CAPÍTULO 35

 

 

 

 

 

Lea se rinde dócilmente a mí. Apoya las manos en mis hombros y se funde con mis labios en un beso húmedo, ávido y sensual, que pone en alerta roja a todos mis sentidos.

La tumbo con cuidado en la arena y me coloco encima de ella mientras la marea moja nuestros cuerpos con el agua tibia y salada del mar. Le bajo el vestido de tirantes hasta la cintura y le lamo los pechos, para después mordisqueárselos y terminar succionándolos.

—Tus pechos saben mejor que cualquier Oreo —susurro hipnotizado.

La escucho soltar una risilla.

Suspira y un gemido escapa de su garganta. Su sonido vibrante se me antoja una provocación a la que no me puedo ni me quiero resistir. Le aparto la braguita a un lado con dedos ansiosos y dejo su sexo expuesto a mis ojos. Seguidamente descubro mi imperiosa erección, tanteo la entrada de su vagina y la penetro poco a poco, atento en todo momento a la reacción de su rostro.

Mi boca, a solo unos centímetros de la suya, atrapa cada unos de sus jadeos, que me encienden hasta el punto de ebullición de la sangre.

Balanceo la pelvis con movimientos lentos y acompasados que vayan aumentando su placer. Lea pasa las manos por mi espalda y me calva las uñas en ella. Me curvo como un arpa con la pequeña punzada de dolor que me recorre el cuerpo y siseo una especie de gruñido.

Cuando la respiración de Lea se acelera, empiezo a moverme más rápido y a entrar en ella más profundamente. Hasta tocar fondo. Cuando está a punto de correrse, de romperse de placer, me inclino y le atrapo la boca mientras se desahoga con un intenso orgasmo que estremece una y otra vez su cuerpo debajo del mío.

Apenas unos segundos después, mis músculos se tensan como las afinadas cuerdas de un violín. La sangre me bombea en las sienes con tanta fuerza que creo que me van a estallar, hasta que cierro los ojos, aprieto los dientes y, sin dejar de embestirla, me derramo por entero dentro de Lea, entre una coral de gemidos de placer.

De pronto las fuerzas me abandonan y me dejo caer de espaldas sobre la arena, con el pecho subiendo y bajando precipitadamente. Lea se gira hacia mí y apoya la cabeza encima de mi torso. Busco de nuevo su boca y la beso con suavidad sin decir nada. Alargo la mano y le acaricio el pelo medio mojado mientras ella pasa las yemas de los dedos por mi pecho.

Resoplo.

Inmersos en el silencio y arropados solo por el sonido del mar arrastrándose hasta la playa, pienso en la manera en que el amor intensifica las sensaciones hasta límites que llegan a ser indescriptibles; en la manera en que intensifica el anhelo, las ganas, el deseo, el placer…

—Te quiero, Darrell —me dice de pronto Lea, con una voz cargada de intensidad y de emoción—. Te quiero mucho.

—Yo también te quiero mucho, Lea —afirmo—. Más de lo que nunca pude imaginar que sería capaz de querer a alguien, más de lo que nadie ha querido jamás, más de lo que se ha podido escribir en cualquier poema…

Lea se acurruca contra mí y yo le acaricio la espalda de arriba abajo.

 

 

 

Un rato largo después estamos tumbados sobre las rocas, dejando que los tibios rayos de sol nos seque la ropa y nos bañe el cuerpo con su calor. Los dedos de nuestras manos permanecen entrelazados, como si no quisiéramos que el otro se fuera de nuestro lado jamás, como si a través del contacto de la piel fuéramos a ser uno solo.

Durante unos instantes me pregunto qué sería mi vida sin Lea, y la sola idea me aterra, porque me reitero en que volvería a ser tan gris, tan apática, tan vacía y tan fría como lo era antes de que apareciera en ella. Me aferro más a su mano. Necesito sentirla para saber que está aquí, que es real, para apartar de mi cabeza el pensamiento de que algún día pueda perderla, de que algún día no pueda ver su sonrisa, escuchar su voz; de que algún día no pueda besarla, despertarme a su lado o hacerle el amor.

—¿Estás bien?

La voz de Lea me devuelve a la realidad. Giro los ojos y la encuentro a escasos centímetros de mi rostro, mirándome con sus enormes ojos de color bronce.

—Sí —respondo.

Lea arruga la nariz.

—¿Seguro?

La respuesta no llega nunca a mis labios.

—Me da miedo perderte —asevero sin ningún tipo de preámbulo.

—No vas a perderme, Darrell —me dice Lea, totalmente convencida de ello.

—Eso es ahora, pero, ¿dentro de un tiempo? ¿Quién sabe lo que puede pasar dentro de un tiempo? —pregunto, sin poder evitar que se note un viso de angustia en la entonación de mi voz.

Lea me acaricia la mejilla y pasa el pulgar por la línea de mi mandíbula sin dejar de mirarme a los ojos.

—¿Crees que vas a deshacerte de mí fácilmente? —bromea con su característica espontaneidad—. No te lo voy a permitir.

Esbozo media sonrisa mientras le acaricio suavemente la espalda.

—Jamás me voy a deshacer de ti, como jamás me desharía del aire que respiro. Moriría si lo hiciese.

—Me alegra saber que piensas así, porque yo no me voy a despegar de ti ni con agua hirviendo.

Niego con la cabeza y me echo a reír. La rodeo con el brazo y la aprieto contra mi cuerpo. Me inclino y le doy un beso en el pelo.

Ahora sé que lo que haría sin Lea: nada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La petición del señor Baker
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