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TRAS reafirmarse en la decisión de no ir el día siguiente al entierro de su antiguo amigo, Adam reanudó en el acto el hilo del relato.
El «paquete» me llegó en perfecto estado. En vano le buscaba yo en los ojos y en las palabras los estigmas del secuestro y del intento de suicidio. Nada. Albert había vuelto del todo a su ser. Tal es, en cualquier caso, la impresión que me quedó de su estancia en París en febrero de 1980.
Al principio, muy al principio, en las primeras horas, no me encontré a gusto. Lo había acomodado en mi casa, en el cuarto de invitados, lo vigilaba constantemente con el rabillo del ojo y me abstenía de decir determinadas cosas. Luego me fui relajando cada vez más hasta el punto de bromear acerca de todo, empezando por la coincidencia jocosa que hizo que lo secuestrasen en el momento en que estaba a punto de disponer él de su propia vida. De vez en cuando, mi compañera de entonces, Patricia, que era psicoanalista, me reprochaba: «Anda con cuidado que es una persona frágil, ¡Que no te engañe su aparente buen humor!». Yo no estaba de acuerdo con ella; me decía el instinto que el comportamiento más adecuado no era tratarlo con paños calientes, ni como a un superviviente, ni siquiera como a un convaleciente, sino como al amigo sutil que siempre había sido, capaz de reírse de todo, incluidos sus propios defectos. No estaba equivocado. Dos días después de que llegase, supe que la batalla estaba ganada.
Era sábado. Nos habíamos levantado los dos muy temprano, a eso de las cinco de la mañana, y, para no despertar a mi compañera, buscamos refugio en la cocina, en la otra punta del piso. Yo empecé a hacer café, pero a mi invitado le apetecía otra cosa.
—Ven, vístete y vámonos a la calle —me dijo—. Llevo mucho soñando con desayunar en un bar parisino, Ésta es la ocasión, vamos, yo invito. Y además tengo cosas que contarte.
En la calle, llovía y hacía frío y era aún casi de noche, ¡Pero nos alegraba tanto deambular juntos por París!
Nos atrajo un café y nos sentamos a una mesa, entre los vendedores del mercado, para pedir un banquete matutino: chocolate caliente, bollos, mermelada, queso, huevos, zumos, fruta, cereales e, incluso, un bizcocho con jarabe de arce.
—Tengo algo que anunciarte —me dijo Albert—. Un anuncio en cuatro puntos…
El tono era solemne, casi oficial, aunque lo atenuaba una sonrisa irónica y, en la mano, un croissant empezado.
—Primero, eso que me disponía a llevar a cabo hace pocas semanas no volveré a hacerlo; he pasado página definitivamente. No llegaré a decir que me arrepiento de algo. Digamos más bien que ya no lamento que las cosas sucedieran como sucedieron. Ni haber salido indemne.
Asiento varias veces con la cabeza sin interrumpirlo. Una sombra le nubla los ojos.
—Segundo, no volveré a nuestra tierra. Bien pensado —¡y te va aparecer una estupidez, pero no te sientas obligado a decírmelo!—, bien pensado no era que la vida me resultase una carga; me parece que estaba buscando, sencillamente, una puerta de salida. Ya no podía vivir en ese país ni tampoco conseguía irme. No hallaba en mí fuerza para arrancarme de mi casa y llegué al punto de decirme que lo mejor sería dormirme por última vez entre mis muebles, teniendo alrededor mis libros y mis cajas de música, para no despertarme más o para despertarme… en otro sitio. El destino tomó una decisión diferente, me doy por enterado y me someto.
Le temblaba la voz, pero se apresuró a disimularlo con un carraspeo antes de seguir diciendo:
—Mientras estuve allí, me sentía incapaz de marcharme. Ahora que ya estoy lejos, me siento totalmente incapaz de volver. Soy como el superviviente de un naufragio. Me costaba saltar del barco que tenía una vía de agua; pero ahora que no estoy a bordo, ni se me ocurriría volver a embarcar. He pasado página definitivamente. Y no sólo yo, por cierto… Ni será a ti a quien tenga que contarte que nuestro Levante está irremisiblemente perdido.
No era yo, desde luego, el más indicado para argumentar, yo, que me había ido antes que él de la tierra natal. Pero la sentencia de Albert era demasiado brutal, demasiado definitiva; me sentí en la obligación de manifestar alguna objeción inconcreta, aunque teniendo buen cuidado en no desviar la conversación para que mi amigo pudiera seguir hablando.
—Tercero, tampoco voy a quedarme en Francia. Me voy a los Estados Unidos. Y eso que me gusta París y me encuentro cómodo aquí. Gracias a los años que pasé en el colegio de los padres nada de lo que haya en Francia me resulta ajeno del todo. Tampoco a ti, supongo… Pero para las cosas que tengo intención de hacer, es allí, en Norteamérica, donde debo estar. Sólo tengo dudas de si en Nueva York o en California. Lo decidiré in situ…
Hubo un silencio, como si estuviera deliberando consigo mismo, y fui yo quien lo interrumpió.
—¿Y el cuarto punto?
—Me parece que, precisamente, por primera vez desde que nací, sé qué quiero hacer con mi vida. Tuvo que pasar… todo esto.
Me quedo esperando. No añade nada. Le pregunto entonces, como cuando éramos adolescentes:
—Y ¿qué es? ¿Qué quieres hacer con tu vida?
—No pienso decírtelo hoy. Te enterarás cuando lo haga.
Estuve a. punto de insistir, pero renuncié. No quería que Albert se comprometiese ante mí a hacer cosas extraordinaria! y que tuviera luego la sensación de que no había estado a L altura. Más valía dejar que se recuperase con serenidad, sir, presiones, a su aire.
Adam cerró la libreta y miró el reloj. Las siete ya, dos minutos arriba o abajo. Decidió llamar a Semiramis. Le había dicho que pasaría todo el día en la ciudad y lo llamaría al volver, pero tenía empeño en llamarla él primero.
La localizó en el móvil y le preguntó si estaba ya en casa.
—Todavía no; estoy de camino. Pero podemos hablar, no conduzco yo. ¿Te ha cundido el trabajo?
—Menos que estos días de atrás; estaba menos concentrado…
—La culpa la tengo yo, que te he soliviantado.
Seguramente era cierto, pero no hubiera sido correcto admitirlo.
—No, qué va —protestó.
Pero ella añadió, como si no lo hubiese oído:
—Con lo que te estaba cundiendo y tuve que llegar yo a molestarte. Debes de estar enfadado conmigo.
—¡Enfadadísimo!
Se rió y dio a su amante tiempo de que se riera ella también antes de añadir:
—Hemos vivido un momento esplendoroso que no olvidaremos. Eso es lo único que importa.
—¿Pese a los remordimientos?
—Sí, pese a los remordimientos.
—Entonces, ¿también esta noche cenamos juntos?
—Esta noche también.
—¿Y cada uno se va por su lado inmediatamente después?
—Pues no. Después nadie se va por su lado.
—¿Celebramos otra reunión?
Estaba claro que usaba esa palabra porque no iba sola en el coche y no podía hablar de «otra noche». Adam no tenía que tomar, en lo que a él se refería, tales precauciones, ya que estaba solo en su cuarto, al abrigo de oídos indiscretos; pero decidió atenerse a esa misma lengua en clave:
—No, nada de otra reunión; volvemos a convocar la primera. Que yo sepa, no levantamos la sesión…