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CUANDO los amantes despertaron, había ya en los árboles vecinos una alegre sinfonía de pájaros. Pero también se oían, más lejos, las bocinas de los coches y, en el hostal, el entrechocar de los platos.
—La bandeja debe de estar ya en la hornacina. ¿Tomamos café o seguimos durmiendo?
—Café —masculló el hombre, que no parecía aún en estado de construir una frase.
Pocos minutos después estaba sentado en la veranda, vistiendo una toalla. Bien despierto y hambriento ya. Semiramis se había puesto un vestido de tela fina. La luz era muy intensa y Adam pidió prestadas unas gafas oscuras.
—París es una ciudad maravillosa —dijo de pronto su amiga sin razón aparente.
Adam se volvió hacia ella intrigado. Semiramis añadió:
—… pero nunca se puede desayunar en una veranda.
Él asintió con la cabeza. Ella insistió:
—Y nunca hay un sol así de claro.
Él volvió a asentir. Pero la simple mención de su ciudad adoptiva le había hecho sentir en el ánimo una punzada de remordimiento.
—Esta noche apagué como un cobarde el teléfono. Dolores intentó seguramente hablar conmigo.
Un silencio. Luego añadió, como para sus adentros:
—Como no pudo localizarme, debió de llamar a recepción.
—No, no creo —dijo Semiramis tomando un sorbo de café con leche.
—¿Y eso? El recepcionista te pasa un informe de las llamadas de los clientes, ¿no?
—De ninguna manera, los clientes hacen lo que les parece. Pero en lo que se refiere a Dolores, sé que no tenía intención de llamarte anoche.
—¿Y cómo lo sabe usted, mi querida Miss Marple?
—No es que lo haya deducido, es que me lo dijo ayer cuando la llamé.
—Cuando la llamaste —repitió Adam, sin poner en sus palabras la mínima entonación interrogativa.
—Ayer la llamé para preguntarle si podíamos dormir juntos.
—Ya. ¿Y qué más?
El hombre se esforzó por reírse, pero sólo le salió una risita sarcástica.
—¿Eres siempre tan guasona recién levantada? ¡Te admiro! A mí el sentido del humor no se me espabila hasta que llevo ya dos horas despierto.
—Cuando se te despierte, avisa, para que te pueda contar…
—Contarme ¿qué?
—Lo que hablé con tu compañera.
Adam soltó la taza de café para mirar atentamente a la cara a Semiramis. Resultaba difícil leerle la sonrisa. No le quedó más remedio que preguntarle explícitamente si de verdad había llamado a Dolores. Ella asintió con la cabeza.
—Hicimos amistad, como bien sabes, cuando fui a cenar a vuestra casa. Desde entonces hablamos a veces por teléfono. La aprecio mucho. No quería que se interpusiera una sombra entre nosotras.
El la miró con ojos suspicaces, esperando que soltase una carcajada estentórea. Pero Semiramis, tras una pausa, siguió diciendo con una entonación repentinamente seria.
—Me dije que si tenía una aventura contigo, acabarías por confesárselo y ella no me lo perdonaría nunca; y tú nunca más te atreverías a dirigirme la palabra. No me apetecía quedarme sin dos amigos inestimables por una noche de amor. Así que la llamé.
Ahora el amante estaba lívido. Respiraba trabajosamente y no conseguía tragar saliva. Pero Semiramis seguía hablando, sin cambiar de entonación y sin volverse hacia él.
—Dolores sabía la historia de aquel paseo nocturno cuando éramos unos chiquillos. Le dije: «Aquella noche, esperaba que Adam me besase y no lo hizo. Al volver a verlo, de pronto me han entrado ganas de que me acompañe hasta mi casa a pie y de que esta vez se atreva a besarme». Se rió y me dijo, luego: «Estáis los dos bajo el mismo techo; y yo, a cinco mil kilómetros de distancia. Podríais hacer todo lo que quisierais y yo no podría impedirlo». Le contesté: «Eso no es sino una apariencia. La realidad, tal y como yo la veo, es que estoy en tu casa, delante de tu armario y hay un conjunto que me gusta. O te lo quito como una ladrona o te llamo para preguntarte si me lo prestas». Dolores se quedó callada un momento. Luego, preguntó: «¿Y qué tal está mi conjunto?». Le contesté: «¡Como una rosa! Por supuesto no sabe que te estoy llamando ni se malicia lo que estoy tramando. Si me dices que lo deje correr, nunca sabrá nada de todo esto». En el otro extremo de la línea hubo otra risita tensa y después un silencio muy largo. Entonces dije: «¡Dolores, olvidemos lo que he dicho! Era sólo un antojo pasajero. Desde que llegó lo he estado mimando, parecía perdido sin ti, como un pajarito caído del nido y que se habría muerto de hambre si nadie hubiera venido a darle de comer. Y se me despertaron una ternura maternal y unos cuantos antojos antiguos… Pero, bien pensado, resulta demasiado lioso. Lo dejamos correr, ¿vale?». Hubo otro silencio y luego Dolores me dijo: «Si te lo presto, ¿me lo devolverás?». Le contesté: «¡Te lo prometo sobre la tumba de mi padre! Te lo devolveré en el mismo estado en que lo encontré». ¡Y eso fue lo que pasó, Adam, ahora ya estás al tanto de todo!
Cuando acabó la narración, Semiramis miró a su amigo con el rabillo del ojo. ¿Se mostraría escandalizado, divertido, incrédulo? Antes de que dijera la primera palabra, se dio cuenta de que, ante todo, estaba ofendido.
—¡Y todo eso ha sucedido a mis espaldas, como si el asunto no fuera conmigo! ¿No te parece que deberías haberme preguntado qué me parecía antes de llamar a mi compañera?
—Pues claro que no. Si Dolores no hubiera dicho que sí ni siquiera te habría enseñado mi casa. Después de cenar, te habría dado un par de besos en las mejillas, como el día anterior, y luego te habría dejado que te volvieras a tu habitación.
—¡Bravo! ¡Disponéis de mí las dos y yo ni pincho ni corto!
—De eso nada. Pues claro que pinchas y cortas. No tengo la sensación de haberte forzado a nada. Me ofrecí a ti discretamente, te dejé, en el sentido literal, una puerta abierta para una salida honrosa, para que tuvieras libertad para irte incluso en el último momento. Pero tú escogiste quedarte conmigo …
No era mentira. Adam le puso a su amiga en la rodilla una mano conciliadora.
—¡Eso desde luego! Escogí libremente subir a tu cuarto, lo asumo, y no me habría perdonado en la vida no haberlo hecho. Pero me siento violento con vuestros tejemanejes de mujeres. «Me lo prestas, te lo devuelvo…» Me da la impresión de que soy un juguete o, por recurrir a tu comparación, un conjunto colgado de una percha.
—Sólo quise ser honrada. Con Dolores y contigo. ¿A ti te parece que habría sido honrado que me aprovechase de la presencia de su hombre bajo mi techo para satisfacer un antiguo antojo de adolescente? ¿Tú crees que habría podido volver a hablarle, o darle un beso como a una hermana, si hubiera instalado entre nosotras la mentira o la duplicidad? ¿Y crees que habría sido honrada contigo si te hubiera abierto mi cama para dejarte luego que te las apañases con tu mala conciencia? ¿Si te hubiera dejado cargar con el peso de nuestra noche de amor como si se tratara del pecado original? ¿Si hubiera introducido la desconfianza y el engaño, que durarían años, entre tu compañera y tú? No, no soy así. Soy la amante con corazón de amiga, tengo mucho empeño en que ese momento de placer intenso sea siempre una lucecita en nuestras vidas, y no una sombra. Y espero de ti que lo valores.
Adam se quedó callado, sin levantar la mano de la rodilla de Semiramis, como si se le hubiera quedado olvidada allí. Y, en los labios, una sonrisa perpleja. Su amante añadió:
—Dicho lo cual, si no te convencen mis argumentos, estás a tiempo de decirle a Dolores que te tiré los tejos y que tú me rechazaste valientemente. No te desmentiré.
Adam se volvió a mirarla con expresión de estar sopesando los pros y los contras. Y dijo luego, a modo de conclusión:
—No creo que me creyese.
—No, no te creería. Y, por lo demás, si te creyese, me sentiría muy ofendida.
Hubo entre ambos un instante de silencio. Pero no era el mismo silencio. El de Semiramis era sereno y pícaro, mientras que el de Adam parecía agobiado y confuso.
—Sobre todo —le dijo su amiga— no te sientas en la obligación de llamar a Dolores ahora mismo para hablarle de tu noche de amor. Sería de un gusto pésimo, a ninguna persona sana le apetece oír esas cosas. Lo que he dicho no fue para forzarte a que hablases del asunto, sino, al contrario, para ahorrártelo. Ella lo sabe, tú sabes que ella lo sabe, y ella sabe que tú sabes que ella lo sabe… No hay necesidad de contar nada, ni de dar explicaciones, ni de justificar lo que sea, ni de nada de nada. Y menos por teléfono. Más adelante, dentro de unas semanas, dentro de unos meses, sentiréis la necesidad de mencionarlo, en plena noche, con todas las luces apagadas. Y los dos le diréis al otro por qué escogisteis decirme que sí… Puedo adelantarte que esa noche la explicación más larga y más laboriosa será la de Dolores. Tú tendrás una excusa perfecta: yo.
Según decía estas palabras, cerró los ojos y se abrió a medias el vestido. Luego, le tendió los labios a Adam para que pusiera en ellos el beso de su reconciliación y de su tardía complicidad.