CAPÍTULO 63
Mientras conduzco de camino a Atlanta, recuerdo el viaje que Lea y yo hicimos juntos cuando la llevé a ver a su padre. Fue simplemente maravilloso, aunque yo por aquel entonces no era muy consciente de ello y de lo que estaba sucediendo en mi interior. Pero empecé a abrirme a ella —porque es muy fácil abrirse a Lea, tiene que ver con ese don innato que posee y que forma parte de su encanto—, compartimos confidencias, pareceres, galletas Oreo y la canción A sky full of stars, de Coldplay.
¿Quién me iba a decir a mí que algún día acabaría cantando a voz en cuello o, mejor dicho, casi a grito pelado, sin importarme nada, solo disfrutando del momento? ¿O lamiendo el relleno blanco del interior de las Oreo? ¿Quién me iba a decir a mí tantas cosas cuando le ofrecí a aquella chica tímida, que se mordía insistentemente el interior del carrillo, de extraños ojos color bronce, que me servía cafés solos sin azúcar en una cafetería sin casi clientela, que le alquilaba una habitación en mi ático a cambio de sexo?
Al principio era una mujer más, una de tantas a la que me encantaba follar, pero que poco a poco se fue convirtiendo en el amor de mi vida. Amor… Eso que nunca pensé experimentar ni encontrar debido a mi enfermedad, a la alexitimia, llegó de la manera y de la mano de la persona más insospechada, más inesperada y más insólita.
Y menos mal que la encontré. ¿Qué habría sido de mi vida si no la hubiera encontrado? Seguiría siendo el hombre frío, serio, antisocial, reservado y sin emociones que era antes. El hombre de hielo, como me llamaba Lea. Eso es lo que era: un hombre de hielo.
En cuanto llego a Atlanta, a eso de las diez de la noche, me dirijo directamente a la dirección donde vive la tía de Lea. El sol hace un muy buen rato que se ha hundido en la línea irregular del horizonte que forman los edificios de la ciudad, dando paso al azul oscuro de la noche, que tiñe de sombras las calles.
Aparco, salgo del coche y cojo de los asientos de atrás el enorme ramo de rosas que compré está mañana y que parece un apéndice de mi cuerpo, porque voy a todas partes con él.
Cruzo la calle de un par de zancadas y me planto delante del portal que acoge el piso de la tía de Lea. Veo que sale un matrimonio del edificio y aunque trato de que la puerta no se cierre para colarme, no llego a tiempo.
—Mierda —mascullo.
Giro el rostro hacia el portero automático y pico en el décimo F.
—¿Sí? ¿Quién es?
Es la voz de Emily la que se escucha al otro lado.
—Ehhh… Correo comercial —miento, distorsionando ligeramente la voz—. ¿Podría abrirme, por favor?
—¿A estas horas? —me pregunta—. ¿Cómo es posible que os hagan trabajar hasta estas horas? —comenta mientras abre la puerta—. Debería de estar prohibido —se lamenta.
—Gracias —digo, agradecido. Eternamente agradecido.
Entro en el ascensor y mientras sube al décimo, me acicalo un poco el pelo en el espejo. No puedo negar que estoy nervioso. La situación y Lea tienen la capacidad de destrozar mis nervios de acero.
Cuando las puertas metálicas se abren, cruzo el umbral y respiro hondo, tratando de alguna manera de tranquilizarme. De pronto tengo la sensación de que me la juego a una sola carta, de que no voy a tener más oportunidades de la que tengo en estos momentos para hablar con Lea, como cuando te la juegas a todo o a nada en una partida de cartas.
Después de unos segundos frente a la puerta de madera oscura del piso, toco el timbre. Es Emily la que abre. Cuando me ve, arruga la frente sin soltar la puerta de la mano.
—Buenas noches —digo, con el ramo de rosas y una sonrisa tímida como carta de presentación.
—Buenas noches.
—¿Se acuerda de mí?
—Sí, eres el novio de… —Emily se interrumpe y rectifica—. El ex novio de Lea.
—¿Está Lea? —le pregunto—. Tengo que… Me gustaría poder hablar con ella —digo.
—Tía Emily, ¿quién es?
Lea aparece detrás de su tía y yo me quedo como un bobo mirándola mientras observo cómo se detiene en seco y su precioso rostro se llena de desconcierto al verme. ¡Joder! Está condenadamente guapa. Más que nunca. Ver su tripita de seis meses y medio de embarazo me impacta tanto que se me forma un nudo en la garganta.
—Darrell… —alcanza únicamente a murmurar.
—Creo que tenéis… muchas cosas de qué hablar —interviene Emily, cogiendo una chaqueta negra que cuelga del perchero—. Mejor os dejo solos —dice, echándosela por los hombros.
—Tía Emily, no te vayas —se apresura a decir Lea. Entonces intuyo que no se quiere quedar a solas conmigo. Pero para mi fortuna, Emily no le hace caso y antes de que Lea termine de hablar, ya ha salido del piso y ha cerrado la puerta tras de sí.
—¿Para qué has venido? —me pregunta en tono serio.
De repente siento deseos de gritar, de decirle que la amo, pero logro dominar el caos de sensaciones que me hostiga y me tranquilizo.
—Son… para ti —digo, tendiéndole el ramo de rosas, antes de contestar.
Lea lo mira pero no lo coge. Lo único que hace es mordisquearse el interior del carrillo, nerviosa. Lo dejo encima de la mesa del salón.
—¿Para qué has venido, Darrell? —me vuelve a preguntar.
—Para hablar.
—No tenemos nada que hablar.
—Entiendo que estés enfadada….
—¡Tú no entiendes nada! —me escupe—. ¡Ni sientes nada! Tú vas a lo tuyo, sin preocuparte de los demás. Eres un hijo de puta.
La rabia con que pronuncia cada palabra se me clava en lo más profundo del alma.
—Déjame explicarte…
—¡No! —ladra, sin dejarme hablar—. No quiero que me expliques nada. Ni que me digas nada. Solo quiero que te vayas. ¿Es tan difícil de entender?
—No me voy a ir hasta que no te diga lo que he venido a decirte —digo rotundo.
Lea lanza al aire una risilla cargada de ironía.
—¿No has encontrado a nadie complaciente y receptiva a quién follarte? —me pregunta con mordacidad, repitiendo las palabras que yo le dije el día que rompí con ella—. Aparte de hijo de puta eres un gilipollas si piensas que voy a volver a creerte, que voy a volver a caer un tus asquerosas redes. ¡Por mi parte, te puedes ir a la mierda!
—Lea, te quiero. Te quiero como nunca he querido a nadie —le digo.
—Bonita forma tienes de querer a la gente.
Doy un paso hacia delante, pero Lea retrocede.
—No te acerques —me pide.
—Está bien. No me acerco —digo con voz suave.
Un silencio denso y ensordecedor planea sobre nuestras cabezas. Me quedo de nuevo embobado mirándola, incapaz de apartar los ojos de ella mientras se mordisquea el interior del carrillo.
—Estás preciosa, Lea —digo sin poder evitarlo, poniendo voz a mis pensamientos—. Estaría toda una vida mirándote y no me cansaría. Y la tripita… ¡Dios santo!, el embarazo te ha vuelto más hermosa, si cabe.
—Darrell, por favor…
Lea baja la cabeza y cuando me quiero dar cuenta, está llorando.
—Ehhh, pequeña… —susurro.
Pero cuando intento acercarme de nuevo, alza la mano para que me detenga.
—Lea, todo lo que te dije aquel día era mentira —le confieso de una vez con voz dulce—. Absolutamente todo —recalco—. Lo hice porque tenía que alejarte de mí a como diera lugar.
Lea levanta el rostro. Una mirada de confusión asoma entre las lágrimas a sus ojos bronce.