CAPÍTULO 31
—No debes hacer esfuerzos, Lea —le digo.
Lea me mira con un matiz divertido en los ojos.
—Darrell, solo me he agachado para coger el pendiente que se me ha caído al suelo. Estoy embarazada no enferma del corazón.
—Tienes razón —reflexiono—. Mi obsesión por que estés bien se está empezando a convertir en paranoia.
Lea no puede evitar echarse a reír.
Esto de estar embarazados es toda una aventura, pienso para mis adentros.
—Ya estoy lista —anuncia cuando termina de abrocharse el pendiente.
Cojo su pequeña maleta y la arrastro junto a la mía hasta el coche.
Giro un poco el rostro y por el rabillo del ojo miro a Lea mientras atravesamos Nueva York camino de Port St. Lucie, en Florida, donde vive mi madre.
—¿Estás bien? —le pregunto.
—Sí —responde escuetamente.
—¿Tienes náuseas, o estás mareada?
—No, no, estoy bien, Darrell.
—Mi madre va a estar encantada contigo —digo, intuyendo qué le sucede.
—¿Tú crees?
—¿Qué si lo creo? —digo retóricamente—. Te va a adorar, Lea. Como todo el mundo. Pero ella más, porque has hecho que su hijo «sienta», que sea normal, por decirlo de alguna manera.
—Bueno, hay madres que son muy sobreprotectoras con sus hijos y que ven a las novias como arpías asquerosas —comenta Lea.
De pronto estallo en una sonora carcajada. ¡Dios santo! ¿De dónde se saca esta mujer esas cosas?
—Lea, mi madre no es así —afirmo tratando de contener la risa.
—No te rías —me dice Lea—. Lo que te estoy diciendo es cierto. Hay madres que se creen que las novias de sus hijos se los quieren arrebatar, o robar, o vete tú a saber…
—Lo sé. Sé que hay madres que son así. Que les gustaría que las novias de sus hijos tuvieran muertes lentas y dolorosas. Pero te aseguro que mi madre no es una de ellas… —Lea suspira. Alargo el brazo y le cojo la mano—. ¿Quieres hacer el favor de tranquilizarte? —le pido—. Créeme cuando te aseguro que mi madre te va a adorar. Has conseguido que yo te adore, y eso era misión imposible, así que con mi madre es pan comido.
Los labios de Lea se curvan en una sonrisa.
—¡Joder! Yo también soy una paranoica —dice entre risas.
—Menudos dos nos hemos juntado —bromeo.
—No me quiero imaginar cómo van a salir nuestros pequeños —apunta Lea.
—Un poquito locos, seguro —afirmo.
Se lleva la mano a la tripa y se la acaricia con ternura.
—Me he asustado mucho cuando la doctora McGregor ha dicho que el latido del corazón era errático —confiesa, con aprensión en la voz.
—Yo también me he asustado mucho. No sabía qué pensar…
—Prefiero un millón de veces que finalmente la causa fuera que vamos a tener mellizos a que el embrión tuviera un problema.
—Afortunadamente todo está bien —digo.
—Sí, todo está bien.
Lea se gira, me mira y vuelve a sonreír, satisfecha.
El sol comienza a hundirse en la línea del horizonte cuando entramos en Port St. Lucie. Playas, palmeras y paseos marítimos nos dan la bienvenida a última hora de la tarde, bajo un lienzo teñido de colores intensos.
La casa donde vive mi madre es una construcción sencilla, de dos plantas, rodeada de palmeras y situada al lado de una de las playas más hermosas de la ciudad.
—¿Estás bien? —le pregunto a Lea, dándole la mano después de bajar del coche.
—Sí —responde con el esbozo de una sonrisa en los labios.
—Vamos —la animo, tirando de ella.
Subimos los escalones de piedra del porche y nos detenemos frente a la puerta blanca lacada. Alargo el brazo y toco el timbre. Lea me aprieta la mano ligeramente en un gesto de complicidad. Giro el rostro y sonrío sin despegar los labios.
Se oyen pasos que se acercan desde el otro lado y unos segundos después la puerta se abre. Mi madre abre los ojos como platos cuando nos ve plantados sobre el felpudo, de pie, a solo un metro de ella.
—Darrell… —murmura, llevándose las manos a la boca—. Oh, cariño…
Se echa a mis brazos y yo, por primera vez en mi vida, abrazo a mi madre con todo el amor del mundo, estrechándola con fuerza contra mí, y ella nota algo distinto en mi gesto porque se aferra a mi cuerpo como si quisiera detener el tiempo en ese instante.
Cuando nos separamos, tiene los ojos vidriosos. Gira el rostro y mira a Lea, intuyendo quién puede ser y qué hace conmigo. Sin embargo, no hace preguntas.
—Pero pasad, pasad… —nos dice con una sonrisa prendida en los labios.
Se aparta de la puerta y nos cede el paso. Cojo a Lea de la mano, que me mira por el rabillo del ojo a medida que cruzamos el vestíbulo.
—Mamá, te quiero presentar a alguien —me apresuro a decir cuando entramos en el salón. Adelanto un paso a Lea—. Ella es Lea, mi novia —digo—. Lea, ella es Janice Baker, mi madre.
—Encantada, señora Baker —dice Lea con visible timidez.
Mi madre le sonríe.
—Encantada, Lea.
Se acerca a ella y le da en las mejillas un par de afectuosos besos. Después gira su rostro hacia mí y me dirige una mirada en la que asoma una chispa mezcla de asombro y desconcierto.
—Es una historia muy larga, mamá —atajo, respondiendo a las decenas de preguntas que seguramente están pasando en estos momentos por su cabeza—. Pero te la voy a contar detenidamente, y otras muchas cosas…
Mi madre asiente ligeramente.
—Está bien —accede conforme, y dirige sus ojos de nuevo a Lea—. Lea, se bienvenida. Estás en tu casa —dice con afecto en la voz.
—Gracias, señora Baker.
—Oh.., llámame Janice, por favor. Nada de tratamientos formales.
—Como quieras, Janice.
—Dios mío, estoy tan feliz de que estés… de que estéis aquí —afirma entusiasmada—. Tan feliz…
—Hemos venido a pasar unos días. ¿Si dejas que nos quedemos, claro? —comento con un toque de humor.
Mi madre ríe.
—¿Acaso tienes que preguntarlo? —dice. Tuerce levemente el gesto—. Pero, ¿por qué no me has avisado de que veníais? Hubiera preparado algo de cena para todos…
—Porque te queríamos dar una sorpresa —respondo—. Y por la cena no te preocupes, comeremos cualquier cosa. Por cierto, ¿dónde está Mitch?
—Está de viaje de negocios. Volverá el sábado.
—Entonces el sábado lo veremos.