5
UNA hora después de aquella aventura improvisada, Semiramis llamó a Adam para sugerirle que fueran otra vez a ver a la viuda de Mourad. Él aceptó de tanto mejor grado cuanto que ahora tenía que poner al día a Tania de lo deprisa que avanzaban sus planes.
No hubo entre los amantes la mínima alusión a lo que acababa de suceder entre ellos. Ni por teléfono ni por la carretera.
En esta ocasión, la viuda estaba sola. Nada más había con ella otra mujer de negro, seguramente una vecina o una pariente, que se fue en el preciso instante que ambos amigos entraban.
Tania les explicó que la casa también había estado continuamente llena de gente aquel día y que había tenido que recurrir a ardides para que se fueran las últimas visitas.
—He tardado en caer en la cuenta, pero los pésames en esta tierra son una técnica para dejarla a una agotada. Las personas que están de luto acaban tan reventadas que ya no son siquiera capaces de pensar en su desgracia.
—Si funciona, tanto mejor —comentó Adam.
—Sí, funciona. Tengo las emociones anestesiadas. Lo veo todo, lo oigo todo, pero ya no siento nada.
A lo mejor estaba exhausta y «anestesiada», pero más bien daba la impresión de estar exaltada y bajo los efectos de un fuerte tónico. Tenía ademanes algo bruscos, y las sonrisas afloraban y desaparecían luego algo más deprisa que de costumbre.
Estaba sentada en el saloncito de invierno donde, antaño, se había celebrado la velada de despedida de Naím antes de que emigrase con los suyos. Tania hizo ademán de levantarse al llegar sus amigos, pero éstos se lo impidieron, igual que en la visita anterior, y se agacharon por turno para darle un beso.
Luego Adam se sentó a su lado. Con gesto fraterno, le rodeó los hombros con el brazo. Ella dejó caer la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y no se volvió a mover. Semiramis estaba sentada en un sillón, en la otra punto de la habitación, como para dejarlos que viviesen plenamente aquel momento de intimidad y reconciliación.
—Cuando quieras acostarte, nos lo dices —susurró Adam.
—Sí, dínoslo, somos de la familia —asintió Semiramis.
—No tengo ningunas ganas de dormir —contestó la viuda, abriendo los ojos—. Me encuentro bien con vosotros y me alegro de que hayáis venido.
Enderezó la cabeza y los miró por turnos.
—Parecéis muy en forma los dos.
Semiramis asintió con la cabeza y le iluminó la cara una sonrisa de beatitud.
Su amigo sonrió igual mientras decía:
—Sí, todo va bien. Estoy volviendo a descubrir la tierra, a la gente…
—No pudiste hablar con tu amigo —le dijo Tania—, pero no te arrepientes de haber venido, ¿verdad?
—Hace años que debería haber venido, pero siempre lo iba retrasando. Di este paso gracias a tu telefonazo.
—Y no te arrepientes —insistió Tania.
Adam cruzó una mirada furtiva con Semiramis antes de contestar:
—No, no me arrepiento. En absoluto.
—¡Mejor! —dijo la viuda.
Volvió a echar la cabeza hacia atrás, apoyándola en el brazo del visitante; luego, la enderezó en el acto para mirarlos fijamente: a él, luego a ella, luego a él, luego otra vez a ella, antes de declarar.
—Vosotros dos, chicos, dormís juntos.
—Pero ¿qué dices? —protestó Semiramis esforzándose por reír.
Pero Tania la estaba mirando a los ojos.
—Dime que me equivoco y te creeré.
No era una promesa, era un desafío. La «señora del castillo» no sabía muy bien cómo tenía que reaccionar. Pero aquellos momentos de vacilación eran una confesión, ni más ni menos. Acabó por contestar con una pregunta:
—¿Y si no te equivocases?
—Es ese caso os diría: ¡disfrutad! Los instantes que dejéis que se os escapen no los volveréis a ver. Nosotros nos pasamos la vida diciendo: un día, iremos a Venecia; un día iremos a Pekín, a ver la Ciudad Prohibida. Y, en resumidas cuentas, no fuimos a ninguna parte. Nos pasamos la vida entera diciéndonos: ¡Más adelante! ¡Más adelante! ¡Cuando esté zanjado este asunto! ¡Cuando llegue este pago! ¡Cuando pase tal fecha! Cuando evacúen nuestra casa… Luego vuestro amigo pilló esa enfermedad asquerosa y ya no tuvimos ni un momento de alegría.
»Así que os digo: ¡No hagáis lo que yo! ¡Aprovechad todos los instantes! ¡Nos dejéis que os desvíen de la felicidad con este pretexto o con el de más allá! ¡Aprovechad! ¡Agarraos de la mano y no volváis a soltaros!
—No me gustaría decepcionarte —dijo Semiramis—, pero Adam y yo no tenemos intención alguna de casarnos.
—¿Y quién te habla de casarse?
Y Tania se contradijo acto seguido al añadir:
—¿Y por qué no? ¿Quién os lo impide?
—Lo que nos lo impide es que yo no tengo ni pizca de ganas de casarme, ni él tampoco. Nos apetece sólo estar juntos y cogernos de la mano de vez en cuando recordando los tiempos de la universidad.
—¡Qué fuerte eres, Semi! Te admiro.
—¡No me admires, Tania! Si hubiera sido fuerte, me habría ido de casa y habría hecho la carrera con la que soñaba. ¡A los veinte años es cuando tendría que haber dado al traste con las tradiciones, y no ahora!
—¡No seas tan severa contigo! A los veinte años ya eras la más valiente de todas. Lo que nosotras hacíamos a escondidas tú lo hacías a las claras.
—No me salió bien. Él se murió…
—Contra eso no podemos nada ni tú ni yo. Nosotras los queremos y ellos se mueren. Por mucho que intentemos retenerlos, se nos escurren entre los dedos, se van, se mueren.
Pocos minutos después, los tres amigos pasaron al comedor.
—Sólo quedan restos del almuerzo —se disculpó la dueña de la casa.
Pero los invitados sabían que habría cosas de sobra y respondieron a las disculpas de rigor con las exculpaciones de rigor.
En cuanto se sentaron a la mesa, Adam le anunció a Tania, no sin orgullo, que la reunión que ella quería iba a celebrarse efectivamente, y mucho antes de lo previsto.
—Naím y Albert ya están en camino; y Ramez ha prometido venir con su mujer en cuanto estemos ya reunidos. ¡Es decir, a finales de la semana que viene como muy tarde!
Tania se mostró encantada y se lo agradeció vehementemente. Por primera vez desde hacía años le pareció a Adam que volvía a verle en la voz y en la mirada a la Tania de antes, la amiga, la «hermana cariñosa». Pero aquel momento de intensa alegría y de gratitud fue pasajero. No tardaron en volver a ensombrecérsele los ojos a la viuda.
—¿Tú crees que hablarán bien de su amigo? —inquirió.
—¡Sí, Tania, tranquila! Saben que eres tú quien ha querido este encuentro, saben que es con motivo del fallecimiento de Mourad. Si han decidido venir, es porque les queda la nostalgia de nuestras reuniones de antaño. No deberías preocuparte.
Pero era evidente que sí se preocupaba. No podía evitarlo.
—¡Me gustaría tanto que la gente fuera justa con él! Si nos está viendo, si nos está oyendo, me gustaría que notase que sus amigos lo siguen queriendo. ¡Sufrió tanto en los últimos años!
¿Se refería al sufrimiento moral que le había acarreado la reprobación de sus amigos, empezando por la de Adam? ¿O al sufrimiento físico fruto de la enfermedad que lo aquejaba? No quedaba claro en las palabras de Tania, y lo más probable era que tampoco lo tuviera ella claro en sus ideas. Los dos sufrimientos se juntaban y se avivaban entre sí.
—No tienes de qué preocuparte, vienen todos en plan de amigos —insistió el visitante—. Todos tenemos nuestros propios remordimientos, y nadie le va a tirar la piedra a nadie.
—A menos que vuelen las piedras por todas partes —predijo Semiramis.
Aquella perspectiva más parecía divertirla que alterarla.
Mientras volvían, carretera adelante, los dos amigos fueron unos cuantos minutos en silencio antes de que Adam dijera, con un suspiro que llevaba mucho rato conteniendo:
—Esta noche Tania seguía estando un poco insistente, ¿no te parece?
Semiramis asintió con la cabeza, sin decir nada. Adam prosiguió:
—Tú, que estás más puesta que yo en las normas del decoro, ¿cuánto tiempo supones que tenemos que aguantarle sus malos humores por motivos de duelo?
Su amiga se limitó a sonreírle con gesto de impotencia. Y fue él quien acabó por responderse a su propia pregunta:
—Desde mi punto de vista, acaba de agotar el crédito. La próxima vez que nos hable como esta noche no pienso andarme con consideraciones y le diré al pie de la letra todo lo que opino de ella y de su marido.
—¡Que esté con Dios su alma!
—¡Que esté con Dios su alma, vale! Pero lo que me ha parecido oír esta noche ha sido su voz. Tania antes era sutil, discreta y comedida. Era su marido el que solía soltar esas groserías.
—En treinta años le ha dado tiempo a contagiárselas.
—Dicho lo cual, Mourad tenía determinada forma de decir las cosas, incluso las peores… No podías tenérselo demasiado en cuenta. Con Tania es diferente. ¡Lo que ha dicho de nosotros dos estaba tan fuera de lugar y era tan burdo! Me han entrado ganas de darle de bofetadas.
—¡Bah! ¡Déjalo correr! Que nos acuse si quiere de que nos acostamos juntos; mientras no lo vaya diciendo por ahí, me importa un bledo. A mi edad, y después de todas las cosas que he vivido, te aseguro que ya no me afecta. Me río como si estuviera oyendo los cotilleos de una desconocida. Una vez me llamó una amiga para decirme que Fulanita de Tal había dicho de mí en una velada que tenía muchísimos amantes. Le contesté: más vale una reputación de abundancia que una de escasez.
—Es muy probable que tengas razón al tomarte las cosas así. Pero eso no impide que el cambio de Tania sea una de mis mayores decepciones desde que regresé. Creía que iba a volver a encontrarme con la amiga de antes y que olvidaríamos los rencores herencia de la guerra para volver a ser como hermanos. ¡Tanto más cuanto que he vuelto porque me lo pidió ella!
Siguieron adelante por un momento en un silencio cómplice hasta que Semirarmis dijo, a modo de explicación:
—Todos esos años Mourad ha debido de estar completamente dedicado a sus enfrentamientos políticos y sus negocios y no ha debido de pensar gran cosa en los amigos de antes. Mientras que su mujer no dejaba de dar vueltas a vuestras discusiones…
—Y, además —añadió Adam—, Mourad sabía perfectamente que había cometido faltas y que yo tenía razón al guardarle rencor. Mientras que Tania debía de estar convencida de que yo era injusto con Mourad. Debía de estar mucho más enfadada conmigo que él.
Calló un momento antes de seguir diciendo:
—La mañana que me llamaron para pedirme que viniera noté una sensación extraña. Era confusa, y sobre la marcha no me di cuenta bien. Me daba la impresión de que Mourad se consideraba culpable y sentía la necesidad de justificarse ante mí antes de irse; en caso contrario, ¿por qué iba a consumir el último aliento en hablar conmigo? Mientras que lo que intentaba su mujer sobre todo era hacer que me sintiera culpable.
—Si me fío de lo que sé de los dos, estoy convencida de que esa impresión tuya era acertada. En nuestro país las mujeres se toman mucho más a pecho los conflictos del clan que sus maridos.
—O que sus hijos. Mourad me contó un día que cuando reñía con alguien procuraba no decírselo a su madre porque se ponía tan furiosa con esa persona que cualquier reconciliación se volvía imposible. Supongo que Tania ha debido de portarse conmigo al estilo de su suegra…
—Tía Aida…
—Tía Aida, sí… Me caía bastante bien. Supongo que ya no vive…
Por toda respuesta, Semiramis se echó a reír. Su amigo la miró con desconfianza y reproche. Ella tardó un minuto largo en recobrar la seriedad.
—¡Disculpa! No he podido remediarlo. Y no es que la historia tenga ninguna gracia; es horrible,
—A ver, cuenta… —dijo Adam frunciendo el entrecejo.
—Tía Aida se murió hace siete u ocho años. No es que fuera muy vieja, pero padecía demencia senil. En los últimos meses ya no conocía a nadie y era algo muy agobiante para la familia. Me contaron que se pasaba el día sentada en una mecedora, meciéndose. Físicamente estaba bastante bien, pero ya no le regía la cabeza. Llegó un momento en que le entró una manía. Decía: «Quiero ir a la montaña». Y a la montaña la llevaban Mourad y Tania. Al día siguiente les decía: «Quiero ir a la ciudad». Y se la volvían a llevar en dirección contraria… Al principio, lo aceptaban de la misma forma que se pliega uno a las últimas voluntades de un moribundo. Pero aquello se fue repitiendo una decena de veces y los dos estaban agotados; entonces, el médico les dijo: «En su estado, no tiene ni idea de dónde está, y es totalmente incapaz de diferenciar un lugar de otro. La próxima vez que quiera mudar de sitio, dan ustedes dos o tres vueltas a la mecedora y luego le dicen: "Ya hemos llegado"». Y eso fue exactamente lo que sucedió. En cuanto pedía que la llevasen a otro lugar, le daban unas vueltas y le decían a continuación: «Estamos en la ciudad» o «Estamos en la montaña». Y ella lo daba por bueno.
»La pobre se murió al cabo de unos meses. Y yo fui a darles el pésame. Me senté en el salón, junto a Tania, y, para entablar una conversación de circunstancias, le pregunté al oído: «¿Tu suegra ha muerto en la ciudad o en la montaña?». Tania soltó la carcajada; y quedó fatal. Mourad se enfadó con ella y los dos se enfadaron conmigo. Pero te juro que yo no sabía nada de la historia de la mecedora, y ni siquiera sabía qué le pasaba a Aida. Casi nunca los veía, no me relacionaba ya con ellos; sólo vi la esquela en un periódico y fui a darles el pésame. Pero Mourad siguió convencido hasta el fin de sus días de que gasté una broma de muy mal gusto en las exequias de su madre. Creo que nunca me lo perdonó.
Se volvió hacia su pasajero, que tenía en la cara una mueca de duda.
—No me crees, ¿eh? Piensas que lo hice a propósito. ¿Me crees capaz de una grosería así? ¿Quieres que te lo vuelva a jurar por la tumba de mi padre?
—No, no hace falta —replicó enigmáticamente Adam—. Te concedo el beneficio de la duda.