5
HASTA que no emprendió el camino de vuelta, cuando estuvo a solas con Semiramis en el coche de ésta, no dijo Adam en voz alta lo que le habría gustado contestarle al amigo desaparecido:
—Sí, Mourad, la vida habría sido hermosa si no hubiera habido ninguna guerra, si tuviéramos aún veinte años en vez de tener cincuenta, si ninguno de nosotros se hubiera muerto, si ninguno de nosotros hubiera sido un traidor, si ninguno de nosotros se hubiera ido al exilio, si nuestro país fuera todavía la perla de Oriente, si no nos hubiéramos convertido en el hazmerreír del mundo y en su obsesión y en su espantapájaros y en su chivo expiatorio, si, si, si, si…
La conductora mostró su acuerdo con un hondo suspiro. Dejó luego que pasaran unos cuantos kilómetros por carreteras oscuras antes de decir:
—Tania tiene mucho empeño en esa idea suya de una reunión para que nos volvamos a encontrar. Me lo ha mencionado diez veces desde por la mañana.
—También me habló de eso en la mesa. Ya le he vuelto a decir que me parece que es una buena idea y que haré cuanto esté en mi mano para que la celebremos. No he intentado desanimarla. Está claro que necesita aferrarse a esa idea para evadirse algo de su duelo. Pero no querría tampoco crearle esperanzas que podrían no realizarse.
—¿Crees que no habrá reunión? Yo estoy segura de que a la mayoría de nuestros amigos les apetecerá que volvamos a vernos todos juntos, aunque no sea más que una vez, antes de que vayamos a reunimos con Mourad… A mí, en cualquier caso, me gustaría si fuera posible.
—Yo también estaría encantado. Y estoy seguro de que la mayoría de nosotros tiene tantas ganas como tú o yo. Pero andan repartidos por los cuatro puntos cardinales, cada cual con su trabajo, su familia, sus impedimentos…
—¿Has podido hacer algo hoy?
—Sí, ya he escrito a Albert y a Naím y los dos me han contestado pocos minutos después. Albert está de acuerdo en que nos volvamos a ver, pero prefiere que lo hagamos en París. Es norteamericano y no puede venir aquí…
—¡Eso es hablar por no callar! En verano, la mitad de los clientes del hotel tienen pasaportes norteamericanos. Si son de aquí, basta con que usen el otro pasaporte que tienen.
—Lo de Albert es más complicado. Su empresa trabaja a veces para el Pentágono y eso lo obliga a respetar la prohibición.
—¡Pretextos! Desde que se fue, nunca ha querido volver a pisar por aquí. Mucho antes de que las autoridades norteamericanas decidieran nada. Sufrió un trauma y no ha conseguido superarlo. Y se esconde detrás de las prohibiciones. Si de verdad le apeteciera venir, vendría.
—No te lo voy a negar. Pero no puedo obligarlo. Si el secuestro lo traumatizó tanto, ¿por qué vamos a imponerle otra pesadilla?
Semiramis se encogió de hombros.
—¿Y Naím?
—A él le pasa todo lo contrario.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que dijo enseguida que vendría. Pero, luego, he estado pensando y ahora soy yo quien no lo tiene claro.
—¿Porque es judío?
—¿No te parece arriesgado?
—¿Arriesgado? ¡Ni que esto fuera la jungla! ¡A este país vienen personas de todos los orígenes y hace quince años que no secuestran a nadie! ¿Tú te sientes en peligro desde que has llegado?
—Yo por supuesto que no.
—Ni tú ni nadie. Mira, estamos circulando de noche, por la montaña y por carreteras desiertas y con mala iluminación. ¿Te da la impresión de que van a degollarnos o a desvalijarnos?
Adam tuvo que admitir que no, que se sentía razonablemente seguro, mucho más que en la mayoría de los países del mundo.
Siguieron adelante unos pocos minutos, sin decir palabra. Luego Semiramis, más calmada, le contó a su pasajero que durante el entierro había ocurrido un incidente.
—Pensé que alguien lo mencionaría durante la cena, pero Tania no dijo nada y los demás han preferido callarse por consideración hacia ella. Como a lo mejor ya sabes, a la entrada del pueblo vive una familia con la que Mourad no se llevaba bien.
Adam no puedo reprimir una sonrisa.
—¡Ese es el eufemismo del año, Semi! Estoy bien enterado de la historia. Nuestro amigo y esas personas se odiaban a muerte. Y ellos lo acusaban de tener la culpa de que fusilaran a su hijo.
—El cortejo fúnebre tenía que pasar por delante de su casa para ir al cementerio. Cuando nos estábamos acercando, salieron de la casa unas mujeres de todas las edades. Conté once. Supongo que ahí estaban la madre del muerto, y su viuda, sus hermanas, sus cufiadas, sus sobrinas… Iban todas vestidas de negro, pero todas ellas llevaban alrededor del cuello una bufanda de un rojo vivo, del color de la sangre. Como si las hubieran tejido durante el invierno para esta ocasión.
»E1 cortejo pasó por delante de ellas. Todos estábamos muy incómodos. Tania me apretó tanto el brazo que todavía deben de quedarme las marcas. Reinaba exactamente eso que se llama un silencio de muerte. Ahí estaban esas mujeres, en fila contra la pared, mudas, con el rostro impasible, quizá alguna tenía una vaguísima sonrisa burlona.
»Tampoco decía nadie nada en el cortejo. Ni una palabra. Ni respirábamos casi. Apretamos el paso de forma inconsciente. Pero andar esos pocos metros se hizo interminable.
«Después del entierro, el cortejo volvió a pasar por el mismo camino. Ya no estaban aquellas mujeres. Pero todas las miradas se volvieron hacia el lugar en que habían estado, y volvimos a sentirnos violentos, precisamente porque ya no estaban.
«Curiosamente, nadie mencionó el incidente después de la ceremonia. O, en cualquier caso, no en mi presencia. Supongo que debía de haber muchos cuchicheos al respecto, pero delante de mí, que soy forastera en el pueblo, nadie dijo nada. Y nuestra amiga hizo como si no hubiera pasado nada. Pero estoy segura de que volverá a ver a esas mujeres en sueños, y no sólo esta noche.
»¡Tenía que contártelo, pero, sobre todo, no le digas nada a Tania! ¡E incluso si decide hablarte de ello haz como si no lo supieras!
Adam asintió con la cabeza y preguntó luego a la conductora cómo interpretaba el comportamiento de esas mujeres.
—Era una representación siniestra, pero el mensaje estaba claro: le había llegado la vez de morirse al hombre por cuya culpa había muerto su «mártir»; aceptaban sumarse al duelo de Tania vistiéndose de negro, pero no olvidaban su propio duelo.
En su fuero interno, Semiramis tenía la impresión de que la actitud de las mujeres, su protesta, era una advertencia a la viuda y que iba a ser el preludio de otro pulso entre las dos familias por la posesión de la antigua casa. Pero no le apetecía nada seguir pensando en ese incidente.
—¿Un poco de música? —propuso de pronto con buen humor un tanto forzado.
Era una pregunta puramente formal ya que, simultáneamente, estaba pulsando un botón para dar paso a una romanza iraquí antigua:
Salta de casa de su padre
para ir a casa de los vecinos.
Pasó sin saludarme;
la hermosa debe de estar enfadada conmigo…
Se puso a cantar al tiempo que Nazem el-Ghazali, cuya voz acompañó tantas veces las veladas de antaño.
Pasados unos minutos, bajó el volumen para preguntarle a su pasajero:
—¿Tienes ya una lista definitiva de las personas a las que habría que invitar a la reunión de amigos?
—Ya llevo unos diez nombres, pero en el caso de algunos, todavía me lo estoy pensando. Por ejemplo, esta tarde me acordé de Nidal.
—¿Nidal? —repitió Semiramis extrañada, como si no supiese de quién se trataba.
—El hermano de Bilal… —contestó Adam irreflexivamente.
—El hermano de Bilal —volvió a repetir ella.
Y se le quebró la voz en la última sílaba.
En el preciso instante en que ese nombre me salía de los labios —escribió algo más tarde Adam en la libreta—, me di cuenta de que no habría debido pronunciarlo. A mi amiga se le nubló la cara. No dijo ya ni palabra, y se limitó a canturrear la música iraquí. Bilal es su herida, que los años y las décadas no han conseguido cicatrizar. No tengo disculpa, porque ya estaba al tanto. Si había un nombre que no debía decir en presencia suya, era ése precisamente. Pero yo también pensaba continuamente en él y era, seguramente, inevitable que se me escapase antes o después.
En la época de la universidad, tras mi paseo nocturno con Semi durante el que estuvimos a punto de besarnos, el muchacho que se interpuso entre nosotros y sí se atrevió a tomarla en sus brazos no fue otro que Bilal.
A mí este episodio me dejó una magulladura cuya persistencia tenaz he podido calibrar al regresar a mi tierra. Pero no fue nada comparado con el trauma duradero que le causó a Semiramis la muerte brutal de su primer amante.
Cuando se reunió nuestra pandilla de amigos dos o tres días después del grotesco episodio del paseo nocturno, y vi a los dos jóvenes llegar juntos y enlazados, me afectó mucho. Pero no me sentí autorizado para acusar el golpe ni para guardar rencor a los amantes. En fin de cuentas, Bilal no me había «robado a mi amiga», era yo quien no había sabido conquistarla.
En mi cabeza de adolescente me había organizado alrededor de aquella chica tan guapa todo un guión galante. Nos veía caminando juntos cogidos de la mano, descalzos por una playa. Me imaginaba miles de situaciones en que la protegía, la consolaba, la dejaba deslumbrada. Pero todo eso sólo me lo imaginaba, precisamente, y me había convencido, fiándome de una sonrisa, de que a lo mejor ella tenía unos sueños semejantes. Semi no tenía culpa de nada, ni Bilal tampoco. Si había que hallar un responsable de mi fracaso, sólo podía ser la educación recibida, que me había convertido en esta persona demasiado educada, demasiado pendiente de no desagradar nunca a nadie, demasiado absorta en mis libros y en mis ensoñaciones, ¡en esta persona tan timorata!
Con el tiempo y la práctica de la docencia, acabé por sobreponerme a mis inhibiciones más graves, aunque incluso hoy en día me siguen quedando unos restos de timidez. Pero en aquellos años no podía por menos de mirar con envidia a las dos parejas que se habían formado dentro de nuestro grupito de amigos, y que eran, dicho sea de paso, lo menos parecidas que concebirse pueda. Por un lado, Tania y Mourad, un velero en un mar de aceite; y, por otro, Semiy Bilal, una barquichuela en un torrente.
Aquéllos asistían sin excepción a todas nuestras veladas; e incluso nuestra pandilla se aglutinaba sobre todo en torno a ellos. Estos venían a veces; y otras, no venían; un día se separaban llorando; al día siguiente, volvíamos a verlos enlazados. No era preciso ser adivino para predecir qué tripulación iba a durar y cuál no tardaría en estrellarse.
Siempre me he preguntado si la decisión de Bilal de alistarse en un grupo armado fue fruto de su evolución política o de sus tormentosas relaciones con Semi. Tampoco supe nunca si, cuando lo mataron, seguían juntos o si se hallaban en una fase de distanciamiento, de ruptura. Por entonces, habría sido muy poco oportuno especular acerca de eso por temor a que la joven apareciera como responsable del drama ocurrido. Y, aunque desde entonces ha pasado mucho tiempo, está claro que no se puede tocar este tema con ella sin tomar infinitas precauciones.
Hoy lo he comprobado. En cuando vi su reacción, me callé y no volvía decir nada ni de ese asunto ni de ningún otro. Notaba que no podía ni disculparme ni seguir adelante con la conversación ni cambiar de tema. Sólo podía esperar. Y recordar, en silencio, algunas cosas que explicaban el comportamiento de mi amiga.
Se me vino a la cabeza, por ejemplo, que, cuando murió Bilal, Semi se puso de luto. Estuvo muchos meses vistiendo sólo de negro, como si fuera su viuda legítima. Luego, se hundió en un abismo de depresión.
Seguían viajando en silencio, tras largos minutos en que anduvieron perdidos ambos en sus recuerdos de Bilal y en sus remordimientos, cuando Semiramis le preguntó de repente a su amigo:
—¿Lo has vuelto a ver últimamente?
Adam se sobresaltó. La miró fijamente como si se hubiera vuelto loca. Semiramis aclaró en el acto, sin sonreír y con un suspiro de impaciencia:
—Te estoy hablando del hermano.
—¿A Nidal? No, no lo he vuelto a ver desde hace años. ¿Y tú?
—Yo sí lo he visto a veces. Ha cambiado una barbaridad. No lo reconocerías. Ahora lleva la barba.
—Si sólo es eso…
—No he dicho que lleve barba. He dicho la barba.
—Te había entendido, Semi. Hay decenas de hombres que llevan ahora la barba, como dices. Difícilmente podría considerarse el asunto una curiosidad. Es Nidal el que va acorde con la mentalidad de esta época, por desgracia; y los que nos hemos convertido en anacrónicos somos nosotros.
—«La barba» —siguió diciendo Semi, como si no me hubiera oído— y toda la argumentación que va con esa barba…
Si lo invitas al reencuentro, algunos de nuestros amigos podrían no sentirse a gusto.
—Eso no me asusta. ¿Sabe discutir sin desenfundar un arma?
—Sí, eso sí. E incluso es relativamente educado. Pero el contenido…
—¿Retrógrado?
—¡Más retrógrado que un talibán y más radical que un jemer rojo! Todo a un tiempo.
—¿Hasta ese punto?
—Estoy exagerando un poco, pero muy poco. Por ejemplo, se niega a darle la mano a una mujer. Y cuando habla de Norteamérica, parece un maoísta de los años sesenta…
—Ya me hago una idea. Pero eso también va con la mentalidad de estos tiempos. Sigo creyendo que no nos vendría mal oírlo.
—¿Incluso aunque algunos de nuestros amigos lo sientan como una agresión?
Adam sólo se lo pensó un momento.
—Sí, incluso aunque algunos de nosotros lo sientan como una agresión. Somos todos adultos, hemos perdido todas las ilusiones de la juventud. ¿Por qué íbamos a necesitar reunimos en un ambiente aséptico? Si el hermano de Bilal tiene un razonamiento coherente y si es capaz de dejar hablar a los demás, a mí me apetece oír lo que diga y contestarle a continuación.
—Haz lo que quieras, el maestro de ceremonias eres tú. Yo ya te he avisado. Si el reencuentro se va al garete, tendrás que echarte la culpa a ti…
—Entendido. Me responsabilizo…
Acababan de meterse en el camino privado que llevaba al hotel. Adam estaba convencido de que Semiramis aparcaría delante de la casita. Pero, en cambio, se detuvo ante la puerta principal.
¿Iba a someterlo a una nueva prueba para que hiciera constar con claridad su deseo de pasar una tercera noche con ella?
No. Estaba en otro sitio, seguía con los recuerdos a los que su pasajero había dado nueva vida de forma tan imprudente. Adam sintió la tentación de disculparse, pero renunció, pensando, sin duda, que sería más elegante no convertir las cosas en demasiado explícitas.
Abrió la portezuela y, tras asegurarse de que no había nadie por las inmediaciones, se inclinó para darle en la mejilla un beso furtivo. Ella no reaccionó. Ni para rechazarlo ni para acercarse a él. Adam no insistió. Bajó del coche para dejarla irse. Luego, subió a su habitación.
Esa noche no dormirían juntos.