LLEVO en el nombre a la humanidad naciente, pero pertenezco a una humanidad que se extingue, escribió Adam en su libreta dos días antes del drama.

Nunca supe por qué me llamaron así mis padres. En mi tierra natal no era un nombre frecuente, ni nadie de mi familia se había llamado así antes que yo. Me acuerdo de que un día se lo pregunté a mi padre y se limitó a contestarme: «¡Es nuestro antepasado común!», como si yo pudiera no saberlo. Tenía diez años y me conformé con esa explicación. Quizá habría debido preguntarle mientras vivía si había tras esa elección alguna intención, algún sueño.

 

Me parece que sí. Desde su punto de vista, se suponía que yo pertenecía a la cohorte de los fundadores. Hoy, a los 47 años, no me queda más remedio que admitir que no cumpliré con esa misión. No seré el primero de un linaje, seré el último, el último de todos los míos, el depositario de sus penas acumuladas, de sus desilusiones y también de sus vergüenzas. Me incumbe a mí la aborrecible tarea de identificar los rasgos de aquellos a quienes he querido y de asentir luego con la cabeza para que vuelvan a taparlos.

Me ha tocado hacerme cargo de las extinciones. Y, cuando me llegue la vez, caeré como un tronco, sin haberme doblado, y repitiéndole a quien quiera oírlo: «¡La razón la tengo yo y la que se equivoca es la historia.

Ese grito orgulloso y absurdo me retumba constantemente en la cabeza. Por lo demás, podría servir de epígrafe a esta peregrinación inútil en la que llevo diez días.

Al volver a mi tierra inundada, pensaba salvar algunos vestigios de mi pasado y del pasado de mi gente. En ese aspecto, no espero ya gran cosa. Quien intenta retrasar un naufragio corre el riesgo de apresurarlo… Dicho esto, no me arrepiento de haber emprendido este viaje. Cierto es que vuelvo a descubrir todas las noches por qué me alejé de la patria donde nací; pero también vuelvo a descubrir todas las mañanas por qué nunca me desapegué de ella. Mi gran alegría es haber encontrado entre las aguas unos cuantos islotes de delicadeza levantina y de ternura serena. Lo que me proporciona otra vez, al menos de momento, un apetito nuevo por la vida, razones nuevas para luchar y quizá, incluso, un estremecimiento de esperanza.

¿Ya más largo plazo?

A largo plazo, todos los hijos de Adán y Eva son niños perdidos.