CAPÍTULO 48

 

 

 

 

 

Después de pasar por enfermería y de que me administren una pomada y un antiinflamatorio para la mejilla, salgo un rato al patio para que me dé un poco el aire. He perdido la cuenta del número de días que llevo aquí dentro y el encierro está comenzando a hacer mella en mi estado de ánimo.

Atravieso el recinto de cemento gris y me siento en un banco de piedra que hay al fondo, apartado de los presos que pasean bajo los últimos vestigios de la luz crepuscular que invade el ambiente, de los que se fuman el último cigarrillo de la noche y de los que apuran el aire fresco antes del toque de queda para meternos en las celdas.

Respiro hondo, llenando mis pulmones.

La brisa corre suave entre los muros de la cárcel. Alzo la vista y miro al cielo, anhelando mi libertad y el cuerpo de Lea. ¡Joder! ¿Cómo puedo echarla tanto de menos? Resoplo.

Llevo la mirada al frente y veo a Ed que viene hacia mí.

—Quiero estar solo —le digo con los ojos perdidos en un punto de la nada, antes de que empiece a hablar sin parar.

—Vale —asiente conforme después de unos segundos—. Solo quería saber cómo tenías la mejilla.

—Está bien. Gracias —le agradezco.

—Me alegro de que ese hijo de puta no te haya hecho nada —dice—. ¿Quieres un cigarrillo? —me pregunta, tendiéndome una cajetilla.

—No fumo —respondo.

—Nos vemos en la celda —apunta Ed, dándose por vencido.

Se da la vuelta, cruza el patio y se introduce en el edificio de la cárcel.

El silencio vuelve a envolverme y con él, los recuerdos que mi mente ha ido guardando de Lea desde el día que la vi por primera vez en el Gorilla Coffee. Lo que más me duele de todo esto es el daño que esta situación le puede estar haciendo, y las posibles consecuencias si finalmente me declaran culpable. Tendrá que criar a nuestros pequeños sola y yo me perderé su infancia y buena parte de su adolescencia. Para cuando quiera salir de la cárcel, mis hijos tendrán diecisiete años.

¿Cómo es posible que el destino nos esté jugando esta mala pasada? ¿Qué nos separe ahora que nos hemos encontrado? ¿Qué no me vaya a permitir ver crecer a mis hijos?

Me froto los ojos, agotado.

 

 

 

Las noticias que me trae Michael el siguiente día que viene a visitarme no son nada halagüeñas. Todo lo contrario, la falta de pruebas me incrimina más todavía. La tónica es la de siempre: nadie sabe nada, nadie ha visto nada y nadie dice nada. ¡Y eso que estamos hablando de casi media tonelada de cocaína!

La situación comienza a ser desesperante.

Dentro de la cárcel, las cosas siguen su tedioso curso. Ed con sus habituales monólogos y Stanislas continúa con sus miradas «perdona-vidas» hacia mí. Pero al menos se preocupa de mantener las distancias conmigo. Le conviene, si no quiere terminar con la cara como un cuadro de Picasso.

Si hay algo que tengo claro es que, sea el que sea el tiempo que pase aquí dentro, no voy a dejar amedrentarme por ningún preso y mucho menos soportar burlas hacia Lea. Ni cien Stanislas podrán conmigo. Así me pudra entre estos muros por mal comportamiento.

 

 

 

—Dios mío, Darrell… —musita Lea cuando me ve el hematoma multicolor que colorea mi pómulo—. ¿Qué…? ¿Qué te ha pasado?

Sus cejas se juntan hasta formar una línea.

—He tenido un encontronazo con uno de los presos de la cárcel —respondo, sin dar ninguna importancia al suceso en sí.

—¡¿Qué?! —exclama con expresión de alarma en el rostro—. ¿Te has pegado con un preso? —me pregunta, abriendo mucho sus grandes ojos.

—La peor parte se la ha llevado él —digo, girando el rostro y mirando a Stanislas, que está sentado en una mesa contigua a la nuestra, hablando con el mismo tipo de siempre, la única persona que le viene a ver a la cárcel.

Lea sigue la dirección de mi mirada.

—¿Ha sido con él? —dice, bajando la voz para que no la oiga nadie.

—Le he rediseñado la nariz —apunto con ironía.

Bromeo porque no quiero que Lea se preocupe más por mí de lo que ya lo hace.

—¿Se la has roto?

Lea está cada vez más asombrada, o tal vez horrorizada, o una mezcla de ambas cosas.

—Le he hecho una nueva —sigo ironizando.

—Pero, ¿por qué os habéis pegado?

—Dijo cosas que no tenía que decir —respondo únicamente.

—Darrell, tienes que tener cuidado —me aconseja—. Ese tipo tiene… tiene cara de pocos amigos —susurra un poco atemorizada—. Y eso lo digo siendo generosa con él… Tiene cara de matón.

—Dejemos de hablar de él —le pido—. Quiero que hablemos de ti. Tú eres muchísimo más interesante que Stanislas. Cuéntame, ¿sabes ya los resultados de los exámenes?

—Sí —Lea asiente al mismo tiempo que responde. Sus ojos se iluminan—. He sacado cinco sobresalientes y dos matrículas de honor; una de ellas en Topología de Superficies —dice.

Noto en su voz una nota de pudor que es casi palpable.

—¿Matrícula de honor en Topología de Superficies? —repito—. Eso es toda una proeza, Lea —le digo, manifestando lo orgulloso que estoy de ella—. Topología de Superficies es un hueso duro de roer. No es nada fácil sacarse una matrícula de honor en esa asignatura.

—Bueno… No ha estado mal —comenta con humildad.

—¿No ha estado mal? —Alzo las cejas—. Tienes una mente brillante.

Lea sonríe con timidez a mi halago.

—Espero que el segundo cuatrimestre se me dé igual de bien.

—Seguro que sí.

Me aproximo a ella y atrapo su boca con un beso.

—¿Y qué tal estás? ¿Tienes náuseas?, ¿mareos?, ¿vómitos? —le pregunto al separarnos.

—A la hora de levantarme —me responde—. Hoy he estado un rato abrazada al wáter.

—Me da tanta rabia que estés pasando por esto tú sola, Lea —digo—. Tanta rabia… Lo siento mucho…

—Tú no tienes la culpa —me dice—. No te martirices con eso.

—Mi única preocupación eres tú.

—No, Darrell, en estos momentos tu única preocupación tiene que ser salir de aquí. Tienes que enfocar todos tus esfuerzos en eso. Yo estoy bien, de verdad.

—Pero es que quiero cuidarte.

—Ya me cuidarás cuando salgas —me tranquiliza—. No me voy a mover de donde estoy y los pequeñines tampoco—bromea—. O no durante los próximos siete meses. Ahora tengo a Lissa, que no me deja un solo segundo sola. Es como mi sombra.

—Me alegro de que Lissa te esté cuidando, de que puedas contar con ella —señalo.

—Sí, Lissa nunca me ha fallado. Está como loca con eso de que va a ser tía… Porque ella es oficialmente tía de nuestros pequeños —afirma Lea—. Incluso quiere ser la madrina de uno de ellos. Tendrías que verla… Ya les ha comprado unos patucos blancos y eso que todavía no sabe el sexo de los bebés.

Sonrío, contagiándome del entusiasmo con el que Lea me está contando las cosas y mientras la escucho hablar, agradezco en silencio que Lissa esté a su lado, ayudándola en todo lo que pueda surgirle. Lea está sola. No tiene padre ni madre, ni tampoco hermanos, aunque sé que Lissa es y se comporta con ella como una hermana. Por eso toda esta situación me duele, porque yo debería de estar cuidándola.

—Si necesitas algo, lo que sea, puedes pedírselo a Michael, y también puedes contar con William y con Margaret —digo—. Ya has visto cómo son. Ellos estarán encantados de ayudarte en lo que sea, Lea. Margaret te adora. Y también con mi madre y mis hermanos; Jenna y Andrew volarán si hace falta.

—Lo sé, Darrell —apunta Lea con una sonrisa—. Sé que puedo contar con ellos. Tranquilo.

—Solo quería recordártelo —digo, cogiéndole la mano y acariciándosela con el pulgar—. A pesar de todo, no estás sola.

—¿Sola? Tengo un escuadrón de personas completamente a mi disposición: Lissa, Michael, William, Margaret, tu madre, Jenna, Andrew… —bromea con su buen humor de siempre.

—Eres increíble, ¿lo sabes? —le pregunto.

Un golpe de rubor tiñe sus mejillas.

—Se acabó el tiempo —anuncia el funcionario de prisiones apostado en la puerta de la sala de visitas.

El rostro de Lea demuda en una expresión de rotunda tristeza. Sus rasgos se ensombrecen con las palabras del funcionario.

—No quiero irme, Darrell —murmura suplicante con los ojos anegados de lágrimas.

—Y yo no quiero que te vayas, Lea —digo, enjugando sus lágrimas con el pulgar.

Verla llorar me destroza el corazón. Noto como se me hace un nudo en la garganta.

—Prométeme que te vas a cuidar —me pide, pasándome la mano con sumo cuidado por el hematoma del pómulo—. No quiero que vuelvas a pegarte con ese tipo.

—Me cuidaré. Te lo prometo —afirmo.

Nos levantamos de las sillas y durante unos instantes nos fundimos en un intenso abrazo.

—Nos vemos el día del juicio, ¿vale? —le pregunto, alzándole la barbilla con la mano y besándola suavemente en los labios.

—Vale —dice Lea—. Ya he estado preparando la declaración con Michael.

—Perfecto.

—Te quiero —me susurra mientras se da la vuelta.

—Yo también te quiero —digo.

Y nuestros dedos siguen tocándose al tiempo que Lea echa a andar, como el sutil roce de Dios dando vida a Adán en la Capilla Sixtina.

Lea sale de la sala de visitas junto al resto de familiares y amigos y yo me quedo en mitad de la estancia, como si tuviera los pies de plomo, oliendo las últimas notas de su característico aroma a cítricos.

 

 

 

 

 

 

 

 

La petición del señor Baker
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