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AI llegar a este punto de sus recuerdos, Adam sintió la necesidad de telefonear a Semiramis. La había notado enfadada la víspera, cuando se separaron.

—No, sólo estaba pensativa —le aseguró ella.

—¡Discúlpame! No tuve ningún tacto.

—¿Al mencionar a Bilal, quieres decir? No te preocupes, es agua pasada.

No era exactamente así, ya que, tras esas palabras, vino un prolongado silencio. Por lo demás, no tardó en reconocer:

—No, no es cierto; estoy mintiendo. Bilal no será nunca agua pasada; siempre me afectará, nunca me dejará indiferente que digan su nombre delante de mí. Pero eso no es razón para no hablar de él. No quiero que me trates con miramientos, no quiero que me pegues una etiqueta en que ponga «frágil». Lo único que me dolería sería precisamente notar que un amigo como tú se crea obligado a evitar los temas que puedan afectarme. Incluso aunque pienses que me hará sufrir, te pido que no me trates como a una eterna convaleciente. ¿Me lo prometes?

Como para probarle que tomaba buena nota, Adam le dijo:

—Hay un asunto que lleva toda la vida atormentándome. ¿Entendiste alguna vez por qué empuñó Bilal las armas? No sentía pasión por la política, decía pestes de la guerra y no sentía gran estima por las diferentes facciones. En la otra punta de la línea sonó un hondo suspiro y vino luego otro silencio, tan largo que Adam se preguntó si no habría hecho mal al tomarse al pie de la letra las aseveraciones de su amiga. Esta acabó, no obstante, por decir:

—Has hecho bien al hacerme esa pregunta. Pero no es sencillo responder…

—¿Quieres que lo hablemos en otro momento?

—No. ¿Estás en tu habitación? ¡No te muevas, que voy para allá!

 

Cuando llamó a la puerta, pocos minutos después, tenía los ojos encarnados y Adam sintió remordimientos y apuro.

—¡Perdóname, Semi! No quería…

Ella lo mandó callar con un ademán y se sentó en un sillón de roten. Dijo luego, sin mirarlo:

—Nos queríamos mucho, ¿sabes?

—Sí, claro que lo sé.

—De todos cuantos cayeron en la guerra, ni uno murió por las mismas razones que Bilal. A él lo mató la literatura. Sus héroes se llamaban Orwell, Hemingway, Malraux, los escritores combatientes de la guerra de España. Ésos eran sus puntos de referencia y sus modelos. Empuñaron las armas durante una temporada para que les latieran los corazones al ritmo de su siglo. Luego, con el deber cumplido, se volvieron a sus casas para escribir Homenaje a Cataluña, Por quién doblan las campanas, La esperanza; leímos juntos esos libros. Estoy segura de que en los controles, con la metralleta al hombro, Bilal no pensaba en los combates inmediatos, sino en el libro que iba a escribir.

»Yo estaba asustada. Desde el principio. Pero eso también forma parte de la imaginería del héroe. La esposa, o la madre, o la novia, que le suplican que no vaya, mientras él sólo atiende a la voz de su deber… Yo, amante moderna, me creía más avispada que otras. Leía los mismos libros que él, me sumaba a sus sueños, y eso me permitía decirle: "Esto no es la España de los años treinta. Allí los hombres peleaban por ideales. Aquí los que empuñan las armas no son más que los golfos del barrio. Se dan pisto, extorsionan, saquean, trafican…". A veces, me daba la razón; pero, otras, decía: "Siempre despreciamos la propia época, igual que idealizamos los tiempos pasados. No me cuesta nada imaginarme de republicano en la Barcelona en 1937, o de maquis en Francia en 1942, o de compañero del Che. Pero mi vida transcurre aquí y ahora, y es aquí y ahora cuando tengo que escoger: o me atrevo a meter baza o me quedo al margen".

»Le daba miedo no participar en su época y perder, por ello, el derecho a escribir. Le daba miedo no vivir intensamente, apasionadamente, y nuestro amor no le bastaba.

Semiramis se calló y se secó los ojos y se limpió, luego, las comisuras de los labios con un pañuelo hecho un gurruño. Adam dejó que pasasen unos segundos antes de decirle:

—Acabas de contestar a otra pregunta que siempre me hice: ¿no empuñó las armas por una pelea vuestra?

Para mayor sorpresa de su interlocutor, aquel comentario hizo sonreír a Semiramis de oreja a oreja.

—Es verdad que teníamos una relación tormentosa. Nos separábamos, nos volvíamos a juntar, pero ninguno de los dos habría querido renunciar al otro.

»La culpa nunca la tenía 70… Sí, ya sé, es muy fácil decir esto cuando ya no está él aquí para defenderse. Pero creo que lo habría reconocido sin problemas. Siempre era él quien provocaba las peleas y quien llevaba a cabo las reconciliaciones. Y también en este caso tenía la culpa la literatura. Existe ese mito estúpido de que un escritor debe tener amores tormentosos para poder hablar del amor. La felicidad apacible mella las pasiones y entumece la imaginación. ¡No te fastidia! Los pueblos felices no tienen historia y las parejas felices no tienen literatura. ¡Lo que hay que oír! Y, en vista de eso, nos quedamos sin pareja feliz y sin literatura.

Tomó aire antes de seguir:

—Nuestra relación era como ese baile infernal en que te separas violentamente de la pareja; y, luego, los dos volvéis con la misma violencia a estamparos uno contra otro, antes de separaros otra vez. Pero no os soltáis nunca de la mano.

Una pausa; una sonrisa que volvía desde los tiempos pretéritos. Y, después, siguió contando:

—Me enseñó el arma que acababa de comprar; estaba tan ufano como un chiquillo; y me la alargó para que la cogiera, creyendo, quizá, que me impresionaría. El metal frío y el olor aceitoso me asquearon en el acto y tiré aquello encima de un sofá; el arma rebotó y estuvo a punto de caerse al suelo; la cogió al vuelo a tiempo y me lanzó una mirada rabiosa y despectiva. Yo le dije, con tono desafiante: «Creía que ibas a empezar a escribir!». Me contestó: «Primero, tengo que luchar. ¡Y después escribiré!». No lo volví a ver. No volvimos a hablarnos. Murió cuatro días después. Sin haber escrito y sin haber luchado de verdad. El primer proyectil de obús que llegó desde el barrio de al lado explotó a pocos pasos de él. Por lo visto estaba con la espalda apoyada en una pared, soñador. Estoy convencida de que nunca usó aquella arma.

—Por lo menos, no se ensució las manos. No mató a nadie.

—No, a nadie. Aparte de a él y a mí, no mató a nadie.

 

Era evidente que aquellos recuerdos trastornaban a Semi —escribió Adam en la libreta en cuanto salió su amiga de la habitación—. Pero, bien pensado, no me arrepiento de haberle hablado de este episodio de su pasado; de nuestro pasado común, debería decir, incluso aunque para mí y para los demás amigos el trauma fuera mucho menos demoledor que para ella. Era importante que le proporcionase la ocasión de decirme con palabras cristalinas y orgullosos que hizo cuanto pudo para impedir a Bilal que fuera al encuentro con la muerte.

Bien sé que nada de esto acabará con su tristeza ni con ese inevitable sentimiento de culpabilidad que va unido a la desaparición de aquellos a quienes quisimos. Pero me parece que al convertir a Bilal en un mártir de la literatura y no en la víctima de una escaramuza vulgar, Semiramis ennoblece su muerte y la hace un poco menos absurda.

Me ha intrigado lo que me ha dicho de la fascinación de Bilal por la guerra de España. Es cierto que él y yo hablábamos de esa guerra con frecuencia. Pero no más que del Vietnam, de Chile o de la Larga Marcha. No sabía que aquel suceso lo tenía tan obsesionado ni que soñase con ser otro Hemingway. Cuando paseábamos juntos, en lo referido a la guerra de España nos acordábamos más bien de García Lorca, que fue, desde luego, una de sus primeras víctimas, aunque sin haber empuñado nunca las armas.

Dicho lo cual, la pelea postrera de Semi y su enamorado no dejaba de tener relación con algunos debates que tuvimos por entonces en el grupo de amigos en torno al mismo asunto. A saber, los conflictos que alteraban nuestro país, ¿eran sencillamente enfrentamientos entre tribus, entre clanes, por no decir entre varias bandas de golfos o tenían de verdad una dimensión más amplia, un contenido ético? Dicho de otro modo: ¿valía la pena alistarse en esa guerra y correr el riesgo de dejarse el pellejo en ella?

En aquella etapa de nuestras vidas teníamos claro que la guerra de España, pese a los abusos que ocurrieron, era el mismísimo ejemplo de un conflicto con una causa auténtica, con una dimensión ética auténtica, y que merecía, pues, el sacrificio. Ahora, con mi mirada de historiador que pronto cumplirá los cincuenta años, tengo algunas dudas al respecto. Por entonces no las tenía, ni mis amigos tampoco. Sólo había otra lucha, desde nuestro punto de vista, que mereciese el sacrificio, y era la resistencia al nazismo. Ya fuera francesa, italiana, soviética o alemana; cantábamos a voz en cuello Bella ciao y El cartel rojo de Louis Aragón, todos queríamos ser Stauffenberg o, mejor aún, Missak Manouchian, el carpintero armenio de Jounieh que fue jefe de una red de la Resistencia en Francia.

Nuestra pena y nuestra tragedia era que teníamos claro que las luchas en que podíamos participar en nuestra época y en nuestro país no tenían ni la misma pureza ni la misma nobleza.

No creo que hubiéramos estado todos dispuestos a morir por una buena causa ni siquiera a los dieciocho años. Pero no se nos iba nunca ese dilema de la cabeza y no faltaba nunca en nuestras charlas, ¿Íbamos a pasarnos la vida entera o, en cualquier caso, la juventud sin haber tenido ocasión de comprometernos en cuerpo y alma en una lucha que mereciese la pena? ¿Teníamos cerca alguna causa justa que defendieran hombres puros o, al menos, dignos de confianza? En lo que a mí se refería, yo tenía serias dudas.

Estoy seguro de que Bilal tenía las mismas dudas que yo. Incluso aunque llegase un día en que, demasiado impaciente, decidiera acallarlas. Se equivocó, pero respeto su decisión y nunca dejaré de decir, cada vez que me acuerde de él: «¡Era un ser puro.