CAPÍTULO 34

 

 

 

 

 

—Mamá, nos vamos un rato a la playa —anuncio, cuando bajamos a la cocina—. Quiero que Lea vea lo maravilloso que es Port St. Lucie.

—¿Queréis llevaros algo para comer? —me pregunta antes de salir.

—No, muchas gracias —respondo—. Si nos entra hambre, comeremos algo en alguna terraza del paseo marítimo.

—Como queráis.

Mi madre deja lo que está haciendo, mira a Lea y se dirige a ella como si yo no existiera.

—Ya me ha dicho Darrell que estás embaraza de mellizos —le dice, ofreciéndole una amplia sonrisa que deja ver sus dientes.

Las mejillas de Lea se tiñen de un ligero rubor.

—Sí —murmura, colocándose el pelo detrás de las orejas.

Mi madre se acerca un poco más y la estrecha entre sus brazos en un gesto maternal. Lea corresponde a su abrazo cariñosamente.

—Felicidades.

—Gracias, Janice.

Ambas se separan y mi madre arropa las manos de Lea con las suyas.

—No sabes lo feliz que me habéis hecho —afirma con el corazón en la mano—. No solo porque vaya a ser abuela de nuevo, que es una idea que me entusiasma, sino por todo lo que significa… —deja la frase suspendida en el aire, pero los tres sabemos a qué se refiere.

—Me alegro mucho —dice Lea—. Tenía un poco de miedo… —confiesa en un arranque de sinceridad.

Mi madre frunce el ceño.

—¿Miedo? Pero, ¿por qué, cariño? —le pregunta.

—Bueno…, de repente nos hemos presentado en tu casa, diciendo que soy la novia de Darrell y que encima estoy embarazada de mellizos… —explica Lea.

—Conoces la enfermedad de Darrell… —se adelanta mi madre—. Lo que ha ocurrido con él… su cambio… es casi un milagro, Lea. ¿Cómo no voy a estar feliz?

—Lea creía que tú eras una de esas suegras que piensa que las novias de sus hijos son arpías asquerosas —intervengo en tono irónico.

Lea gira el rostro lentamente hacia mí y me fulmina con la mirada.

—Darrell… —masculla entre dientes, reprendiéndome.

Mi madre rompe a reír.

—Te aseguro que sé de lo que hablas. Eso mismo pensaba yo de la abuela de Darrell. Yo también creía que ella pensaría de mí que yo era una arpía asquerosa —dice entre risas—. Pero en mi caso era cierto. —Lea abre los ojos de par en par—. Sí. Lo pensaba —le confirma mi madre quitando toda la importancia al asunto—. Mi suegra de aquel entonces era de las que creía ciegamente que yo quería robarle a su hijito del alma.

—Oh, vaya… —dice Lea.

—En fin… —ataja mi madre, moviendo la cabeza—. Cosas de la vida en las que ya no hay que pararse a pensar.

—Mamá, nos vemos luego —digo.

—Vale, cariño. Pasadlo bien.

 

 

 

A eso de media mañana, Lea y yo llegamos a Waveland, una de las maravillosas playas que se extienden a lo largo de las veintiún millas de costa que tiene Port St. Lucie.

—¿Has visto como mi madre te adora? —le pregunto a Lea, agarrándole la mano.

—Darrell, ¿cómo se te ocurre decirle que yo pensaba que era de esas suegras que creen que las novias de sus hijos son unas arpías asquerosas? —me dice.

—Lea, ya has visto cómo es mi madre. Tiene muchísimo sentido del humor…

—Sí, ya lo he visto. Pero no creo que sea un comentario apropiado.

—¿Por qué?

—Porque has provocado que me sonroje.

Las comisuras de mis labios delinean una sonrisa de medio lado.

—Ya sabes lo que me pone ruborizarte…

—Darrell… —dice en un hilo de voz—. Nos seas malo…

Me inclino y le beso el cuello.

—De vez en cuando me gusta ser un poquito malo —afirmo con picardía. Lea me pone pucheros—. Y si sigues poniéndome pucheros, voy a ser mucho más malo.

De pronto, Lea se detiene y se agacha. Cuando me quiero dar cuenta, se está desabrochando las sandalias. Se las quita y las coge con las manos. Levanta los ojos y me mira.

—¿Qué? —le pregunto.

—¿Vas a meter los pies en el agua con las zapatillas? —me dice.

—¿Quién te ha dicho que voy a meter los pies en el agua?

Alza las cejas, me agarra de la mano y tira de mí. Con el impulso hace que avance unos metros y que la marea me moje completamente las zapatillas.

—¿Sabes lo que cuestan estás zapatillas? —le digo, fingiendo seriedad.

Se encoge de hombros.

—Te compras otras —me responde en tono burlón.

—Vaya, vaya…

Salgo lentamente del agua, me inclino y me quito las zapatillas. Cuando me levanto y me giro, digo:

—Más vale que huyas de mí, porque como te pille, no sé que le va a pasar a tu precioso vestido.

—¿Mi vestido? —repite ceñuda—. Oh, Oh…

Lea sale corriendo por la orilla de la playa envuelta en risas. Le doy alcance unos metros más adelante. Cuando la cojo, ella trata de zafarse juguetonamente.

El agua salpica nuestra ropa, empapándonos casi de arriba abajo. La sujeto por la cintura y la atraigo hacia mí, hasta que nuestras bocas se quedan a unos pocos centímetros.

—¿Alguna vez se había mojado los pies en la playa, señor Baker? —me pregunta.

—No, señorita Swan. Nunca —niego.

Sonríe.

—Antes era usted un hombre muy aburrido —se mofa—. No comía comida basura, no lamía el interior de las galletas Oreo, no cantaba solo, no se mojaba los pies en la playa… —Suspira y pone los ojos en blanco de forma teatral—. La de cosas que le estoy enseñando…

—Y la de cosas que todavía me tiene que enseñar —le digo, pasando el dedo índice por el escote y contemplándola con ojos lujuriosos.

Levanto la vista y miro por encima de su hombro. Le aferro la mano y la empujo hacia mí para que me siga.

—¿Dónde vamos? —curiosea.

—Ya lo verás.

La llevo al otro extremo de la playa. A una cala solitaria enclavada entre un cúmulo de arrecifes. Sin soltarla, la ayudo a sortear las rocas para que no se caiga.

—¿Qué pretende trayéndome aquí, señor Baker? —me pregunta en tono pícaro y conociendo perfectamente el motivo.

—Que me enseñe ese otro montón de cosas que me tiene que enseñar, señorita Swan… —respondo, sin poder contener el deseo que recorre el interior de mis venas.

Lea mira a su alrededor, analizando el escenario en el que estamos.

—¿No nos verá alguien? —sondea algo reticente, con su habitual pudor.

—Aquí no viene nadie y si viene alguien, que nos vea —asevero sin ningún decoro.

Tiro de ella, busco su apetecible boca y la beso apasionadamente antes de que pueda replicarme.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La petición del señor Baker
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