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SUCEDIÓ más de una vez en aquellos años que algunas familias a uno de cuyos miembros acababan de secuestrar reaccionasen apresando ellas a una o varias personas, supuestamente del bando contrario, para usarlas como moneda de cambio.

Pero no era ése el procedimiento más usual en caso de secuestro. Habitualmente, cuando un hombre no volvía a casa y podía sospecharse un secuestro, sus familiares se dirigían a algún notable local, quien, a su vez, se ponía en contacto con un mediador. Este intentaba entonces averiguar quiénes eran los secuestradores, cuáles eran sus motivos y sus exigencias; se aseguraba de que el rehén estaba vivo y lo trataban bien; luego se dedicaba a negociar la liberación. Esos mediadores, siempre desinteresados, solían intervenir de forma voluntaria y muy eficaz cuando no recurrían a ellos demasiado tarde.

Vistos a distancia, todos los secuestros podían parecer iguales; vistos de cerca, ninguno era idéntico para una mirada experta. A veces, aunque infrecuentemente, el móvil era el dinero. Secuestraban a una persona, acomodada por lo general, y le exigían un rescate a la familia. Había cundido la costumbre de llamar «crapuloso» a este crimen, un calificativo no poco perverso porque da a entender que hay cierta nobleza en los demás crímenes. ¿No sería, por lo tanto, crapulosa una matanza de inocentes por razones políticas o religiosas, so pretexto de que no pretende una extorsión monetaria? ¿El crimen que consiste en secuestrar a un hombre, torturarlo, ejecutarlo y arrojar luego el cadáver a la calle no merece, pues, que se llame «crapuloso» si está inserto en una estrategia de escalada o intimidación? ¿No es acaso intolerable y degradante una condescendencia así? Todo hombre que secuestre a otro, que lo torture y lo humille merece que lo tilden de crápula, sea bandido, militante, representante de la ley o dirigente de un Estado.

No obstante, el secuestro del amigo de Adam no era fruto ni del cinismo político, al parecer, ni del fanatismo ni del afán de lucro.

 

El individuo que tenía preso a Albert en su taller no tenía nada que ver, a priori, con alguien que tomase rehenes. En tiempo de paz, no habría cometido crimen alguno; e incluso habría podido seguir siendo un ciudadano modélico. Era el dueño de un taller de automóviles que se había pasado la vida trabajando, con las manos manchadas de aceite y sin más sueño que ver un día a su hijo con un título de ingeniero. Un sueño que se había cumplido hacía tres años. Para celebrar el acontecimiento, le regaló al joven recién titulado un coche de gran cilindrada nuevecito para que pudiera aparcarlo muy ufano delante de la empresa donde acababan de contratarlo, en la otra punta de la ciudad; el padre nunca tuvo más que coches que había remendado con sus propias manos.

El cochazo apareció vacío una mañana de diciembre en una calle próxima a la de Albert. Antes de que se pudiera determinar la identidad de los secuestradores, unos milicianos parientes del dueño del taller llevaron a cabo un secuestro en el barrio incriminado y se apoderaron del primer transeúnte con el que se cruzaron. Ateniéndose a las reglas de ese juego abyecto, los familiares de nuestro amigo deberían haberse puesto en contacto con un intermediario para que todo acabase en un canje y ambos rehenes volvieran con los suyos.

Pero en esta ocasión el rehén no tenía familia alguna y contaba con pocos amigos. Estos, por lo demás, no tenían motivo para entablar ese procedimiento, ¿Por qué iban a pensar en un secuestro siendo así que contaban con la prueba escrita de que Albert había decidido poner fin a sus días?

 

Hasta que no transcurrieron tres semanas de la desaparición de su amigo no establecieron contacto Tania y Mourad, a quienes no dejaba de intrigar que no hubiera aparecido todavía el cuerpo, con un mediador potencial, que había sido diputado. Lo pusieron al tanto del nombre del infortunado, de sus señas personales y de la fecha a partir de la cual no se lo había vuelto a ver.

Dos días después, sonaba el teléfono en mi casa de París para este simple anuncio:

—Está vivo.

Mouradrne lo dijo sin el menor entusiasmo y no como debería comunicarse una noticia tan inesperada. Ni tan siquiera sentí que me fuera lícito mostrar algún tipo de alivio. Contesté, pues, con tono de desconfianza y únicamente para enlazar con la siguiente frase:

—¿Pero…?

—Lo tiene de rehén el dueño de un taller de automóviles a cuyo hijo secuestraron.

—¿Para un canje?

—Eso es. Sólo que el hijo ha muerto.

—¡Santo cielo!

—Por ahora, el padre todavía cree que el hijo podría estar vivo. Sigue esperando un canje.

A ambos lados de la línea, un prolongado silencio y prolongados y ruidosos suspiros mientras Mourady yo nos imaginábamos cómo podría reaccionar el hombre si se enteraba de la verdad.

Luego dije, expresando una evidencia:

—Haría falta que nuestro amigo quedase libre antes.

—Hay negociaciones en marcha. Esperemos que den resultado a tiempo.

Otro largo intervalo de silencio.

—¿Y cómo es que tú y yo sabemos que el hijo ha muerto y el padre lo ignora?

—Supongo —me dijo Mourad— que el hombre ha debido de oír estos últimos días rumores contradictorios, así que todavía se aferra a la idea de que el hijo vive y va a volver. Espero que los mediadores sepan apañárselas. Si no, el día en que descubra la verdad, se volverá loco y se lo hará pagar a su prisionero.

—¡Pobre Albert! ¿Te imaginas lo jocoso de la situación? Decide quitarse de en medio discretamente, limpiamente, sin hacerse notar y sin dolor excesivo. Y, en vez de eso, lo secuestran y se arriesga a que lo torturen, lo mutilen y arrojen su cuerpo a un basurero, ¡Le van a robar su propia muerte!

Una pausa. Luego, seguí diciendo:

—¡Cuando pienso que, de todos nuestros antiguos compañeros, Albert es el único al que le daba igual la guerra!

Mourad lo confirmó:

—Cuando entré en su piso, no encontré ni un periódico, ni reciente ni atrasado. Sólo libros de ciencia ficción, paredes enteras, colocados primorosamente por orden alfabético de autores. Y además vitrinas con cajas de música, ¿Sabías que hacía colección?

—Sí, me las enseñó un día. Las compraba en las almonedas, las volvía a pintar y arreglaba la maquinaria. En cuanto veía una, ya sabía quién la había fabricado y en qué época.

—Las tiene por decenas. Supongo que algunas deben de valer bastante si quisiera venderlas.

—No las compraba para eso. Y, además, ¿a quién se las iba a vender? ¿Qué otro que no fuera él podría pensar, en plena guerra, en comprar cajas de música?

Nos reímos. Luego, nos dejamos de reír. Mourad se sentía culpable.

—¡Y pensar que lo eché de mi casal ¡No se me va de la cabeza! Tengo la impresión de haberlo empujado para que se cayera al vacío, ¡No me lo perdono!

—Yo tampoco me perdono haberme ido sin preocuparme de quienes se quedaban —añadí yo, para atenuarle el remordimiento.

—Si sale con vida de ésta, voy a animarlo a que se vaya él también. En este país no está en su sitio…

—¿Y tú, Mourad? ¿Crees de verdad que tú tienes todavía sitio ahí?

—Yo no tengo sitio en ninguna otra parte —replicó con un tono que puso punto final a la conversación.

Otro silencio. Luego, me preguntó:

—¿No fuiste tú quien me dijo un día: «Incluso aunque no te metas en política, la política se mete contigo»?

—La frase no es mía. Debí de leerla en alguna parte. Ya no me acuerdo del autor…

En cuestión de citas, siempre me he tomado muy en serio las investigaciones de paternidad. Mis amigos de juventud estaban al tanto y a veces se entretenían en tirarme, como a un galgo, la pelota detrás de la que no podía por menos de salir corriendo: «¿Tú no sabrás quién dijo…. Hace años no existían esos «motores» prodigiosos que te dan la respuesta en un abrir y cerrar de ojos. No me quedaba más remedio que rebuscar y seguir rebuscando, sobre todo en las incontables antologías de citas que llenaban —y siguen llenando— varias baldas de mis estanterías. Al final, daba con una respuesta, pero pocas veces era categórica. Por lo general, ninguna frase célebre la dijo tal cual la persona a quien se le atribuye, Julio César no dijo nunca a Bruto: «¿Tú también, hijo mío. Enrique IV no dijo nunca: «París bien vale una misa», incluso aunque no quepa duda de que lo pensó; su nieto, Luis XIV, no dijo nunca: «¡El Estado soy yo.

En lo referido a la cita de la que hablaba Mourad, no tardé en descubrir que se dijo de la siguiente forma: «Tened cuidado: si no os metéis en política, la política se mete con vosotros». Por supuesto, se les atributa, según las fuentes, a tres autores diferentes, todos ellos contemporáneos de la Revolución Francesa: uno era Royer-Collard; otro, Montalembert, y el tercero, el abate Sieyés.

La forma original es, por cierto, mucho más pertinente que la que recordaba Mourad. Dice: «Si no os metéis en política», y no «Aunque no os metáis…». Dicho de otro modo: no se trata de dejar constancia, de forma trivial, de que la política nos afecta a todos, incluso a aquellos a quienes no les interesa; lo que dice el autor es que los torbellinos políticos afectan sobre todo a aquellos a quienes no les interesan.

¡Nada más cierto! A Albert no lo habían secuestrado pese al hecho de que no le hacía caso a esa maldita guerra, sino precisamente por eso, ¿Una paradoja? Sólo en apariencia.

Cuando había un arreglo de cuentas entre dos milicias, entre dos barrios, entre dos comunidades, los militantes de todas las facciones se metían bajo tierra. Quienes habían participado en combates o en matanzas no pisaban fuera de «su» zona; y, si existía el riesgo de que la invadieran, iban a apostarse más allá.

¿Quiénes, en cambio, no sentían necesidad alguna de esconderse ni de escapar? ¿Quiénes seguían cruzando cándidamente las líneas de separación?¿Quiénes se negaban a irse de su barrio o de su pueblo pese a las incursiones de los «otros»? Sólo los que no tenían nada que reprocharse, los que no habían participado en ningún combate, en ningún secuestro, en ninguna matanza, ¡Y era precisamente con esos inocentes con los que, a la postre, se encarnizaban!

¡Sí, es en el nutrido rebaño de los apolíticos donde los Minotauros de la guerra civil escogen sus presas a diario! El secuestro de Albert no era el resultado de un malhadado concurso de circunstancias; era la ilustración casi burlesca de una paradoja sabida.

 

Vinieron luego penosas semanas de negociaciones. Merced a las reseñas cotidianas de Mourad, yo estaba al tanto de primera mano de las peripecias.

—Estamos llegando a un callejón sin salida —me dice un día—. No me atrevo ya a dar ni un paso por temor a causar un desastre.

Me explica luego en qué dilemas se encuentra:

—Ahora el secuestrador sabe con total certeza que su hijo no volverá. Sigue diciendo que piensa ejecutar a nuestro amigo, pero no ha pasado a los hechos y me parece que cuanto más tiempo transcurra, más difícil le resultará matarlo enfrío. Lo sigue teniendo atado, pero no lo tortura, ni lo mata de hambre. Hay quienes me han aconsejado que proponga el pago de un rescate. No lo he hecho. Es posible que lo haga en un momento dado, pero no me parece que sea por ahora la mejor solución. Me da miedo que el dueño del taller reaccione mal. El mediador me dio el número de teléfono de ese pobre hombre. Lo llamo cada dos o tres días, lo animo a hablar, lo escucho pacientemente, le doy muestras de simpatía y consideración. He establecido con él una relación de confianza y no querría destruirla dando un paso en falso. Pero tampoco podemos correr el riesgo de dejar a Albert indefinidamente a merced de ese individuo y de sus pacientes. Siento como si estuviera entre dos precipicios, sin poder ya ni avanzar ni dar marcha atrás, ¿Cuánto tiempo va a durar esto? No tengo ni la menor idea.

» Y, si te digo todo lo que pienso, la verdad es que hay otra cosa que me atormenta. Te lo comento porque debes de tener la misma sensación que yo. Con el episodio del secuestro no se me ha olvidado el episodio del suicidio. Dado que nuestro amigo es como es, algo me dice que su vida correría más peligro aún si estuviera libre que si sigue prisionero.

»En cualquier otro caso, mi única preocupación habría sido conseguir que lo liberasen y que volviera tranquilamente a casa. Tratándose de Albert, no lo tengo tan claro. No consigo quitarme de la cabeza la lógica: lo llevamos a su casa y al día siguiente nos lo encontramos muerto en la cama y, encima de la mesa, otra carta de despedida.

 

Agotado tras forzar tanto la memoria, Adam notó que necesitaba una pausa. Para descansar la cabeza y los ojos y también para poner en orden las ideas.

Llevaba trabajando sin parar desde por la mañana y no estaba ya en condiciones de seguir escribiendo. Pero también era incapaz de dejarlo, porque lo inundaban los recuerdos. Acabó por ir a echarse en la cama, prometiéndose que se levantaría pasados cinco minutos.

El sol estaba bajo, pero como su habitación daba al mar, es decir, a poniente, la llenaba aún una luz sonrosada, suave y, pese a todo, intensa. Empezó a adueñarse de él el deseo de dormir y no tenía ya fuerza para resistirse.

Lo despertó unas horas después una mano amiga que le tocaba con suavidad el hombro, la cara, la frente. Al abrir los ojos, se dio cuenta de que ya era de noche.

—Espíritu puro, soy tu conciencia carnal —estaba diciendo la voz risueña de Semiramis.

Sonrió y volvió a cerrar los ojos.

—Ya está la cena —añadió ella.

—No, gracias, tengo muchísimo sueño, creo que voy a seguir durmiendo.

Pero la visitante no se dejó convencer.

—No, Adam. No has comido nada a mediodía, te has pasado el día escribiendo, no me apetece que te pongas malo bajo mi techo. Levántate; ya estás vestido, lávate la cara y baja.

Estaba claro que no merecía la pena andarse con argumentos.

—Está bien, señora del castillo, ahora voy. ¡Concédeme sólo diez minutos!

Aquel título que le otorgaba su amigo la hizo reír, pero no mermó en nada la determinación de Semiramis. Cerró la puerta al salir no sin haber encendido antes todas las luces del techo.