CAPÍTULO 9
—Tengo agujetas hasta en el paladar —dice Lea.
Ella y sus ocurrencias, pienso para mis adentros. ¿Qué iba a hacer yo si no fuera por esa chispa que la acompaña siempre y que me pone de tan buen humor, incluso aunque tenga un día de perros?
—Vamos a tener que practicar más para que se te quiten esas agujetas —digo.
Lea abre mucho los ojos.
—¿Más? —pregunta, tapándose con la sábana.
Pese a que la he visto desnuda centímetro a centímetro, sigue teniendo cierto pudor ante mí.
—Sí, más.
—Pero si hemos estado toda la noche… dándole sin parar.
Se ruboriza.
—Pues vamos a tener que estar también todo el día —afirmo en tono divertido.
—Bueno…, yo estoy dispuesta. Ya sabes que soy una buena alumna —dice traviesa.
Ya lo creo que eres una buena alumna, me digo. ¿No es para comérsela?
Sus palabras traen a mi memoria la vez en que hice de profesor y le expliqué la función gaussiana en la atmósfera íntima de su habitación. Fue el mismo día que me dijo que había encontrado trabajo en el bar de un amigo del padre de Lissa y que se iba de casa. Recuerdo que me sentí descolocado. No quería que se fuera, pero no podía hacer nada para retenerla. Nuestra relación estaba basada en las cláusulas de un contrato y podía romperlo cuando quisiera. Y así lo hizo.
—Por cierto, ¿qué tal te fue con la Campana de Gauss y el trabajo que tenías que presentar? —le pregunto, sacando el tema.
—Ah, muy bien. Me pusieron un diez —responde entusiasmada.
—¡Esta es mi chica! —exclamo.
Alzo la mano y le ofrezco la palma para chocar los cinco. Lea da un golpe contra ella. Una sonrisa curva su expresiva boca. Una sonrisa cargada de encanto. Ladeo un poco la cabeza y me quedo mirándola.
—¿Por qué me miras así? —me dice, enrollándose un mechón de pelo en el dedo.
—Creo que no podría vivir sin ver tu sonrisa —asevero después de unos segundos.
—Oh… —murmura Lea.
Me encanta ver su expresión de asombro cuando le confieso algo que no se espera. A partir de ahora se va a asombrar mucho, porque tengo muchas cosas que confesarle.
—Me gusta tu sonrisa porque es natural, porque no esconde nada. Al igual que tu mirada —arguyo, contemplando sus grandes ojos de color bronce, que permanecen fijos en los míos, vibrantes y con las pupilas extremadamente dilatadas—. Eres sincera, genuina, auténtica, diferente a los demás; diferente a toda la gente que me rodea. Eres tan… tú. Tan Lea.
—No sé qué decir, Darrell… —apunta Lea, con expresión descolocada en el rostro.
—No tienes que decir nada —indico—. Tus ojos me dicen muchas cosas sin necesidad de hablar.
—Nunca pensé que tú pudieras… —Lea se calla, tratando de encontrar las palabras—. Que yo pudiera… gustarte.
—Yo tampoco lo pensé —digo en un arranque de sinceridad—. Al principio eras una más, una de tantas… Mi corazón siempre ha sido inmune al afecto, al cariño, a la ternura, al amor. —Me encojo de hombros. En el fondo yo estoy tan sorprendido como Lea—. Sin embargo, contigo es diferente, y ni yo mismo me lo explico. Solo sé que haces que me comporte de manera diferente.
—En el fondo eres tan humano como el que más —dice Lea.
—Sí —afirmo asintiendo al mismo tiempo con la cabeza—. Y te lo debo a ti. Tú has desafiado a mi corazón, le has echado un pulso y le estás ganando.
Lea sonríe abiertamente.
—El hombre de hielo por fin se está derritiendo —subraya con un matiz de triunfo.
—¿El hombre de hielo? —repito extrañado.
Frunzo el ceño. ¿Qué es eso del hombre de hielo?
Las mejillas de Lea se ruborizan de golpe.
—Sí… bueno… —tartamudea presa de los nervios. Carraspea para aclararse la garganta—. Ese es… Es… el apodo que te… puse. —Su voz se va apagando poco a poco.
—¿Me llamas El hombre de hielo?
—Sí… Es que… Verás… —empieza.
Las palabras salen en torrente por su boca, deshaciéndose en explicaciones.
—¿Qué clase de apodo es ese? —la interrumpo.
Cojo una de las almohadas de la cama y se la tiro a la cara justo en el momento en el que abría la boca para decir algo.
—Pero, ¿qué coño…? —balbucea después.
Está claro que la he pillado totalmente desprevenida. Cuando reacciona, se incorpora, aferra su almohada y me la lanza. Me echo a un lado y la esquivo sin problema, pero de repente otra me da de lleno en la cara.
—Sabía que la primera la esquivarías —se burla Lea, apuntándome con el índice—. Pero con la segunda no has estado tan ágil.
Estalla a reír en carcajadas.
—Así que te gusta el juego sucio, ¿eh? —le pregunto—. Pues ya verás…
Agarro las dos almohadas y se las lanzo a la vez. Lea se agacha, sorteándolas habilidosamente. Coge una de ellas, se pone de rodillas sobre la cama y empieza a golpearme. Como puedo, echo mano a la otra, adopto su misma posición y le sigo la corriente.
—¡Esto es una guerra sin cuartel! —exclama.
—Pues yo estoy dispuesto a presentarte batalla —digo.
Y nos sumergimos en una lucha de almohadas como si fuéramos dos niños pequeños.
—No pienses que me vas a ganar —afirma Lea.
—Pues no pienses que yo voy a perder —apunto.
Le doy un almohadillazo en la cabeza. Lea pierde el equilibrio y cuando me quiero dar cuenta, la veo resbalar por el lado de la cama y caer al suelo, llevándose con ella las sábanas y haciendo un ruido estrepitoso. Alzo las cejas y me quedo quieto, asustado por si le ha pasado algo grave. Pero cuando voy a asomarme, Lea levanta la mano y dice:
—Estoy bien. Que no cunda el pánico. Estoy bien.
Respiro aliviado y, sin poder evitarlo, rompo a reír. Segundos después la cara de Lea aparece por encima de la cama con expresión de póker. Tiene los ojos entornados.
—¿Te hace gracia? —me pregunta, fingiendo estar enfadada.
La risa no me deja pronunciar palabra, así que respondo afirmando con la cabeza.
—Pues yo no se la encuentro —dice.
—Lo siento… —me disculpo, tratando de mantener la compostura—. Lo siento, de verdad. Es que… —Me limpio las lágrimas—. Tenías que haberte visto.
Alargo el brazo y espero a que Lea tome mi mano para ayudarla a levantarse. Cuando la coge, tiro de ella hacia mí.
—Gracias por hacerme reír —digo, ahora con voz seria—. Gracias por hacerme feliz.
Sin soltarla, con la mano libre, la sujeto por la nuca y la beso.