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¡PARA mayor vergüenza suya Adam fue incapaz de reconocer a Naím!
Y eso que tenía los ojos clavados en los viajeros que salían de la aduana y examinaba a los hombres uno a uno, tanto a los que iban solos como a los que iban acompañados. ¡Y no fue capaz de reconocer a su amigo!
Tuvo Naím que plantársele delante y decirle: «¡Adam!» para que le diera un abrazo.
Tenía la misma voz. Pero la melena larga y rizada era más blanca que gris; y los rasgos del rostro de hacía treinta años los ocultaban ahora unas mejillas rollizas, una piel tostada y un bigote sudamericano.
—¡Tú estás igual! —dijo el recién llegado.
—No; ahora soy miope —contestó Adam.
Era su forma de disculparse.
—Hay que decir que este que llega no se parece gran cosa al que esperabas —dijo Naím.
Era su forma de devolverle las disculpas.
El viajero llevaba en la mano una bolsa de tela verde manzana con rayas amarillas y azules. Adam la cogió y dejó a su amigo tirar, con una correa, de una maleta grande de los mismos colores brasileños.
—He venido con Semi en su coche, pero no ha podido aparcar. Debe de estar delante de la puerta.
Allí estaba. Charlatana y dicharachera. Explicándose con un policía de uniforme que pretendía comportarse de forma estricta pero al que tenía claramente embrujado. Sólo iba a quedarse un minuto, le decía, un minutito y ni un segundo más.
—¡Y, por cierto, aquí vienen! —la oyeron gritar sus dos amigos.
En cuanto estuvieron en el coche, Naím abrió el fuego:
—Adam estaba tan convencido de que me iban a detener que no me vio salir.
Semiramis remachó, en el mismo tono:
—Tú te has echado encima kilos; y él, angustias.
Sentado detrás, Adam soltaba risitas. Aquellos piques le recordaban los del Círculo de los Bizantinos en la época de la universidad. La misma agresividad cariñosa que les mantenía las mentes ágiles y los libraba de las lacras del conformismo.
Para respetar esas costumbres irreverentes, Adam tenía que responder en el mismo tono.
—¡La gente vuelve con cuarenta kilos de más y pretende que la reconozcan a las primeras de cambio!
En el hotel, le dieron a Naím la habitación siete, contigua a la de su amigo. Apenas si le dejaron tiempo de deshacer el
equipaje. Eran las diez y Semiramis tenía prevista, para celebrar su llegada, una cena a la luz de las velas.
—No va a ser en tu hotel donde pierda los kilos que me sobran —dijo el recién llegado a la dueña del lugar señalando la mesa, que ya estaba servida.
—Aquí se toman todas las noches mezés con champán —avisó Adam, el parroquiano habitual, señalando la botella ya abierta en manos del insustituible Francis.
—¿Champán? ¿Mezés con champán? ¡Qué aberración! Para mí, con vuestro permiso, que sea arak.
Naím parecía sinceramente indignado. Y, cuando el maítre volvió con la bebida local en su botella plana y con un cubo con hielo, lo puso por testigo.
—¡Mezés con champán! ¡Oiga usted, dígales que es una herejía! ¡Dígaselo!
Era evidente que Francis estaba de acuerdo con él, pero por nada del mundo se habría atrevido a criticar a su jefa, ni siquiera en broma. Dejó que el purista se dosificara el agua y el arak y sirvió ceremoniosamente las burbujas a los herejes.
Tras chocar como mandan los cánones el vaso con las copas de sus amigos para brindar por el reencuentro, Naím les espetó:
—¿Y qué habéis hecho los dos desde que me fui?
Lo dijo con el tono anodino con que habría podido preguntarles qué habían hecho, por ejemplo, aquella tarde antes de ir al aeropuerto. Pero la etiqueta del Círculo disponía que nadie se extrañase de nada; o, cuando menos, que no se le notara. Así que la primera respuesta de Adam fue como tenía que ser.
—Dos años después de irte tú, me fui yo. Semi se quedó, para guardarnos el sitio…
—Y porque era demasiado indolente para emigrar a ninguna parte —siguió diciendo la interesada.
Pero aquello eran sólo preámbulos. La pregunta de Naím merecía una respuesta de verdad. Los tres amigos llevaban sin verse un cuarto de siglo; ninguno estaba enterado de la trayectoria de los otros, salvo en lo referido a unos pocos episodios. Si querían darle sentido a aquel reencuentro, tenían que recapitular el pasado.
Empezó Semiramis, con tono a la vez animado y cansado, sin que pudiera saberse en realidad cuál de esos dos sentimientos era fingido.
—Por mi parte, no hay gran cosa que decir. Mis veinte últimos años pueden contarse en veinte segundos. Mis amigos se fueron, estalló la guerra y me metí en la madriguera hasta que se acabara. Cuando se murieron mis padres, abrí este hotel. En invierno, está vacío; en verano está lleno; y en este mes de abril dos viejos amigos han venido a verme y están en las habitaciones ocho y siete.
»Y ya está. ¡Ahora os toca a vosotros!
Se calló. Y, para dejar claro que había terminado, se cruzó de brazos.
—Un poco rápida esa historia tuya —dijo Adam—. Demasiado corta para ser honrada.
—Habría podido enrollarme más, claro; pero os he dicho lo esencial.
Alzó la copa y sus amigos hicieron lo mismo. Los tres tomaron un sorbo largo y meditabundo. Luego dijo Naím, con tono levemente suspicaz:
—¿Así que no te casaste?
—No.
—¿Y por qué?
—Tengo mis motivos.
—¿Tus motivos son Bilal?
—Preferiría no hablar de eso.
—¡Naím, no incordies! —intervino Adam a media voz.
—No pretendo incordiar, pero tampoco la voy a dejar en paz. Si nos hubiera dicho: «¡Todas las mañanas oigo el canto de los pájaros, respiro el aire puro, este hotel es mi reino, es un islote de serenidad que me permite olvidar los tumultos del planeta!», le habría dicho: «Semi, te envidio, no te imaginas la vida que llevamos en nuestras megalópolis monstruosas; resérvame un sitito en tu paraíso y, aunque no pueda venir a refugiarme en él, por lo menos podré soñar con él». Pero no es eso lo que ha dicho. Ha dicho: «Mis amigo se fueron, mis padres se murieron y yo me enterré en vida a la espera de hacerme vieja».
—No he dicho eso.
—Pues es lo que he oído yo. «Mis últimos veinte años no me dan para hablar ni veinte segundos.» ¡Si te he entendido mal, Semi, corrígeme!
—A lo mejor me he expresado mal. No quería quejarme ni poco ni mucho. Sólo quería decir que no he hecho nada destacable, nada que pueda recordarse cuando yo desaparezca. Pero vivo a mi aire, nadie me da órdenes, todas las mañanas me traen el desayuno a la terraza, donde oigo, efectivamente, cantar a los pájaros; y tomo champán todas las noches. No hice voto de pobreza ni —puedes estar tranquilo— de castidad.
—Pues tienes razón, eso me tranquiliza.
—Pero tampoco me apetece que se me suba un hombre a la chepa.
—Hay otras posturas, ¿sabes?
—¡Muy gracioso!
—Disculpa, reconozco que no ha sido muy sutil. Sólo quería decir que un hombre no tiene por qué ser forzosamente ni una carga ni una maldición. También puede ser un aliado, un apoyo, un cómplice…
—No, te equivocas. En mi caso, no. No necesito un hombre en mi vida.
—Que quede claro: no te estaba proponiendo mis servicios.
—¡Calla, estúpido!
Le cogió la mano a Naím; luego, por no pecar de falta de equidad, cogió la de Adam con su otra mano.
—Qué contenta estoy de que estéis aquí los dos. Aunque me presionéis un poco, sé con qué mentalidad lo hacéis, y eso me hace volver a la mejor época de mi vida.
Mientras los tres amigos siguieron así, agarrados, Francis, sumiller prudente, se quedó a distancia. Tenía el arte y la sensatez de verlo todo sin mirar nada. Cuando las manos se soltaron, entonces fue cuando se acercó para llenarles las copas a Adam y a Semiramis y para ofrecerle a Naím otro arak en un vaso limpio.
—¿Y qué hiciste durante la guerra? —preguntó el brasileño.
—Me pasé los inviernos en Río y los veranos en los Alpes —replicó la anfitriona, como si tuviera ya bien pensada la respuesta.
Antes de que a sus amigos les diera tiempo a reaccionar ante aquel ataque en un doble frente, volvió a poner las manos en las de ellos, tranquilizadora y afectuosa. Luego les explicó, como si fueran unos escolares:
—Quienes vivieron aquí todos esos años no dicen nunca «la guerra». Dicen «los acontecimientos». Y no sólo para evitar esa palabra que asusta. ¡Probad a preguntarle a alguien por la guerra! Os dirá, candorosamente: ¿qué guerra? Porque guerras hubo varias. Nunca eran los mismos beligerantes ni las mismas alianzas, ni los mismos jefes ni los mismos campos de batalla. A veces estaban implicados ejércitos extranjeros, y a veces sólo las fuerzas locales; a veces los conflictos eran entre dos comunidades, a veces dentro de la misma comunidad; a veces las guerras iban unas detrás de otras, y a veces eran simultáneas.
»Yo pasé temporadas en que tenía que meterme bajo tierra; los proyectiles me caían alrededor y no sabía si seguiría viva a la mañana siguiente, mientras que a diez kilómetros todo estaba tranquilo y mis amigos se tostaban en la playa. Dos meses después se invertían las tornas: mis amigos se metían bajo tierra y yo iba a la playa. A la gente sólo le importaba lo que ocurriera muy cerca de ella, en su pueblo, en su barrio, en su calle. Los únicos que mezclan todos esos acontecimientos separados, los únicos que los agrupan con un único nombre, los únicos que nos sueltan discursos sobre «la guerra» son los que vivieron lejos de aquí.
—Los inviernos en Río y los veranos en los Alpes —farfulló Adam—. Ya hemos pillado la intención. Dicho lo cual, no estoy convencido de que se vean mejor las cosas de cerca que de lejos. In situ, se sufre más, eso es cierto, pero no se sale ganando ni en lucidez ni en serenidad. Un día me dijo Mourad por teléfono: «No estás aquí, no soportas lo que soportamos nosotros, ¡no puedes entenderlo!». Le contesté: «Tienes razón, estoy lejos, no puedo entenderlo. ¡Así que explícamelo! Te escucho». Por supuesto fue incapaz de explicarme nada de nada. Sólo quería que yo reconociera que él era la víctima y que, por serlo, tenía derecho a hacer lo que le apeteciera. Incluso matar, si le parecía necesario. Y yo no tenía derecho a echarle sermones porque estaba lejos y no padecía.
—Yo no maté a nadie —dijo Semiramis, como si a alguien se le pudiera ocurrir acusarla.
Adam se llevó a los labios la mano de su amiga.
—No, claro que no mataste a nadie. No te estaba contestando a ti, sino a él, al ausente. A veces dialogo con él in mente.
—Yo no maté a nadie —repitió ella, retirando la mano muy despacio—. Pero no fue por falta de ganas. Si hubiera podido, habría matado a todos los jefes y desarmado a todos los chiquillos. ¡Obsesiones de viuda!
Hubo un silencio que sus amigos no se atrevían a romper. Luego añadió, sin levantar los ojos del plato:
—Fui la primera viuda de guerra. Algo que ni siquiera es glorioso. ¿Habéis visto alguna vez un monumento a las viudas de guerra?
Otro silencio. Que aprovechó el maítre para acudir a renovar las bebidas. Semiramis irguió la cabeza.
—Ya que queréis saber de verdad qué hice durante «la guerra», os lo voy a contar; no tardaré mucho.
»A1 principio estaba todavía metida del todo en mi depresión. La muerte de Bilal quedó enterrada bajo otros miles de muertes, pero yo todavía no me había repuesto. Estaba atiborrada de medicamentos y continuamente postrada. No hacía nada, no salía de casa, ni siquiera salía de mi cuarto. A veces tenía un libro en las rodillas, pero podía pasarme media hora sin pasar la página.
»Cuando ocurrieron los primeros bombardeos cerca de casa, hubo que llevarme al refugio. Mis padres me trataban como si fuera otra vez una chiquilla de cuatro años. Fueron admirables, ni una palabra de reproche, sólo cariño. Casi daba la impresión de que se alegraban de que su hija hubiera vuelto a la infancia y estuviera siempre con ellos. Me trataba un amigo de la familia, un psiquiatra ya mayor, que tenía ochenta y cinco años, un emigrante de Egipto también, que venía a verme cada dos días y daba ánimos a mis padres. "Saldrá de ésta, dadle un poco de tiempo y mucho afecto. De lo demás ya me encargo yo."
«Supongo que su tratamiento me ayudó; y el cariño también. Pero la auténtica terapia eran los bombardeos de nuestro barrio. Hubo incluso un proyectil de obús muy concreto que me hizo dar un cambio. La víspera todavía había hecho falta llevarme a rastras al refugio; y nada más ocurrir esa explosión, fui yo quien llevé a mis padres de la mano. Fue como si un cristal opaco me hubiese tenido entenebrecidos la mente y los sentidos hasta aquel momento y esa explosión lo hubiera hecho añicos en una fracción de segundo. Volvía a interesarme por lo que pasaba a mi alrededor. Había recuperado la voz y el apetito; y, por lo visto, tenía en los ojos un resplandor que hasta aquel momento parecía apagado. Ahora oía la radio para saber dónde eran los combates del día. Volví a leer. Volví a vivir. Y todo gracias a un proyectil de obús cuya finalidad era matar.
Luego se murieron mis padres con seis meses de intervalo. Primero mi madre, de un cáncer; luego mi padre, de pena. Mis hermanos estaban en el Canadá, los dos en Vancouver; querían que me fuera con ellos. Pero yo no tenía ni ganas ni valor para volver a empezar desde cero, preferí rescatar esta finca, que estaba abandonada, y la convertí en hotel.
»Ahora ya lo sabéis todo. He contado mi guerra. Ahora os toca a vosotros. Os escucho. Cualquiera de los dos…
Como si no hubiera oído, Naím le preguntó, mirando a su alrededor con una pizca de escepticismo:
—¿Y este hotel te da para vivir?
—Digamos que desde hace cinco o seis años ya no pierdo demasiado dinero. Pero no vivo sólo de esto.
—¿De qué vives?
Semiramis se volvió hacia Adam.
—¿Siempre ha sido así de pesado este amigo tuyo?
—Sí —suspiró Adam—. Se me había olvidado un poco, pero creo que siempre ha sido así, incluso cuando pesaba cuarenta kilos menos. Puedes negarte a contestarle si tienes algo que ocultar.
—Sois los dos igual de insoportables, pero no tengo nada que ocultar. Vivo del dinero que me dejó mi padre. Se fue de Egipto con una pequeña fortuna.
—¡Anda! —se extrañó Naím—. ¡Pues debió de ser el único! Todos los judíos que vinieron de Egipto en las décadas de los cincuenta y de los sesenta sólo pudieron llevarse lo puesto.
—Lo mismo que los que no eran judíos —ratificó Semiramis—. Pero mi padre tuvo suerte. Adam está enterado de la historia, no voy a aburrirlo contándola otra vez.
—Sí, puedes contarla, no me aburre.
Semiramis refirió la «imprudencia mayúscula» que había cometido su padre y lo obligó a vender todos sus bienes y salir huyendo de Egipto antes de las nacionalizaciones y las incautaciones. Naím parecía fascinado. Cuando acabó, le preguntó:
—¿Me dejas que cuente esa historia en mi periódico?
—Si no publicas los nombres auténticos, no veo inconveniente.
—Te recuerdo que ese episodio ocurrió hace casi más de medio siglo y que Nasser lleva treinta años muerto. Dicho lo cual, puedo cambiar los nombres, si eso te tranquiliza…
—La única vez que mi padre contó esta historia delante de extraños dijo que le había ocurrido a uno de sus cuñados, no a él. De eso deduzco que no le habría gustado que saliera a relucir su nombre. A lo mejor si viviera aún habría cambiado de postura, pero es demasiado tarde para preguntárselo.
—No pasa nada, cambiaré los nombres…
—Deduzco de tus palabras que eres periodista —saltó Semiramis, encantada de desviar el interrogatorio hacia otra persona.
—¿No lo sabías?
—Sí, a decir verdad sí que lo sabía. Pero no sé mucho más. Así que empieza desde el principio. Cogiste el avión con tus padres y llegasteis a Sao Paulo. ¿Y después?
El brasileño alzó el vaso, lo chocó con las copas de sus amigos y luego se remojó copiosamente el gaznate con la bebida fría de aspecto lechoso.
—No me siento capaz de contar mi vida después de dos días de viaje y dos vasos de arak llenos hasta arriba. Pero os informo de las líneas principales. Al llegar a Brasil, seguí estudiando; fui a una escuela de periodismo; me contrató un semanario de economía. Ese mismo año me casé. Tenía veintitrés años. Sigo siendo periodista y sigo casado.
—¿Con la misma mujer? —preguntó Semiramis.
—Con la misma.
—¿Brasileña?
—Brasileña.
—¿Y judía?
—Eso es lo que creía mi madre. Me preguntó: «¿Es judía?». Y me limité a contestarle: «Mamá, se llama Rachel». De hecho, se llama Rachel, mejor dicho, Raquel, en brasileño, pero es de lo más católico. Mi madre no se olió nada. Y mantuve el equívoco hasta la víspera de la boda.
—Deberías haberla traído para presentárnosla —dijo Adam.
—Raquel no puede nunca viajar como hago yo, porque se le antoje. Tiene un restaurante en Sao Paulo, Chez Rachel, uno de los mejores de la ciudad. Se pasa allí los días y las veladas y está convencida de que si ella faltase una semana todos los clientes se largarían. Se cree indispensable, opinión muy exagerada desde mi punto de vista…
—¿Y tú arrimas el hombro a veces? —preguntó Semiramis.
—¿Te refieres al restaurante? Sí, claro. A mi manera. Cuando inventa un plato nuevo, soy el primero en probarlo. Si le digo: «¡Sublime!», lo añade a la carta; si le digo: «No está tan mal», se olvida de él.
—Desempeñas un papel insustituible, desde luego —se mofó Adam.
—¡Espero que te pague por el trabajo! —remachó la anfitriona.
—¡Ya lo creo que le paga! —dijo Adam—. Le paga en kilos. ¡Míralo!
—Es verdad que he engordado, pero la culpa no la tiene Raquel. Mientras estamos juntos, me controlo. Cuando como demasiado es en los viajes. Cuando voy a algún sitio a hacer un reportaje, lo que más me gusta es coger una mesa en un buen restaurante, pedir una comida copiosa y una jarra enorme de cerveza y escribir el artículo mientras como. Tres líneas, un bocado; otras tres líneas, un sorbo. Se me ocurren las ideas con facilidad y trabajo con una sensación de éxtasis.
—¡Mira cómo lo cuenta!—susurró Adam.
—Soy un glotón incorregible y no me avergüenzo de ello —reconoció Naím—. ¡Qué bendición del Cielo cuando a uno le gusta comer! Por la mañana, dejas que te despierte el aroma del café torrefacto. Es el aroma de Brasil, y es el más delicioso del mundo. Ya estás de buen humor y te dices que te vas a dar tres banquetes antes de que acabe el día. ¡Tres fiestas mayores cotidianas! ¡Mil cien fiestas al año! ¿Quién ha dicho que la glotonería es un vicio? ¡Es un regalo del Cielo! ¡Es una bendición! ¡Y es un arte! ¿No os parece?
—Sí, claro —refunfuñó Adam—. Es el más hermoso matrimonio entre el refinamiento y la animalidad.
—Voy a confesaros algo —siguió diciendo Naím, impenitente—. Sé que usaréis cobardemente mi candor para atacarme, pero os lo voy a decir pese a todo: nunca he sabido parar de comer. Nunca me noto lleno. Lo dejo cuando están vacías todas las fuentes o cuando no me queda más remedio que levantarme de la mesa.
—Espera, Naím, que me estás preocupando —comentó Adam, frunciendo el entrecejo—. Eso que nos estás describiendo es una patología. Si nunca tienes la sensación de estar lleno…
—Tranquilo —siguió diciendo Naím—. Sé exactamente de qué padezco. De un síndrome relativamente benigno que se llama «madre judía». Cuando era muy pequeño, me cebaba, literalmente. Yo no comía cuando tenía hambre, comía cuando me mandaba abrir la boca. Y no dejaba de comer cuando estaba lleno, dejaba de comer cuando ella dejaba de llenarme la cuchara. Para ella había dos categorías de niños: los flacuchos y los sanotes. Los primeros eran la vergüenza de sus madres, y los segundos eran el orgullo de las suyas.
»Habría podido cogerle asco a la comida. Pero no fue eso lo que pasó. Me encantaba todo lo que me metía en la boca, y nunca tenía ganas de dejarlo. Cuando crecí, seguí igual. Mi madre se pasaba la vida diciéndome que tenía mala cara y que comía poco. Yo no quería llevarle la contraria, así que repetía una y otra vez hasta que estaban vacías todas las fuentes. Resultado: nunca he sabido parar. Podría estar siempre comiendo. A condición de que esté bueno, claro.
—Claro —se burló Adam. Antes de añadir, con la copa en la mano—. Lo que saco en limpio de eso que dices es que tus cuarenta kilos de más no se deben a tu intemperancia sino a una madre solícita.
—¡Tú ríete de mí! Pero ésa es exactamente la verdad. Tuve problemas muy serios por su culpa. Siempre la he adorado y pienso seguir adorándola, pero soy lúcido. Lo que acabo de contaros de la comida puede aplicarse también a otros terrenos.
—¡El sexo! —sugirió Semiramis en un susurro.
—¡No, el sexo no! ¡Es algo mucho más serio! —dijo Naím,
—¿Y qué es más serio que el sexo? —preguntó Adam con voz repentinamente atronadora que hizo volverse las cabeza; en las mesas vecinas.
Semiramis se sintió en la obligación de dirigir a los cliente; sonrisas apuradas.
Nuestro amigo no nos explicó qué otras contrariedades U causó su madre judía —anotó Adam en la libreta al final de aquel día—. Así que estábamos pendientes de sus labios, Naím bajó los párpados y se quedó dormido, con el torso tieso., como una marmota.
Cuando el brasileño empezó a desplomarse en la silla, Semiramis le tocó con suavidad el dorso de la mano dos veces: tres veces. Abrió los ojos.
—¿Te encuentras bien?
—¡En plena forma! No me he perdido ni una palabra de vuestra conversación.
—¿Nuestra conversación? Pero si no hemos abierto la boa —le dijo Adam—. El último en hablar fuiste tú.
—¿Y qué estaba diciendo?
—Nos decías que te gustaría volverte a tu habitación —sugirió caritativamente la anfitriona.
Naím asintió con la cabeza.
—He dormido muy poco la noche pasada —se disculpó.
—Yo también —le dijo Adam. Y luego añadió, como quien no quiere la cosa—: En el monasterio nos despiertan al alba.
Naím me lanzó entonces la mirada de quien no entiende nada. Y Semi frunció el entrecejo, considerando con razón que me estaba aprovechando de la somnolencia de nuestro amigo para sembrar la confusión en su mente. No dije nada más. El volvió a cerrar los ojos. Nuestra «señora del castillo» le tocó otra vez la mano.
—Mi reino para quien me lleve hasta la cama —nos suplicó Naím con el último aliento shakespiriano del día.
Pero, en cuanto se puso de pie, consiguió bajar los peldaños que llevaban a su cuarto sin ayuda nuestra.