CAPÍTULO 64
—¿Qué quieres decir? —me pregunta extrañada—. ¿Por qué querías que me alejara de ti?
—Porque no quería que esperaras por mí diecisiete años y medio —respondo.
Lea sorbe por la nariz.
—¿De que coño hablas, Darrell? —inquiere—. Tú mismo me dijiste que se había impugnado el juicio porque habían descubierto a los verdaderos culpables.
—Era mentira —asevero—. Por aquellas fechas no se había impugnado el juicio y tampoco se había descubierto a los verdaderos culpables. Salí ayer de la cárcel.
Lea frunce el rostro. Su expresión se arruga.
—¡¿Qué…?! —balbucea—. Pero, ¿por qué? ¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué me mentiste?
—Ya te lo he dicho, Lea, porque tenía que alejarte de mí —digo—. No podía permitir que desperdiciaras los mejores años de tu vida esperando a que yo saliera de la cárcel.
—Eso es algo que tenía que haber decidido yo —me reprocha.
—No. Es una decisión que tenía que tomar yo, y la tomé —la contradigo.
Lea sacude la cabeza, incrédula.
—No, Darrell, no —niega testaruda—. No tenías ningún derecho a pensar por mí. Yo ya soy mayorcita para hacerlo.
—Me angustiaba pensar en lo mucho que ibas a sacrificar por mí —asevero—. Me quedé con las manos vacías, sin nada que ofrecerte.
—¿Sin nada que ofrecerme? Tenías lo más grande de ti, Darrell: tu corazón. Eso es lo que tenías para ofrecerme. —Su afirmación me deja perplejo—. Y sin embargo, me dejaste sola, tirada —dice, rompiendo de nuevo a llorar.
—No te dejé tirada —me defiendo, pero Lea no me permite hablar.
—Me… dejaste sola y tirada —repite, reprendiendo mi actitud con la mirada—, y con el alma hecha pedazos —sigue diciendo entre lágrimas, apretando los labios mientras me apunta con el dedo índice—. Y lo hiciste cuando más te necesitaba y cuando más me necesitabas tú a mí.
—¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar, Lea? —le pregunto—. Dime, ¿qué hubieras hecho tú en mi lugar? —incido en la pregunta.
—No… No lo sé, Darrell —me responde, abriendo los brazos—. No sé lo que hubiera hecho. Pero no hubiera pensado por ti.
—Era lo mejor —insisto en mi postura.
—¿Lo mejor para quién? —me pregunta con un brillo de rencor en los ojos.
La sola idea de que Lea pueda odiarme me produce una punzada de angustia en el pecho.
—Intenté que fuera lo mejor para ti —me justifico de la mejor manera que puedo. Lea chasquea la lengua, contrariada—. Lo siento, Lea. Lo siento mucho. Siento haberte alejado de mí, haber roto nuestra relación —digo—. Pero ahora estoy aquí y no me voy a separar de ti nunca más.
—No, Darrell. No puedes presentarte con un ramo de rosas y desbaratar mi tranquilidad —dice—. Lo he pasado muy mal… Muy mal —afirma, al tiempo que trata de contener el llanto.
—Lo sé. Sé que lo has pasado muy mal —digo—, también sé la amenaza de aborto que sufriste…
—Casi los pierdo… Casi pierdo a nuestros bebés —se lamenta en un hilo de voz.
Las lágrimas resbalan por sus mejillas dibujando surcos cristalinos que brillan con la luz anaranjada de la lámpara. El corazón se me encoje. Verla llorar me destroza por dentro. Me aproximo unos cuantos pasos para abrazarla, pero Lea vuelve a retroceder.
—Déjame abrazarte, por favor —le pido, casi le suplico, porque tengo la imperiosa necesidad de protegerla, de consolarla, de cuidarla.
—No, Darrell —me rechaza.
Pero no le hago caso, alargo los brazos y la estrecho contra mí con todo el amor que soy capaz de darle y con las emociones desbordadas, dejando que el abrazo me impregne la piel y cada uno de mis cinco sentidos.
—Déjame cuidarte, Lea, por favor —le ruego, acariciando tiernamente su cabeza—. Déjame protegerte…
Los ojos se me llenan de lágrimas.
—No… No, Darrell —dice, tratando de liberarse de mis brazos—. No quiero que me cuides, ni que me protejas… No… —se rebela.
—Por favor… —insisto.
—Suéltame… Suéltame…
—Por favor, Lea… —vuelvo a decir, resistiéndome a soltarla.
Llevado por un impulso y por el deseo que me recorre las venas, le cojo la cara entre las manos, la acerco hasta mi rostro y me inclino sobre ella.
—Si no te beso reviento —le susurro en la boca.
Y antes de que pueda reaccionar o rechazarme, atrapo sus labios con los míos y la beso apasionadamente. Sentir de nuevo el contacto de su boca después de tanto tiempo me produce una suerte de descarga eléctrica que me sacude de la cabeza a los pies.
Al principio Lea se resiste a mi beso, pero al final entreabre los labios y acaba rindiéndose a él. Sin embargo, unos segundos después intenta separarse de mí, pero la retengo.
—No, Darrell… —musita débilmente, apartando su boca de la mía—. Esto ya no… ya no puede ser —apunta, empujándome con las manos.
De pronto siento como si me hubieran golpeado la cabeza con una enorme maza de hierro. ¿Ya no puede ser?, me pregunto para mis adentros. ¿Qué quiere decir con que «ya no puede ser»? Me resisto a creer que lo que para mí iba a ser un nuevo comienzo, para Lea no sea sino un final. ¡Maldita sea!
Me separo de ella, abriendo una brecha de distancia entre nosotros. Respiro hondo y me armo de valor para hacerle la siguiente pregunta:
—¿Me has olvidado, Lea? ¿Es eso? ¿Me has dejado de querer?
Lea mantiene silencio. Un silencio por momentos sepulcral, que se me clava en lo más profundo del alma, por lo que significa.
—Tú también me olvidarás —responde, transcurrido un rato.
Sus palabras me sacuden como un latigazo. Bajo los hombros, rendido, y aprieto los labios dibujando una línea en mi rostro.
—Yo nunca voy a poder dejar de quererte, Lea, por mucho que lo intente —asevero, mientras una lágrima se desliza precipitadamente por mi rostro—. Te quiero hasta el dolor, y así va a ser siempre, y así deseo que sea. El amor y el dolor son las emociones que te hacen sentir que estás vivo, y yo estoy vivo gracias a ti, al milagro que obraste en mí y en mi enfermedad.
Mientras hablo, Lea rehúye mi mirada. Lo único que hace es mordisquearse el interior del carrillo insistentemente, nerviosa.
—Espero que… —me interrumpo y tomo aire—. Espero que seas muy, muy feliz. Te lo mereces.
—Yo también espero que tú seas muy feliz —se limita a decirme Lea.
Durante unos segundos me quedo tan inmóvil en mitad del salón, como los jarrones de porcelana china que tiene su tía Emily en cada uno de los muebles de la estancia.
Viendo que ya está toda dicho, me doy media vuelta y me encamino hacia la puerta, con un semblante como si acabara de regresar de la guerra, abatido, arrastrando los pies y con los hombros hundidos.
—Darrell…
Escuchar la voz de Lea, llamándome, me hace frenar en seco en mitad de la salón. Me doy media vuelta con esperanzas renovadas. Quizás ha recapacitado…
—Llévate el ramo de rosas, es tuyo —dice, tendiéndomelo.
—Tíralo a la basura —digo simplemente, con la mirada vidriosa.
Abro la puerta del piso y salgo, cerrándola tras de mí.
Todo se ha acabado.