en la mujer que castra al hombre, o en las dos cosas a un tiempo. Si tuviera que exponer las cosas en las que creo en este aspecto, diría: la complicidad, la ternura y el derecho a equivocarse.
»En todos y cada uno de estos tres criterios, nuestra pareja me parece ejemplar, y lo que acaba de suceder no hace sino reafirmar la fe que tengo puesta en su valía, su belleza y su perennidad.
»Te quiero, mi preciosa argentina, y te estrecho en los brazos con ternura para que se te calme el corazón […]»
Firmó con el nombre cariñoso con que lo llamaba Dolores: «Mito», una abreviatura de «Adamito».