CAPÍTULO 45

 

 

 

 

 

El comedor es un espacio situado en la planta baja, concurrido, que huele a humanidad y a comida de albergue. Cuando entro, un murmullo de curiosidad recorre las conversaciones que mantienen el resto de presos. Las cabezas se levantan y se giran hacia mí.

—Ocurre siempre que llega alguien nuevo —murmura Ed, mientras avanzamos hacia una mesa libre que hay al final—. Es el olor a carne fresca. En tu caso la curiosidad es mayor; no todos los días tenemos un millonario guaperas en nuestras filas —añade—. Seguro que no dejan de preguntarse por qué estás aquí.

Paso entre las mesas con semblante indiferente. Me importa poco si me miran o si se están devanando los sesos preguntándose porque estoy en la cárcel. Es algo de lo que se acabarán enterando más tarde o más temprano, así que, evidentemente, no me voy a molestar en responderles.

Cuando llegamos a la barra de la especie de buffet que tiene el comedor, cojo una bandeja y un hombre corpulento y de barriga prominente con un delantal negro me sirve un plato del menú del día.

Ed me sigue detrás como una sombra y se sienta en la misma mesa en la que me siento yo.

—No te importa que me siente contigo, ¿verdad? —me pregunta con su voz cantarina cuando, sin perder un segundo de tiempo, se ha acomodado en una de las sillas que hay frente a mí.

—Ya estás sentado —es mi única respuesta.

—Es que no me gusta comer solo —comenta.

Pongo los ojos en blanco y le dejo por imposible.

—¿Tienes mujer, Darrell? —me pregunta.

—No te importa —respondo, cogiendo una cucharada de la suerte de puré que me han servido y llevándomela a la boca.

—¿Hijos? —continúa.

—No te importa.

Echo un poco de agua en el vaso y doy un trago.

—¿Amante?

Miro a Ed por encima del borde del vaso con los ojos entornados.

—¿No me vas a dejar comer tranquilo? —le digo en tono seco.

—Venga, hombre, un poco de charla no viene mal —arguye—. Vamos a pasar mucho tiempo juntos. ¿Qué tiene de malo ser amigos? 

—Yo no quiero ser tu amigo.

Ed no se inmuta ante mi afirmación.

—Está bien. No seremos amigos —apunta, aunque sé sobradamente que le da igual lo que le diga.

Mientras como, noto algunas miradas clavadas en mí. Alzo la vista y me encuentro con los ojos de varios presos escrutándome como si fuera un bicho raro, entre ellos, reparo en ese tal Stanislas, de rasgos de países del este de Europa, que ha entrado conmigo esta mañana.

Ed gira la cabeza, siguiendo la dirección de mi mirada.

—A Stanislas es la tercera vez que lo enchironan —dice en voz baja, volviendo el rostro de nuevo hacia mí—. Es rumano. Se puede decir que es el preso más antiguo de la Metropolitan Detention Center. Es un tipo de cuidado… Siempre anda buscando gresca.

No sé exactamente la razón, pero de pronto tengo la imperiosa certeza de que me va a dar problemas. Quizás es por su forma de mirarme, amenazadora a ratos, como si le debiera algo.

Bajo la cabeza con expresión indiferente y sigo comiendo tranquilamente.

—Se cree el gallo del corral —comenta Ed.

—¿Le tienes miedo? —le pregunto.

—Bueno… con Stanislas es mejor pasar desapercibido. No hacer ruido… —contesta—. No le gusta que aquí dentro nadie le haga sombra.

No hago ningún comentario al respecto.

 

 

 

Después de comer no me apetece salir al patio. No me apetece relacionarme con ninguno de los presos, no me apetece lidiar con el escrutinio de sus miradas, ni me apetece que Ed me ponga la cabeza como un bombo con sus monólogos. Así que me quedo en la celda, leyendo. Lea, previsora, metió en la bolsa de equipaje un par de libros y es algo que le agradezco infinitamente. Porque la lectura me ayuda a mantenerme distraído.

Me echo en la litera y abro Grandes esperanzas de Dickens. Sobre mi tripa cae una fotografía. Cuando la cojo, me doy cuenta de que es el selfie que nos hicimos Lea y yo en la playa de Waveland los días que hemos estado en Port St. Lucie.

Yo sostengo el móvil para hacer la foto mientras ella me da un beso en la mejilla.

Sonrío ligeramente al tiempo que contemplo la escena. Está preciosa con el mar azulado como telón de fondo. Giro la foto y advierto que hay un mensaje en el reverso.

Nunca te olvides de sonreír.

Pronto esto será solo un mal sueño.

Nos queda toda una vida por vivir juntos.

Te quiero.

Lea

 

Al final del texto ha garabateado la cara de un emoticono con una enorme sonrisa.

Releo la nota y vuelvo a sonreír. Y pese a que estoy injustamente entre rejas por un delito que no he cometido, me siento el hombre más afortunado del mundo porque el destino haya puesto en mi camino a Lea. La única persona capaz de que no me olvide de sonreír.

Doy la vuelta a la foto y la observo de nuevo durante un largo rato con los ojos entornados, tratando de aprenderme de memoria cada uno de los detalles del rostro de Lea. Hasta el más insignificante de ellos; hasta el que pasaría inadvertido incluso para ella misma. Observo sus largas pestañas en forma de abanico, sus labios finos, su nariz de tabique recto, su melena de color bronce…

—¿Es tu novia? —me pregunta de improviso Ed, que según parece, acaba de entrar en la celda.

—No te importa —respondo sin inmutarme.

—Es muy guapa… —comenta.

—¿Siempre eres tan asquerosamente inoportuno?

—Eso decía mi madre cuando era pequeño —responde sin tener intención de ofenderse.

Resoplo, vencido. Ed da un salto ágil y se sube a la litera.

—¿Sabes que has causado sensación entre los presos? —dice—. No me malinterpretes. No la sensación que causaría una tía, por supuesto. Aquí se pasa mucho hambre… —se apresura a aclararme—. Pero están alucinando con el hecho de que Darrell Baker, uno de los hombres más ricos del país, comparta cárcel con ellos. Les llama mucho la atención tu imperturbabilidad, tu seriedad… Algunos afirman que tus ojos son los más fríos que han visto en su vida.

Meto la foto entre las páginas del libro de Dickens y me dispongo a leer.

—Al que no le has caído tan bien es a Stanislas —sigue con su monólogo Ed—. Claro que a ese hijo de puta no le cae bien nadie. Se lleva a matar con casi todo el mundo.

—A mí tampoco me cae bien nadie —le advierto.

—¿Y por eso estás aquí? ¿Por haber matado a alguien que no te caía bien? —me pregunta Ed.

Enarco una ceja y miro lentamente hacia arriba. ¿Este tío es tonto?, me pregunto en silencio.

—No voy matando a la gente que me cae mal —respondo.

Pero quizás tú seas el primero, me digo para mí mismo.

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

—¿Si te contesto te callarás durante un rato y me dejarás leer tranquilo? —le pregunto.

Ed asoma la cabeza por el borde de la litera.

—Te lo prometo —dice.

No sé por qué tengo la impresión de que su promesa no es de fiar. Seguro que tiene los dedos cruzados en la espalda, pero daría un ojo de la cara con tal de tener quince minutos seguidos de silencio.

—Me han acusado de tráfico de drogas y de atentar contra la salud pública —digo finalmente, para ver si logro que me deje en paz.

—¡Hostia puta, tío! ¡¿Eres un narcotraficante?! —exclama asombrado.

—No soy un narcotraficante —refuto—. Estoy acusado de tráfico de drogas, pero en mi vida se me ha ocurrido hacer algo semejante.

—¿Y por qué te han acusado?

—Ya he respondido a tu pregunta —le corto tajante—. Ahora déjame tranquilo.

—Está bien, está bien… —dice en tono conciliador—. Lo prometido es deuda. Ya me callo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La petición del señor Baker
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