CAPÍTULO 17
—Me pongo algo más cómodo y en cinco minutos estoy contigo —dice Lea al entrar en su apartamento, pasado el momento de algarabía.
Asiento.
Cuando su silueta desaparece detrás de la puerta del dormitorio, me deshago de la americana, me aflojo la corbata, me la quito y me arremango la camisa. Un rato después, Lea aparece con esos pantaloncitos cortos que me vuelven loco.
Le dirijo una mirada ladina que arrastro de arriba abajo por su cuerpo mientras por la mente me pasan una infinidad de cosas escandalosas que le haría en estos momentos.
¡Contrólate, Darrell!, exclamo para mis adentros en tono reprobatorio. No puedes estar todo el tiempo fallándotela, aunque te mueras de ganas. Aprieto los dientes tratando de contenerme.
—¿Pedimos una pizza para cenar? —me pregunta Lea. Vuelvo en mí—. No me lo digas… —dice seguidamente al ver mi cara—. ¿Nunca has comido pizza?
Niego con la cabeza.
—No —digo.
Lea resopla y pone los ojos en blanco.
—¿Qué voy a hacer contigo? —me pregunta en tono de burla.
Me encojo de hombros.
—A mí se me ocurren unas cuantas cosas… —afirmo con voz sugerente.
Y de nuevo vuelve a aparecer en mi mente un carrusel de imágenes de Lea y de mí que harían temblar al mismísimo Kamasutra.
—De esas no, Darrell —se apremia a decir Lea, que está leyendo mi mente como si fuera un libro abierto.
Suspiro quedamente.
Tengo que hacerme mirar esto, me digo.
Lea me sonríe con complicidad y eso me tranquiliza en cierto modo.
—Está bien. Ahora comeremos pizza… —me resigno—. Ya me encargaré de ti más tarde —añado.
Lea se sonroja. Para disimular la vergüenza, baja la cabeza y se coloca un mechón de pelo detrás de la oreja. Avanza hacia la mesa auxiliar del salón.
—Creo que tengo aquí guardado algún folleto de publicidad de alguna pizzería —dice, abriendo el cajón superior—. Sí, aquí hay unos cuantos…
Se sienta en el sofá. Yo imito su gesto y me acomodo a su lado.
—¿Qué me recomiendas? —le pregunto.
Lea echa un vistazo rápido a las ofertas.
—Depende de lo que te guste… —comienza a decir, sin dejar de mirar el papel—. Si eres un apasionado del queso, te gustará la pizza 4 quesos, la Cheese & Chicken o la pizza Delichesse, que es una suave mezcla de queso Emmental, Edam, Mozzarella, Provolone y Cheddar.
—Suenan muy italianas —observo.
—Sí, lo son.
—También las hay más exóticas como la Hawaiana y la Jalisco.
—¿Qué lleva la Hawaiana?
—Tomate, Mozzarella, doble de jamón, piña y fondi — enumera—. La pizza Hawaiana está muy buena —añade—. Es una de mis preferidas.
—Suena bien. ¿Pedimos entonces una Hawaiana? —sugiero, al ver que es una de las favoritas de Lea.
—Vale. Si no te gusta, puedo hacerte un huevo con bacón y unas patatas fritas —dice.
—Si no me gusta, puedo comerte a ti —asevero.
Me inclino hacia ella y le lanzo un mordisco al cuello. Lea se encoje y deja escapar una risilla.
—Será mejor que haga el pedido —afirma, tratando de mantener la compostura.
Coge el móvil y marca el número de la pizzería.
—¿Refresco o agua? —me pregunta.
—Coca-cola —respondo.
—Y dos Coca-colas, por favor —le dice amablemente a la persona que la está atendiendo al otro lado del teléfono—. En media hora nos la traen —anuncia, al tiempo que cuelga la llamada y deja el móvil sobre la mesa.
Justo media hora después suena el timbre del portero automático. Lea se levanta del sofá, coge el auricular y responde.
—¿Sí?... Sí, te abro —la oigo decir mientras saco la cartera del bolsillo interior de la chaqueta del traje. Lea se gira y repara en que estoy extrayendo un par de billetes de ella.
—¿Me dejas invitarte? —me pregunta.
Frunzo el ceño.
—¿Dónde queda mi caballerosidad si dejo que me invites? —comento.
—La caballerosidad de un hombre no se mide solo por el número de veces que invita a una mujer.
—Lea…
Me dispongo a darle unas cuantas razones que le dejen claro por qué debo de pagar yo y no ella, pero me ignora. Cuando quiere, no hay tono de voz, ni mirada, ni expresión seria en mi rostro que la detenga.
—Es un bonito gesto, de verdad, pero me gustaría pagar a mí…
Me quedo mirándola durante unos instantes. Lea aprieta los labios, esperando mi respuesta. Tengo que dejar que pague ella, aunque solo sea esta vez. Le va hacer sentirse bien y eso es lo más importante para mí. No quiero que vuelva a decirme que se siente como una puta, o que yo le hago sentirse cómo tal.
—Está bien… —claudico finalmente, dejando caer los hombros y suspirando.
Devuelvo los billetes a mi cartera.
—Gracias —dice Lea.
Corre hacia el bolso y saca su monedero. En esos momentos llaman al timbre de la puerta.
—Hola —saluda al repartidor.
—Hola. Aquí tienes —dice el chico, tendiéndole la caja de la pizza y una bolsa de plástico blanca que no sé muy bien qué contiene. Reconozco que no estoy familiarizado con este tipo de cosas, pero también reconozco que me encanta descubrirlas con Lea.
Lea se vuelve y apoya el pedido encima de la mesa.
—¿Cuánto es? —pregunta al repartidor.
—Veintisiete dólares con setenta y cinco centavos.
Lea saca el dinero de la cartera y paga al chico.
—Quédate con la vuelta —le dice—. Por las decenas de escalones que te ha tocado subir.
Es tan amable, tan simpática con todo el mundo, pienso en silencio. Desprende vitalidad y energía positiva por cada poro de su piel. No puedo evitar mirarla con admiración asomando a los ojos.
—Muchas gracias —le agradece el repartidor con una amplia sonrisa en los labios.
Lea cierra la puerta, se dirige a la mesa y abre la caja de la pizza. De pronto sale un olor que me hace salivar.
—¿Qué te parece? —me pregunta.
—Que tiene una pinta estupenda —contesto.
—Pues ya verás cuando la pruebes.
Mientras va a la cocina a por unos vasos y unas servilletas de papel, curioseo lo que hay en el interior de la bolsa blanca. Contiene las Coca-colas y una cajita de cartón con unas alitas de pollo fritas que están gritando «cómeme».
Incapaz de evitar la tentación, cojo una, me la llevo a la boca y le doy un mordisco.
—Deliciosas, ¿eh? —me sorprende Lea por detrás.
—No las cambio por ninguna de tus exquisiteces culinarias —dejo claro, porque creo que no hay nadie sobre la faz de la Tierra que cocine cómo lo hace Lea—, pero tengo que reconocer que están muy ricas.
—Gracias por lo que me toca —dice visiblemente halagada—. Hora de cenar.
Volvemos a sentarnos en el sofá, alrededor de la mesa auxiliar. Lea me corta un trozo de pizza y me lo ofrece. No espero ni un segundo a hincarle el diente.
—Creo que deberíamos de invitar a cenar con nosotros a Kitty —le digo a Lea, mirando la gatita de peluche rosa que está apoyada en el extremo del otro sofá. Lea sigue la dirección de mi mirada—. ¿Has visto cómo está mirando la pizza? —pregunto en tono divertido.
Lea esboza una sonrisa y cuando la veo caigo en la cuenta de sería capaz de cualquier cosa por hacerle sonreír.
—Sí, a la pobre se le van a salir los ojos de las órbitas —comenta.
Alarga la mano, coge a Kitty y la coloca encima de la mesa.
—El señor Baker la invita a cenar con nosotros, señorita Kitty —le dice.
Toma una servilleta, coge de la pizza un trocito de piña y un trocito de jamón y se lo pone delante como si fuera un plato. Su acción hace que se me escape una sonrisa.
—Que aproveche, señorita Kitty —digo.
Justo cuando acabo de hablar, el peluche pierde el equilibrio y se cae hacia adelante. Lea se echa a reír.
—Creo que se siente muy halaga por tu invitación—observa.
—Yo también lo creo. ¡Madre de Dios! Solo hay que ver la reverencia que ha hecho.