CAPÍTULO 33

 

 

 

 

 

Se levanta de la silla como si acabara de recibir un calambre y se acerca a la vitrocerámica corriendo.

—¿Se han quemado? —pregunto.

—No, pero ha faltado poco —contesta mi madre, retirando rápidamente la sartén del fuego.

Cojo la taza y me bebo mi café solo sin azúcar de un sorbo.

—Voy a subir el desayuno a Lea —anuncio, incorporándome.

Mi madre saca dos tortitas de las que ha salvado de la quema de la sartén y las echa en un plato.

—¿Cómo le gusta el café?

—Con leche y azúcar —respondo mientras le tiendo una taza a mi madre.

—Sírvele un poco del zumo de esa jarra —me indica, señalándome la jarra que está en el extremo de la encimera—. Está recién hecho.

—Vale.

—Voy a echarle otras dos tortitas —comenta.

—¿Otras dos? —repito.

—Darrell, Lea ahora tiene que comer por tres —contesta mi madre como algo sumamente obvio.

—La verdad es que tienes razón —digo, encogiéndome de hombros.

—Espera… —dice cuando cojo la bandeja con el desayuno de Lea y me dispongo a llevárselo.

Frunzo el ceño al verla salir al jardín que tiene la casa en la parte de atrás.

¿Dónde diablos va con tanta prisa? ¿Qué va a hacer?, me pregunto extrañado, inmóvil como una estatua de sal en medio de la cocina.

Mi rostro se expande cuando entra de nuevo con una lozana rosa de un color rosa intenso en las manos. Se acerca hasta donde estoy y la pone encima de la bandeja.

—Ahora sí —dice satisfecha—. Las flores nunca están de más —afirma con una sonrisa—. Darrell, acuérdate de esto siempre; las flores nunca están de más —me alecciona. Después alza la vista—. Vamos, corre, que se va a quedar frío —me apremia de pronto.

—Ya voy, ya voy… —digo.

 

 

 

Cuando entro en la habitación, una franja de sol ilumina el rostro relajado de Lea, sombreando sus suaves rasgos de un tono acaramelado. Me acerco sigilosamente con pies de gato, dejo la bandeja a un lado de la cama, me inclino hacia ella y le soplo un poco de aire. Lea arruga ligeramente la nariz. Sonrío y vuelvo a soplar un poquito de aire en su cara mientras contemplo el abanico que forman sus larguísimas pestañas. Sus ojos se abren poco a poco.

Aproximo mi rostro al suyo, descanso mis labios en su boca y la beso lentamente, sintiendo su tibieza y degustando su sabor almibarado. 

—Buenos días —le digo.

—Buenos días —me responde con voz soñolienta.

Se incorpora sonriente sobre la cama y estira los brazos, desperezándose.

—Esto es para ti —digo, apuntando con la cabeza hacia el desayuno.

El bostezo de Lea se corta en seco.

—¿Me has preparado el desayuno? —pregunta con una mezcla de extrañeza y sorpresa en el rostro.

—Bueno, he tenido una ligera ayuda de mi madre —confieso al tiempo que le arrimo la bandeja.

—Wow… Gracias —murmura—. No falta de nada. Incluso me has traído una rosa —comenta con una sonrisa. La coge, se la lleva a la nariz y aspira su olor—. Huele genial —dice. Seguidamente la acerca a mi nariz—. Mira… —Inhalo profundamente—. Huele muy bien —admito—. Pero tú hueles mejor —añado con voz voluptuosa y comiéndomela con los ojos.

—Darrell… —dice sonrojada, tapándome  juguetonamente la cara con la mano.

Abro la boca y le muerdo un dedo.

—¡Ay! —exclama Lea.

—¿Cómo te encuentras?

—Bien.

—¿Hay alguna náusea mañanera que amenace con aparecer? —le pregunto.

—Tengo el estómago algo revuelto, pero de momento no tengo náuseas.

—¿Y hambre? ¿Tienes hambre?

—Sí —afirma—. No te lo creerás, pero ahora mismo me comería una vaca entera, orejas y pezuñas incluidas.

—¡Madre del amor hermoso! —exclamo de forma teatral —. ¿Qué estás gestando ahí dentro? ¿Dos bebés, o dos aliens?

Lea se echa a reír con una carcajada.

—¿Tú ya has desayunado? —me pregunta, cogiendo una de las tortitas y echándole un chorro de chocolate por encima.

—Sí, me he tomado un café con mi madre —respondo.

Lea alza la vista.

—¿Habéis… hablado? —dice con cautela.

—Sí —afirmo. Ladeo la cabeza y sonrío—. Ya sabe que estamos embarazados de mellizos.

—¿Y qué ha dicho?

—Está feliz —asevero—. Se ha emocionado y me ha pedido encarecidamente que te cuide. —Noto que Lea respira ciertamente aliviada al escuchar mis palabras. Lea da un mordisco a la tortita—. Creo que mi madre ya te adora —añado.

—Me alegro de que no piense que soy una arpía asquerosa —bromea Lea mientras mastica.

—Claro, que eso es porque todavía no le he contado que en realidad eres una bruja con una escoba plegable que llevas en la maleta —me burlo—, que te has hecho la cirugía estética para quitarte la verruga de la nariz, que tienes un gato negro que alberga el espíritu de un antepasado y que comes dos niños al día, igual que tu tía Emily y tu tía Rosy, que también son brujas.

—No le puedes decir eso, Darrell —apunta Lea con toda la naturalidad del mundo, dando un trago al café con leche.

—¿Por qué?

Apoya la taza en la bandeja y me mira con los ojos entornados.

—Porque si lo haces, te convertiré en una maloliente caca de ornitorrinco.

—¡Dios mío! ¡Eres peor de lo que pensaba!

—Lo sé —dice, poniendo voz malvada y dándole otro mordisco a la tortita—. Soy mala.

—Muy mala.

Los dos nos echamos a reír.

—¿Quieres que vayamos a dar un paseo por la playa? —le pregunto, cuando nos recomponemos de la risa.

—Sí, claro. Será genial.

—Perfecto.

Mientras Lea termina de dar buena cuenta del desayuno, yo me ducho y me cambio de ropa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La petición del señor Baker
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