1

POR la mañana, los dos amantes estaban, como la víspera, en la veranda.

Adam fue el primero en levantarse, pero esperó a que llegase Semiramis y pulsara ella el botón para que subiera hasta el primer piso la bandeja con el desayuno.

—Hoy es el entierro de Mourad —comentó, disponiéndose a insistir una vez más para que Adam renunciara a hacerle ascos a la ceremonia. Pero se dio cuenta, por como la miró, de que el trámite no iba a valer de nada.

—Esto es lo que tengo previsto hacer hoy: mientras tú vas al entierro, yo redactaré algo así como una participación de defunción para nuestros conocidos comunes, y también cartas más personales para dos o tres amigos íntimos en las que mencionaré esa reunión que desea Tania.

La mano de la amante se apoyó con ternura en la suya.

—Muy bien. Así participas en las honras fúnebres a distancia.

Un silencio.

—¿Y sabes por quién vas a empezar?

Adam cerró los ojos mientras asentía despacio con la cabeza, reanudando el uso, tras tantos años de lejanía, de los ademanes levantinos.

—Lo sé.

Estaba claro que Semiramis estaba esperando un nombre, pero sólo le sacó una sonrisa enigmática. Alzó, campechana, la taza de café para brindar con Adam como si fuera ya por la noche y estuvieran tomando champán otra vez.

—¡A la salud de los amigos dispersos! —le dijo.

—¡A la salud de los supervivientes! —contestó Adam.

No fue una frase acertada. A su amiga se le puso un velo en la mirada. Pero se recobró en el acto y volvió a alzar la taza para decir, con una mezcla de desafío y ternura:

—¡Por los que ya se fueron!

 

Al volver a su habitación, Adam abrió de par en par la ventana que daba al valle. Se concedió un rato para aspirar prolongadamente el aire intenso del pinar antes de sentarse ante la mesa y levantar la tapa del ordenador para empezar la primera carta.

 

«Mi queridísimo Albert:

»En este correo electrónico te mando una mala noticia. Se trata de Mourad. Falleció el sábado "tras una larga enfermedad", como suele decirse. Sólo tenía cuarenta y nueve años. Lo entierran hoy.

»Las últimas veces que hablamos de él no fue para ponerlo nada bien. Su muerte no nos va a hacer cambiar de opinión, supongo; pero nos fuerza a cambiar de actitud. […]

»Tania se alegraría si le enviaras unas líneas. También le gustaría que los amigos de antes se reunieran dentro de una temporada para recordarlo. Me parece que una ceremonia con discursos en honor del difunto estaría fuera de lugar y resultaría embarazosa; en cambio, la idea de reunir, después de tantos años, a nuestro antiguo círculo de amigos no me desagrada en absoluto, ¡Piénsalo! Y ya volveremos a hablar del asunto…

»Con afecto,

»Adam.»

 

Tras enviar el mensaje, se puso a repasar la agenda de direcciones electrónicas, donde localizó a determinado número de personas con las que había estado en contacto en los últimos años, esos «conocidos comunes» que acababa de mencionar a Semiramis. Todos estaban «en la emigración», como decían lacónicamente los que se habían quedado en el país.

Tardó en redactar la participación de defunción que quería enviarles. Buscaba el tono adecuado, a medio camino entre el susurro íntimo y el comunicado. Por fin, por agotamiento y pereza, se contentó con repetir tal cual el primer párrafo del mensaje de Albert y, a continuación, la primera frase del tercer párrafo: «Tania se alegraría si le enviaras unas líneas». Antes de finalizar: «Espero que nuestro próximo cruce de correspondencia ocurra en circunstancias menos tristes». Y nada más. ¡Enviar!

Miró el reloj. Eran las once en punto, la hora del funeral. Dedicó unos segundos al recogimiento; luego, para no dejarle el campo libre a la mala conciencia, volvió al correo. Y descubrió con no poca sorpresa que Albert le había contestado ya. Y eso que en Indiana debían de ser las tres de la mañana, o algo por el estilo.

 

«Mi querido Adam:

»Me he levantado porque tengo insomnio y acabo de ver tu mensaje.

»Me apena la noticia que me das y durante el día enviaré una carta a Tania. Por ella sólo he sentido siempre afecto y amistad; en cuanto a Mourad, aunque lo juzgo igual que tú en lo que se refiere a su conducta pública, nunca olvidaré lo que hizo por mí en aquel mal paso que ya sabes. Si no hubiera sabido actuar con tacto, yo no habría salido de él con : vida. Aunque sólo fuera por esa razón, sería oportuno que me inclinase —con el pensamiento, se entiende— ante sus restos mortales. En cualquier caso no le guardo rencor en el corazón; me limito a lamentar cómo evolucionó éticamente, con lo que, a fin de cuentas, sufrió más que tú o que yo.

«Respecto a la idea de reunir a los amigos de antes, estoy sencillamente encantado. Poco importan las circunstancias y los pretextos. Por lo demás, me pregunto por qué nunca se nos había ocurrido antes… Mientras escribo estas palabras me salta a la vista la respuesta. Era por culpa de Mourad. En reunirse con él no había ni que pensar y reunirse sin él habría sido un sinsentido. Siguiendo con este razonamiento, me digo que su desaparición es la circunstancia ideal que nos permitirá por fin volver a vernos. Tranquilo, que a Tania no le diré nada así. ¡Si necesita creer que es el recuerdo de Mourad lo que nos reúne, dejemos que se haga ilusiones y la consuelen!

»Estoy, pues, de acuerdo con ese encuentro, y de forma entusiasta. Pero es imposible que lo celebremos en nuestro "antiguo país". Soy ciudadano americano y, en consecuencia, ya sabes que se supone que no debo viajar a él. Además, en vista de que mi instituto tiene contactos con el Pentágono, no es que una visita a título privado fuera poco aconsejable, sino que la tengo estrictamente prohibida. ¡Lo siento mucho! Si quieres que esté con vosotros, la reunión tendrá que celebrarse en otra parte. La elección más oportuna me parece París, pero acepto cualquier otra sugerencia.

»En cuanto a las fechas, en cambio, me amoldo a lo que haga falta. Me atendré a las que escojas con la condición de que me avises con unas semanas de antelación.

»No tardes en hacerlo; estoy deseando volver a ver a nuestros amigos de antes. Con la mayoría llevo incontables años sin tener contacto…

»Tu fiel amigo

»A.»

 

Adam respondió acto seguido con un párrafo lapidario:

 

«¡Gracias, Albert, por responder tan deprisa! Me hago cargo de tus dificultades, ¡Y, como no hay ni que pensar en que nos reunamos sin ti, el encuentro será, pues, en París! Ya puedes suponer que es una solución que me viene muy bien. Voy a contárselo a los demás y a sugerir unas cuantas fechas…

»Un abrazo. A.».

 

Envió el mensaje, cerró el ordenador y abrió la libreta en la página en que se había detenido la víspera.

 

Siempre supe que el instituto donde trabaja Albert lleva décadas siendo un importante laboratorio de ideas para los militares norteamericanos, aunque, anteriormente al día de hoy, él nunca me lo haya dicho con tanta candidez. No deja de ser una paradoja para esa persona apolítica que era mi amigo, por no decir una rareza. Sólo llegó ahí por un camino desviado, pero era un desvío lógico.

Cuando me dijo en París, hace más de veinte años, durante nuestro desayuno pantagruélico, que ya sabía lo que iba a hacer en la vida, acababa de enterarse de una nueva disciplina con la que siempre había soñado: la futurología. No la videncia, ni la astrología, ni la quiromancia, por las que nunca sintió interés; ni siquiera la ciencia ficción, que valoraba como lector y en la que no descartaba, por lo demás, hacer sus pinitos algún día como autor; sino una auténtica disciplina, confiada a «investigadores que tengan al tiempo la cabeza en las estrellas y los pies en la tierra», como me escribió él personalmente.

En los primeros tiempos que pasó en los Estados Unidos, supe poco de él. Me envió una nota al llegar; lo llamé a un número de Nueva York que me proporcionó; y, luego, silencio. Yo reanudé mi vida y él se dedicó a edificar la suya.

Hasta 1987 no supe qué había sido de él. Estaba leyendo un artículo sobre «el porvenir del petróleo» en una revista política internacional de mucho prestigio cuando me topé, en una nota a pie de página, con una referencia elogiosa a los «trabajos innovadores de Albert N. Kithar acerca de la noción de "blind spot"». Afortunadamente, la nota mencionaba el instituto que había publicado esos trabajos, cuya sede estaba en Indiana. Me apresuré a enviar a esa dirección una carta para mi amigo sin tener seguridad de que llegase a sus manos. Pero parece ser que la recibió bastante deprisa, ya que me llegó la respuesta dos semanas después.

 

«Mi muy querido Adam:

»No puedes ni imaginarte con qué prisas abrí tu carta y con qué emoción me enteré de que te habían llegado algunos ecos de mis investigaciones.

«Desengáñate, no he inventado ninguna teoría de envergadura ni me he convertido en una celebridad. La noción de "punto ciego", o blind spot, es, sencillamente, un instrumento de reflexión al que llamo, en nuestra jerga, a digging tool, una herramienta para cavar. A eso se reduce y no es nada complicado, como podrás darte cuenta.

»Se me ocurrió la idea cuando estábamos todavía en el internado. Nos estaban hablando en clase de la "Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano" que se proclamó en tiempos de la Revolución Francesa. Un alumno preguntó si también se incluía en ella a las mujeres y, en tal, caso, cómo se explicaba que éstas no hubieran conseguido el derecho de voto en Francia hasta después de la Segunda Guerra Mundial. El profesor le contestó que, en realidad, esa afirmación de igualdad ante la ley no las incluía, pero que no podía sacarse la conclusión de que hubiesen decidido dejarlas fuera a sabiendas. Ese aspecto de la realidad, nos dijo, era, sencillamente, inconcebible, "invisible" para los hombres de entonces.

»Me intrigó ese asunto y cuando empezaron a interesarme más la prospectiva y la futurología me di cuenta de lo fundamental que era acordarse constantemente de que, en cada época, los hombres no son capaces de ver algunas cosas. Y en esto, por descontado, se incluye también nuestra propia época. Vemos cosas que nuestros antepasados no veían; pero había cosas que sí veían y nosotros ya no vemos; y, sobre todo, hay incontables cosas que nuestros descendientes verán y que nosotros todavía no vemos, porque nosotros también tenemos nuestros "puntos ciegos".

»Un ejemplo entre cien para ilustrar mi idea: la contaminación. Desde los comienzos de la revolución industrial fuimos completamente incapaces de ver que la presencia de fábricas en el vecindario de las aglomeraciones urbanas podía constituir un peligro grave para la salud. Hace sólo unos cuarenta años que ese tema entró en nuestro campo visual. Otro ejemplo del mismo ámbito es esa idea de que los recursos marinos no son infinitos, que podrían agotarse y que es menester cuidarlos. Hace pocos años aún, esa idea era todavía "invisible", salvo, precisamente, para una minoría diminuta de "visionarios"; y, por eso mismo, sus contemporáneos no podían oír lo que decían.

»Me apresuro a añadir que esa noción del blindspot no se me ha ocurrido a mí. Hace mucho que la mencionan historiadores, psicólogos y sociólogos. La contribución de tu amigo Albert es muy concreta y muy modesta. Hace cuatro años —nuestro instituto todavía no se había mudado a Indianápolis—, una universidad del estado de Nueva York me pidió que moderase un seminario de introducción a la futurología. Al final del semestre, les hice a los estudiantes sólo una pregunta, que tenía que servirles de tema para redactar su memoria. La formulé más o menos como sigue: todas las épocas tienen sus puntos ciegos, y la nuestra no es una excepción. Hay aspectos de la realidad que no somos capaces de ver, y es inevitable que dentro de unos años nos digamos todos y cada uno: "Pero, ¿cómo pude no ver eso?". Precisamente voy a pedirles que se proyecten hacia el porvenir y me hablen de un blind spot que hoy en día nos cueste muchísimo ver y que nos parecerá evidente dentro de treinta años.

»Las respuestas de los estudiantes no carecían de interés: recuerdo una que decía que las generaciones siguientes se indignarían seguramente al enterarse de que en nuestra época nos cargábamos a millones de animales en los mataderos y a la mayoría de nuestros congéneres les parecía de lo más natural; una visión demasiado optimista, creo, del porvenir de nuestra especie…

»E1 caso es que el método sedujo a unos cuantos directivos de nuestro instituto. Y se convirtió incluso en pregunta obligada en las entrevistas para contratar a nuevos investigadores: "Oiga, Kim, estoy seguro de que tengo delante de las narices algo esencial referido al porvenir de Asia —o de Europa, o del petróleo, o de la energía nuclear— y que no consigo verlo. ¿Podría decirme de qué se trata?". Es imposible contestar en el acto, no queda más remedio que darle vueltas en la mollera a cómo proyectarse más allá de lo que somos capaces de ver en la primera ojeada. De ahí la expresión digging tool, herramienta para cavar…

»¡Y en esto es en lo que me entretengo hace unos cuantos años, aunque todo el mundo supone que lo que hago es trabajar!

»Y tú, ¿qué es de ti? No me dices gran cosa ni de tu vida, ni de tu trabajo, ni de tus proyectos, etc. Así que te vas a ver en la obligación de escribirme otra carta.

»Tu fiel amigo

»Albert.»

 

A partir de ese cruce de correspondencia, no hemos vuelto a perder contacto. En los tiempos de los sobres con sello, nos escribíamos por lo menos una vez al año; luego, con la llegada del correo electrónico, el ritmo se aceleró mucho. Ahora es infrecuente que pasen varias semanas sin que circulen los mensajes entre los ordenadores de los dos. A veces son muy lapidarios, sólo un artículo que acaba de leer uno y acerca del que quiere llamarle la atención al otro. Acompañado de una sola palabra, «fascinante», o «inquietante», o sencillamente «un abrazo»; y firmados con una única letra, la «A», la inicial que tenemos en común.

He conservado el rastro de nuestra correspondencia en papel; de forma sistemática cuando se trata de cartas recibidas, con menor rigor en el caso de mis propias cartas, que no siempre fotocopiaba antes de meterlas en el sobre. En el caso del correo electrónico, es más aleatoria la conservación. En principio, esos cruces de cartas se guardan sistemáticamente; en realidad, cada vez que uno de mis ordenadores ha pasado a mejor vida y siempre que he tenido que cambiar de «mensajería» se han esfumado muchos documentos.

Pero no es algo que me angustie, ¿No me veo acaso, por mi condición de historiador, en la constante obligación de trabajar con fragmentos, con vestigios? Comparado con eso, el material del que dispongo para reconstruir mi propio pasado es de una abundancia inaudita, tanto en el caso de mis recuerdos personales como en el de los documentos conservados. Mi drama reside en otra parte, en esta invalidez mental que aparta mi universo íntimo de mis escritos públicos como si sólo pudiera desacreditarlos.