CAPÍTULO 65

 

 

 

 

 

Bajo por el ascensor como un autómata. Sin ser consciente de lo que tengo a mi alrededor, guiado por la inercia.

He perdido a Lea, me digo a mí mismo con amargura. La he perdido para siempre…

—¡Joder! —mascullo entre dientes, sintiendo de golpe el peso de su ausencia—. ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!

Recuesto la espalda en la pared hasta que el ascensor se detiene en la planta baja.

Cuando llego a la calle, siento deseos de correr, de gritar, de llorar… Todo menos caminar tranquilamente como si nada hubiera pasado. Pero no corro, ni grito, ni lloro; mi cuerpo no responde a ningún estímulo, excepto al sonido de las palabras de Lea. Simplemente echo a andar, respirando el aire fresco de la noche, que desde hace un rato ya se ha cerrado sobre el cielo de Atlanta.

De repente me siento muy cansado. Al pasar al lado de un pub, entro mecánicamente. Necesito ahogar las penas y el alcohol dicen que es un buen aliado.

—Un whisky, por favor… —le pido al camarero de mediana edad que está detrás de la barra secando unos vasos de cristal—… doble y sin hielo —añado al mismo tiempo que me siento en un taburete de madera y cuero negro.

—Enseguida, señor.

Mientras el hombre me pone el whisky, me arden los labios, como si en ellos aún palpitara la huella de los de Lea.

—Aquí tiene su whisky, señor —me indica el camarero.

—Gracias.

Tomo el vaso y doy un trago largo, dejando que el calor del alcohol me caliente la garganta. Por primera vez en mi vida me siento perdido y desconcertado. Terriblemente perdido y terriblemente desconcertado, sin saber qué hacer. Necesito a Lea, la necesito tanto como respirar, la necesito más que a nada en el mundo.

—¿Necesitas compañía? —me pregunta una voz femenina a mi espalda.

Sí, necesito la compañía de Lea, pienso en silencio.

Antes de que me dé tiempo a girar la cabeza, una mujer rubia, alta, de pechos desbordantes y aspecto sofisticado se sitúa a mi lado. Advierto que lleva un anillo puesto en el dedo anular de su mano derecha, lo que me indica que está casada.

—Estás muy solo —comenta.

—Me gusta estar solo —afirmo, tratando de que pille la indirecta y se largue. Doy otro trago de whisky, indiferente a su presencia.

—¿Sufres mal de amores? —curiosea—. ¿Por eso vas a… emborracharte? Me cuesta creer que un hombre como tú sufra mal de amores. ¿Quién sería tan inconsciente como para dejarte escapar?

Resoplo quedamente mientras mantengo la mirada fija en la estantería repleta de botellas que tengo enfrente.

—Yo desde luego no lo sería —dice con voz sugerente.

Durante un rato, intenta darme conversación, pero me limito a proferir monosílabos de tanto en tanto, sin que la mujer tenga la intención de desistir en su intento de ligar conmigo.

Cansado de sus insinuaciones, giro el rostro.

—Lo siento, señorita…

—Evans, Evelyn Evans —se apresura a decirme su nombre.

—Lo siento, señorita Evans, no quiero ser descortés, pero no tengo ninguna intención de meterla en mi cama. Así que, si es tan amable… —le digo con calma, haciendo un gesto con la mano para que se vaya.

Suelta una carcajada de suficiencia.

—Eres un puto grosero —me espeta, despechada—. Y un gilipollas.

—Gracias  —digo, volviendo la vista al frente, como si nada.

Airada, la mujer coge el bolso que ha dejado encima de la barra y se va como alma que lleva el diablo. Indiferente, bebo un sorbo de whisky.

Niego para mí. ¿Qué coño hace una mujer casada ligando conmigo como si fuera una quinceañera?, me pregunto. Y entonces mi parte antisocial y reservada aparece haciendo de las suyas. Y lo agradezco, porque no comprendo algunos comportamientos humanos. Lo curioso es que luego el raro soy yo.

Me termino de un sorbo lo que me queda de whisky, dejo un billete de veinte dólares sobre la barra y salgo del bar. Creo que ya he tenido suficiente.

Tengo que encontrar un hotel en el que pasar la noche. Saco el móvil del bolsillo del pantalón y busco un lugar en el que alojarme.

Hay un hotel de cinco estrellas dos calles más allá. No me molesto mucho más. Solo voy a pasar esta noche, hasta que mañana por la mañana vuelva a Nueva York.

 

 

 

—Habitación 515 —dice el recepcionista, tendiéndome la tarjeta—. ¿No tiene equipaje, señor?—me pregunta.

—No —niego.

El recepcionista asiente.

—Si necesita algo no tiene más que pedirlo en recepción. Feliz estancia —me desea con una sonrisa.

—Gracias.

La habitación es amplia, decorada a la última moda y con todo lujo de detalles. Cuando entro, me quito la chaqueta y me aflojo la corbata. Me dejo caer pesadamente en la cama mientras suelto el aire de los pulmones de golpe.

Me froto la cara con las manos tratando de poner las ideas en orden dentro de mi cabeza, pero es imposible. Es un auténtico caos.

Mientras me ducho y el agua caer tibia por mi cuerpo, relajando cada uno de mis músculos, hago un repaso mental de la conversación que he mantenido con Lea. Está tan dolida que en estos momentos se encuentra a años luz de mí.

Pese a todo, estoy seguro de que tomé la decisión correcta el día que la obligué a alejarse de mí, aunque Lea no esté de acuerdo. Ella hubiera hecho lo mismo en mi lugar. Yo era el que se tenía que sacrificar.

Salgo de la ducha envuelto en el albornoz y me tumbo bocarriba en la cama. El destino ha jugado cruelmente con nosotros, pienso con tristeza mientras contemplo el blanco inmaculado del techo. Puso a Lea en mi camino y luego me la ha arrebatado, y ahora no encuentro el modo de reconquistarla porque me ha olvidado, porque ya no me quiere.

Me doy cuenta de que no he comido nada desde que salí de Nueva York. Tampoco tengo hambre. Solo tengo ganas de rememorar en mi cabeza cada uno de los momentos que he vivido con Lea, desde que la vi por primera vez en el Gorilla Coffee y se me ocurrió hacerle mi proposición, hasta lo impactante y tierno que me ha resultado verla con su incipiente barriguita de seis meses y medio de embarazo. ¡Está tan hermosa!

Chasqueo la lengua, impotente.

 

La petición del señor Baker
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